
La última cena
Autor: Robert Medina Sotelo*
Ya no quedaba nada. Solamente la última ración de harina y agua sobre la mesa para el último pan. Luego morirían.
Isaac y su madre habían sobrevivido a las dos últimas sequías que el profeta de la ciudad, un hombre poderoso enviado por dios o por su propio demonio, había declarado. Esta vez ya no tenían reservas. Su pobreza había adquirido autoridad sobre ellos. Isaac estaba a punto de cumplir los veinte. Esta sería su última comida, su última torta de cumpleaños. Su madre preparó lentamente el pan, iba alargando su muerte con la ociosidad de sus dedos. El sol apretaba afectuoso su cuerpo. Descargaba todo su peso sobre sus hombros. Ella llevaba en el rostro la dureza del desierto. Unos ojos pequeños y azules: el color del fuego antes de extinguirse. Llevaba en su pecho las tetas largas, la espalda rendida, los brazos caídos. La postura extinta de un ser prehistórico. Isaac, en cambio, aún conservaba la dureza en los huesos. En su andar. Un andar de camello: estable, seguro. Siempre con los pies bien fijos en la arena, reconociendo en ella la calidez de un lecho eterno.
La tierra estaba seca. La vida estaba muerta. Parecía que los ríos habían sido consumidos por una letal llamarada. El sol era el único cuerpo palpitante que brillaba sobre la tierra. Aún empuñaba con sus brazos el golpe aciago del calor. Aún iba recogiendo en su silencio la vida de las hojas, el bramido de los animales, el vapor de las almas, que lentamente, como luchando, ascendían al cielo esperando su segunda venida, junto con la lluvia.
La casa de Isaac comenzó a crujir, empezó a rasgarse como una serpiente. Su madre inició los preparativos. Sacó las vajillas para las ocasiones especiales. Unas vasijas polvorientas, reventadas por el sol amarillo. Limpió la mesa y la vistió de rojo, su color favorito. Colocó todo en orden y hasta se dio el tiempo para doblar las servilletas. Se vistió con su mejor traje. Rojo también. Se arregló el cabello. Se sacudió la arena. Ensayó una sonrisa. Sonrió. Formó una vela pálida que incrustó en el centro del pan. Todo estaba listo para su última comida, para morir con la dignidad que tienen los pobres, como saciados.
Isaac hizo el último recorrido a su pueblo. En lugar de un alegre vado en donde los niños jugaban polvorientos y descalzos, hoy una tierra oscura y sedienta se expandía agrietada sobre el suelo. Era la marca de la aridez, que con profundas pisadas avanzaba escuálida sin descanso. Isaac escupió en la tierra e hizo su último acto de caridad. Un diminuto camino hacia el suelo se marcó desde su boca. Un pequeño charco de esperanza. Isaac quedó mirando su saliva regada en la tierra. Una baba espesa y blanca burbujeaba sobre el terreno. Algún día un árbol crecerá de acá, pensó, y se fue.
Al llegar su madre tenía todo listo. Se encontraba sentada con los brazos sobre la mesa, despreocupada. Parecía olvidada por el mundo y su creador. Al ver a su hijo entrar, calculó la hora con el sol. Isaac se acercó a su madre con prisa. Lucía cansado e inestable. Su madre recogió dolorosamente su cuerpo de la silla, alzó la mirada, besó a su hijo y lo abrazó como si naciera en sus brazos. Isaac miró a su madre por última vez. El pan estaba sobre la mesa. Su madre lo acercó al torso aún recto de su hijo. La llama de la vela estaba encendida.
-Pide un deseo hijo.
Isaac pidió un deseo y sopló la vela.
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