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Carné de identidad de un poeta / Por Arturo Corcuera

 

El poeta Arturo Corcuera se nos adelantó para viajar a la eternidad. Hoy, 21 de agosto, partió de este lugar de paso que es el planeta Tierra. El autor de 81 años nació en Trujillo, el 30 de setiembre de 1935.

Corcuera es autor de obras como Noé delirante (1963), del cual se han publicado once ediciones; Primavera triunfante (1964), Las Sirenas y las Estaciones (1976), Poesía de clase (1968), Los amantes (1978), Parajuegos (2002) y (2006), por el que fue reconocido con el Premio Casa de la Américas, entre otros.

Para conocerlo un poco más, él mismo redactó y leyó este Carné de identidad, un texto que presentó Casa América de España, en junio de 2016.

 

Carné de identidad de un poeta

Biografía mínima y arte poética de Arturo Corcuera

 

Me preguntan a menuda qué hacer con la Literatura, y yo prefiero reflexionar sobre el quehacer de la Literatura. Este duro compromiso que asume el escritor, y que tiene mucho de placer y de tortura, de adicción por la belleza. “Ese vicio de las formas”, en el decir del poeta peruano César Moro.

El arte creador nos procura deleite, pero al mismo tiempo nos demanda un trabajo de los mil demonios. La mayoría de escritores confiesa su temor frente a la página en blanco, quizás el mismo temblor que sentimos al acercarnos al cuerpo inédito de una mujer desnuda. Desfallecemos después del amor cumplido, como después de la apasionante faena de escribir.

Siento que me arde la cabeza, vocifereaba Balzace, en tanto caía rendido sobre un torso de páginas. Cuántos almohadones habrá desvencijado. Escribir es hacer el amor, implica entrega y fatiga, gozo y oficio. “Es difícil hacer el amor pero se aprende”, concluye un conocido verso del poeta Antonio Cisneros.

No siempre en la intimidad nos vanagloriamos del resultado; nos deja a veces un sabor a insatisfacción y frustración en los labios. En la poesía, como sabemos, hay dos momentos bien marcados: el del éxtasis, inspiración o iluminación -que constituye el instante mismo del alumbramiento; la llegada del ángel o del duende, según García Lorca-; y del trabajo en frío, arduo proceso de releer, corregir y cortar, añadir, borrar o consultar, y hasta desesperar de una excitante confrontación de las palabras.

Faulkner sostenía que todo era cuestión de tener buenas posaderas. Recordemos a Octavio Paz, exclamando casi suplicante: “¡Chillen putas!”. Esta es una buena ocasión para hablarles de mi quehacer en la Literatura.

No es fácil hablar de uno mismo, sin embago en un viaje rápido por mi poesía y mi vida, intentaré descubrirles mis sueños callados, mis relaciones amorosas de felicidad y desdicha con el arte de escribir, mis andanzas por pueblos y mares, las heridas de las cicatrices que escondo. Al final de cuentas, son estas señas los que mejor configuran el documento de identidad de un poeta.

Nací a orillas del mar Pacífico, en Salaverry, un vetusto puerto al norte de mi país. Desde muy niño el mar me enseñó a cantar y a embravecerme. No puedo olivar sus olar cuando se ponía rabioso, encrespándose hasta traer abajo las estrellas. Recuerdo que la Luna huía lejos del mar, como un pájaro agitando sus alas, despavorida. Todavía tiemblo de miedo al evocar el grito del ahogado, ánima en vela que turbó mi sueño de niño, hasta dejarme sin uñas.

En mi libro Las sirenas y las estaciones, evoco mi infancia entre las dunas de los arenales y los tumbos del mar, con sus estrellas y sus relampagueantes mareas. Mis primeras vivencias lo escribí en Madrid, una ciudad sin mar, lo que avivó mis añoranzas. Les adelanto que en mi poesía perdura y coexisten dos coordenadas: una de develación de la realidad que la transfigura y fabula a través de ella, y la otra de acento crítico que la cuestiona. Ambas se fusionan en alguno de mis libros. Poesía de clase, por ejemplo.

Reconozco que mi obra poética está llena de impurezas, como el aire, como la tierra y como el agua. Es decir, como la vida. No en vano escribo viendo, sufriendo, caminando. La poesía no es broma, es cosa seria. No nace de la noche a la mañana, como creen algunos, sino de la mañana a la mañana. A mí me cuesta largas lágrimas de insomnio y fatigas. El poeta no es un mago que se saca los poemas de las mangas.

Trabajo, necesito participarles, como un artesano y un centinela juntos. Todo el día, toda la santa noche, durante el sueño, durante la vigilia. Cada libro mío es fruto de sufrimientos, de lucha, de tenaz optimismo. El poema, lo he dicho muchas veces, se escribe con palabras y con palpitaciones. No me interesa la poesía que no contiene palpitación de vida.

Les confieso que por la rendija de mi cuarto llegué a ver la sombra amoratada de los marineros muertos, de estas historias de aparecidos y de estas leyendas nocturnas y alucinantes.  Desde muy temprano se alimentó mi corazón.

Empecinadamente aspiro a que el lector sienta el pecho de un hombre al acercarse a mi poseía. Es innegable que el poema se le parece a uno cuando nace, en el modo de hablar, en la mirada, en la forma de saber comportarse. El poema es un ser vivo, con glándulas y funciones, ansiedades y brazos, ganas de reír y ganas de soñar. Esto es tan cierto que, con unas cuántas risas juguetonas y un manojo de sueños inocentes, edifiqué mi Noé delirante, conjunto de fábulas que conforman una sola fábula: el viaje de Noé desde la edad bíblica nuestro días. Un viaje por el tiempo y por el espacio. Un Noé que fabula con los astros y con las plantas, con el viento y con los animales. Su larga vida infinita le permite conocer el mundo contemporáneo y relatar desde la técnica de un corto cinematográfico su aventura en Disneylandia, el parque de diversiones donde conoce al pato Donald, al ratón Mickey, al león de la Metro, a Tom y Jerry, a Pluto, incporporándolos al Arca en compañía de otros especímenes de nuestro zoo universal: el Gato con Botas, Búfalo Bill, el Caballo de Troya.

“El poeta se acaba cuado el niño muere.”

En mi escritura he trabajado con piedra preciosas, pero también con guijarros que recogí en mis andares. Las palabras que gozan de prestigio poético y las que provienen de las canteras populares, rescatando su fuerza y su brío secreto. Con estas últimas compuse Puente de los suspiros –“No es que quiera oír tus voces, pero cuchicheaban tu piel y mi piel”-. Les cuento que mientras un día bailaba la canción venezonala “Caballo viejo”, sentí la fiebre y el emperativo de concebir y escribir Sonetos del viejo amador, uno de mis libros no tan reientes. Todavía tarareo los versos de Simón Díaz, que utilizé de epígrafe, y que preside mis 21 sonetos, en un encuentro de lo culto con lo popular. “El potro da tiempo al tiempo porque le sobra la edad / Caballo viejo, no puede perder la flor que le dan”. Algo así como “Veinte sonetos de amor y un soneto desesperado”. De aquellos tiempos amo mi andadura. Mi trote es triste, tímido reflejo de antaño que era fuerza, enervadura. Olía a pasto fresco mi pellejo. Potro sin freno ayer en la llanura, hoy mustio casco de caballo viejo. Recuérdenlo queridos amigos, este libro de amor nació bailando “Caballo viejo”.

A veces abandono el verso corto por la exploración de la prosa y el verso mayor, que en algún momento se fusiónan. Surge así Prosa de juglar y Puerto a la memoria, Miradas para mi sombra, Voces y vientos, y A bordo del Arca vendría después como continuación y apartado del libro final de mi Noé. Hay en ellos mucho de memoria y de crónica. Predominan alternándose el rumor y la nostalgia, el juglar canta y cuenta, ríe y llora. Se manifiestan la oda y la elegía, la fiesta y el dolor, poesía escrita andando los caminos. Saliendo de la casa a recorrer un poco de mundo y volviendo al entorno del hogar. Como en el verso de Rubén Dario, “El cantor va por el mundo, sonriente o meditabundo”.

Otro de mis libros es Parajuegos, en el que me dejo llevar por el impulso lúdico. “Jugar, jugar, jugar”, dice Jorge Eduardo Eielson y Joaquín Sabina: “Jugar por jugar”. Poesía de experimento en la que sometiéndome en el rigor de la rima y el metro me doy todas las libertades. Invento, remacho, disuelvo, distorsiono, juego con las palabras, apelo a la jerigonza, al trabalenguas, al balbuceo, a los efectos onomatopéyicos, en mi afán por escribir jugando y jugar escribiendo. He dicho alguna vez y lo repito: “El poeta se acaba cuado el niño muere”.

No solo de pan y de libro vive el poeta. Suele también entrar a una cervecería, hacer el amor en un parque, regalar unas rosas. Una vez le tirá una rosa al mar y provoqué un incendio bajo el agua. El poeta suele ir al estadio a ver un buen partido de fútbol. Me hubiera gustado ser guardameta, pez y pájaro a la vez. Soy hincha de un equipo muy popular, Alianza Lima, elenco integrado en su mayoría por atletas negros. Uno de mis libros anteriores tiene por pequeño título La gran jugada o crónica deportiva, que trata de Teófilo Cubillas y Alianza Lima, en el que exalto las calidades excepcionales del “Nene” Cubillas, relámpago endemoniado de cimbreantes caballos. Rememoro la “época de oro” del fútbol, cuando se jugaba por amor a los colores de la camiseta. Libro elegíaco de vocación y de crítica, de reflexión mariqueana sobre la fugacidad de la vida y de la fama. Es también un canto a la raza negra y una oda a la libertad.

Ningún tema está vedado para la poesía. En definitiva, la aventura poética es también un juego, un hermoso fuego de palabras.

Muchas gracias.

Mira el video donde el poeta lee este texto:

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