Quizás no en la actualidad pero, en el pasado, ver por primera vez una película causaba tanto asombro que formaba parte importante de la vida de las personas. El cine marcaba un antes y después, y son miles las anécdotas que nacieron tras el descubrimiento de aquella pared blanca donde se veía a las personas pelear, enamorarse o huir de malvados monstruos.
El impacto que causaba el llamado “séptimo arte” ha sido un tema de algunas películas históricas como Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore. Incluso, hace poco en el Perú se estrenó Willaq Pirqa, película de César Galindo que trata sobre un niño de una comunidad andina que descubre el cine y queda maravillado.
A continuación, presentamos un curioso y entrañable relato que también trata sobre este descubrimiento. La historia se ubica en San Marcos, provincia de Huari (Áncash).
Cuando llegó el cine a San Marcos
Autor: José Antonio Salazar Mejía*
Versión recogida en San Marcos en 1977. El informante fue el señor Luis Alfaro, de 60 años.
Nosotros somos gente buena, sabe usted. Nos dicen por fregar “huayringa mesa”, pero eso es una exageración. A alguien se le ocurrió pensar que no queríamos invitar el almuerzo y por eso levantábamos la mesa al techo, como una huayringa, pero no le hacemos caso. Seguramente hubo un tiempo en que a algunos se les dio por no cocinar en sus casas y visitar a los parientes precisamente a la hora de almuerzo, y no faltó quien tuvo la ocurrencia de levantar su mesa al techo para decir que ya habían almorzado y no había nada qué invitar. Generalizando la broma, a todo el pueblo nos dicen “huayringa mesa”, un abuso, oiga usted.
Pero yo quiero contarle un caso que nos pasó acá en San Marcos, a mediados del siglo pasado, cuando se abrió el túnel de Cawish y la carretera nos unió con la costa. Ese túnel fue cosa seria, ¡sí señor! Los que trabajábamos allí teníamos que ser gente de ñeque. En esos tiempos yo era un poco de todo, había trabajado en la minería y conocía del uso de explosivos. Por eso me contrataron. ¿Sabe quién fue mi capataz? ¡No me lo va a creer! Fue nada menos que don Jacinto Palacios, sí, el compositor.
El hombre vivió un tiempo en San Marcos, acá mi padre le enseñó a tocar un nuevo temple en la guitarra, y como tenía buen oído, lo aprendió muy rápido. Así se fue a Chavín y cantando con ese temple enamoró a una linda muchacha, Benilde Coral, que luego sería su esposa. A ella le compuso “Mujer andina”, su inolvidable canción.
Le cuento que el hombre era bravo. El túnel lo traba- jamos en dos frentes, una cuadrilla avanzaba de este lado del cerro y la otra venía del lado contrario. Cada una debía avanzar un promedio de 250 metros para encontrarnos en medio del túnel.
En esos tiempos no había tanto aparato cómo hay ahora y los cálculos eran hechos por los agrimensores que tenían una especie de teodolitos muy rudimentarios. Responsable de este trabajo era el señor Palacios. Pues bien, cuando las cuadrillas estaban a punto de encontrarse, nos avisan que los cálculos estaban errados y había una desviación. ¿Se imagina cómo hubiera sido eso? ¡Tanto trabajo para nada! Jacinto Palacios se puso como loco, por- que él era el responsable. Sacó su revólver y subiendo a una loma se lo puso a la cabeza: “¡Aquí me mato si mi trabajo está mal hecho!”, nos dijo.
Pasaban los minutos y la espera era tan larga que nos moríamos de nervios. Hasta que salió corriendo del túnel el jefe de cuadrilla, y fatigado, decía: “Ya no se mate don Jacinto… había calculado bien…, ha coincidido perfecta- mente…”. Guardando su arma, Jacinto Palacios nos invitó a todos un buen trago de pisco de Moro, el mejor de esos tiempos. Si allí se mataba nos hubiéramos quedado sin un gran compositor. Todo esto pasó en 1941″.
Con la carretera mi amigo, llegaron y se fueron. Llegaron nuevos comerciantes, aventureros, mercachifles. Se fueron a Lima las mejores familias y la gente humilde se fue a buscar trabajo en las haciendas de la costa. Yo le quiero contar cómo llegó por primera vez el cine aquí a San Marcos.
Algunos paisanos que habían viajado a la costa, cuan- do regresaban nos contaban de las maravillas del mundo moderno. Nos hablaban del progreso que había en Lima, de la luz eléctrica, de los inodoros, del tranvía y de muchas cosas más. También nos decían que habían ido al cine, donde en una pared se veía a la gente peleándose y matándose.
Nuestra curiosidad iba en aumento al escuchar tantas novedades, hasta que un buen día llegó a alojarse en casa de mi hermano Arcadio Alfaro, un hombrecito de lentes, bajito él, que había traído una máquina muy bien envuelta y anunciaba que iba a pasar una película el domingo por la noche.
La noticia dio la vuelta a todo San Marcos y sus caseríos. “¡Llegó el cine, llegó el cine!”, gritaban los chiquillos por la calle. La gente curiosa, sin saber qué era el cine, se alistó con días de anticipación. Cuando llegó el domingo, el padre Santiago Márquez Zorrilla, natural de San Marcos, que a la sazón se encontraba en nuestra tierra, desde el púlpito advirtió que el cine, era obra del demonio, que no hacía más que encender el morbo de la gente y no tenía ningún provecho para la salvación de las almas.
En vano fue la advertencia. Al contrario, despertó más curiosidad en la gente. ¡Así somos pues, lo prohibido, más nos gusta; el choclito de chacra ajena siempre será más apetecido que el de la nuestra! Esa noche, previo pago de una peseta, todo San Marcos estaba con sus sillas en el corralón que quedaba en ese tiempo detrás de la iglesia, y donde se celebraban las tradicionales “veladas”. Todos veíamos cómo el hombrecito colgaba una gran sábana en la pared. En medio de la oscuridad, arrancó un motorcito y sobre la sábana apareció un destello de luz: “Cine Mejoral”, decía. Y allí nomás comenzó la película.
Arrobados veíamos cómo transcurrían las escenas. Se trataba de una historia de amor, una joven, tenía dos pretendientes, uno bueno y el otro malo, pero estaba tan confundida que no sabía a quién dar su cariño. Cuando finalmente decide inclinarse por el bueno, el otro, despechado le asesina.
El impacto fue terrible. Todos llorábamos. A doña Sara Barrón le dio un soponcio. Ese día, se acabaron las sales en la botica del pueblo. Raíz de valeriana se tuvo que tomar para calmar los nervios. Doña Sara fue al día siguiente ante el Dr. Santiago Márquez y le dijo: “Padre Shanti, quiero mandar decir una misa por el alma del pobre que anoche asesinaron en el cine”. No sé qué le diría el buen sacerdote, pero no hubo misa por el muerto.
Lo cierto fue que el hombrecito del cine aseguró en la fonda que en ningún lugar había encontrado gente tan bien dispuesta a apreciar sus películas y prometió volver el mes siguiente con otra cinta.
Días van y días vienen, a los dos meses, apareció nuevamente el caballero ese por San Marcos. El revuelo fue total. Tras el éxito del primer film, todos nos preparamos para ver una nueva aventura en la maravilla moderna del siglo XX. Religiosamente todos estábamos a las ocho de la noche con nuestras sillas esperando el inicio de la película. El hombrecito, luego de cobrar los veinte reales de ley, encendió el motorcito y nuevamente apareció el anuncio: “Cine Mejoral”, la función había comenzado.
Tras las primeras escenas, un murmullo se alzó de entre la concurrencia. Cuando un primer plano enfocó el rostro del protagonista, vino la debacle. Doña Sara fue la primera en alzar su voz: “¡No había muerto, el desgraciado estaba vivo!”. Y todos reaccionamos con la misma indignación: “¡Nos ha engañado!”, “Qué tal lisura, burlarse así de nosotros!”, “¿Quién va a pagar nuestras lágrimas, carajo?!”. Y en un dos por tres nos fuimos, grandes y chicos sobre el crápula ese que había osado mofarse de la buena fe de los sanmarquinos, haciéndonos creer que había muerto un tipo que en esta película estaba vivito y coleando.
Destrozamos su máquina y quemamos sábana y película. Lo amarramos a un burro y los sacamos del pueblo. Ese fue el escarmiento para el atrevido que con el cuento del cine quiso burlarse de nosotros, la gente de bien de San Marcos.
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