La Pampa
Autor: Enmanuel Grau*
—Allá viene —dijo Monzón—, señalando el cerro. Vamos a ver.
Pacheco atravesó la cancha de tierra y dejando atrás una calle oscura, penetró en la Alameda.
Era un muchacho menudo, de piernas delgadas y ojos diminutos, muy hundidos. La carrera había congestionado su pecho y su respiración era intensa: sudaba como un animal.
—Eulogio ha tomado La Pampa —dijo—, muy rápido.
El muchacho alzó los puños para mostrar su indignación, pero los dejó caer de inmediato en señal de derrota:
—¡Han colgado banderas!
Corría brisa y sobre el cerro San Cristóbal la neblina se había adelantado, borrando casi por completo la gran cruz de hierro.
—Eso no es posible —gritó Ricardo, adelantándose—, La Pampa no tiene dueño, ¡es de todos!
El arenal donde estaba insertada La Pampa, formaba parte de una extensión de tierra estéril, situada entre el cerro y la cervecería, en el límite del colegio España. En otra época, en La Pampa se organizaban campeonatos relámpagos o kermeses y en Fiestas Patrias funcionaba un circo comunal. Pero desde hacía un tiempo, Eulogio había convertido la zona en tierra muerta, por donde era imposible cruzar sin ser golpeado o corrido por una lluvia de piedras.
—Eso no es lo peor —dijo Pacheco—. Sus ojos se detuvieron delante de mí: me odiaron.
—Tu hermano está con ellos, ¡es un perro!
— ¿Andrés?
—Sí —dijo Pacheco, furioso—, ¡tu hermano!
Sentí la mirada de todos, como un cuchillo macizo que me atravesaba.
—No es posible, dije.
La noche anterior Andrés había venido hasta mi cama. Todo su cuerpo estaba rígido y me miraba desde la puerta, sin pestañar, como a un insecto.
Hacía solo dos semanas que se había marchado de casa, pero entonces al mirarlo tuve la impresión de que había envejecido.
—Pronto no habrá terreno —dijo.
Avanzó con esfuerzo, tocando la base de mi cama con los dedos. A pesar del tono de su voz, monocorde, sin luz, su semblante era altivo. Sonrió con insolencia.
Del bolsillo del pantalón extrajo una hoja de metal que sujetó unos segundos. Luego la dejó caer sobre la cama.
—¿Y eso? —le dije.
Era la primera vez que veía una navaja.
Andrés se recostó en la pared. En la penumbra del cuarto yo podía sentir su respiración animal y jadeante, su aliento envenenado por el pisco y el humo.
Tomó la navaja y la aproximó a la ventana. En la breve claridad pude ver mejor: era una hoja sin brillo, gastada en la superficie por el uso. Andrés se recostó en la pared. Sus ojos parecían imantados por el metal, absorbidos por una fuerza invisible que emanaba de su centro.
—El viejo ha vuelto —murmuró Andrés, sin mirarme, conteniendo a penas en su voz un entusiasmo malsano—. Las calles tienen nuevo dueño.
La música macabra que eran sus palabras me heló la sangre. Por más que me esforcé, no pude reconocer en él a mi hermano.
Andrés se levantó sin decir nada. En la oscuridad, solo vi su sombra desaparecer detrás de la puerta.
***
Ricardo se paró cerca de mí. Tenía los puños apretados y sus labios, rabiosos, trituraban el aire:
—Eulogio es una mierda —dijo—, un matón que aspira ser maldito, pero esta vez ha llegado demasiado lejos. Unirse con el Viejo, ser su perro, es algo que no se puede tolerar.
Tenía el labio superior hundido hasta el fondo del paladar, marcado por un tajo carnoso que nacía bajo sus fosas nasales —dos aletas húmedas y profundas— que vibraban al hablar. Continuó.
—Está claro que Eulogio y el Viejo quieren controlarlo todo: el barrio, la plaza, los bares y ahora también La pampa. Su voz, aunque pugnaba por ser clara, seguía dominada por la ira.
—¡Hay que organizarse, avisarles a todos!
Se volvió hacia nosotros en un gesto dramático, dándole la espalda al cerro:
—¿Es que nadie piensa hacerles frente?
Pacheco volvió a hablar.
—Miranda quiso oponerse. ¡Lo han masacrado!
¿El indio Miranda?
—Sí —repuso Pacheco.
—Esto está muy mal —se quejó Monzón—, el indio Miranda no es cualquier cosa, pocos mechan como él en el colegio.
Empezaba a oscurecer. El grupo avanzó en silencio hasta el jirón Madera, bordeando el Mercado Modelo.
Yo sentía que la garganta me ardía, que las palabras luchaban desesperadamente en mi boca. Pensé de golpe en los tragafuegos que toman por asalto los semáforos de las avenidas durante la luz roja. Entonces dije:
—Seré yo quien se haga cargo, Andrés es mi hermano y tiene que escucharme, no puede estar de lado de esos malnacidos.
Otra vez la mirada afilada del grupo me clavó en el sitio.
Ricardo se había vuelto sin violencia y me miraba.
—¿Cómo dices?
—Voy a ocuparme ahora mismo, Ricardo —le dije—. Sé dónde está Andrés, con quien anda, donde para.
De un salto, Ricardo estuvo junto a mí. Me sujetó del cuello.
Bajo la presión que ejercían sus dedos, todos mis músculos estaban tensos. Entonces vi el rostro de Andrés: aparecía junto al de Eulogio. Luego, ambos avanzaban hacia mí, pero justo antes de tocarme, una oscura mancha los absorbía.
— ¡Mierda! —me dijo y repitió, con desprecio:— ¡Mierda! Andrés ya no entiende razones, ¿lo has olvidado?
—Cálmense —dijo Monzón—, no es momento de pelear entre nosotros. Aquí todos están empinchados, no arreglamos nada yéndonos a las manos.
—Miranda está herido —dijo Pacheco—, le han dado en el orgullo. Hoy tuvo que ir a clases moreteado.
Todos nos quedamos callados.
El cielo estaba negro. Habíamos llegado hasta Prolongación Tacna.
Yo no sentía dolor, sino rabia. Ricardo se recostó en la pared. Me senté en la vereda. Los otros hicieron lo mismo. Los carros que subían por el puente Santa Rosa pasaban rosándonos los pies. Después de un tiempo, Ricardo volvió a hablar.
—Hay que avisar a las demás secciones. Eso primero. Nos reuniremos mañana.
La herida que hundía su boca me pareció todavía más profunda.
— ¿Aquí? —preguntó Pacheco.
—No —repuso Ricardo—, sin mirarme. Aquí no. En el Paseo de Aguas, a las siete.
Breve y sucia, sin ritmo, la garúa moja las veredas y las casas de quincha, despinta las fachadas. Bajo el cielo sin nubes, las calles se sumergen en una atmósfera gris. Los transeúntes resbalan sobre la berma y por seguridad eligen caminar por la pista, sobre la grava. El grupo cruza las últimas cuadras del jirón Trujillo sin hablar. A medida que avanzan encuentran a su paso escolares y obreros, policías que hacen turno en la comisaría; ambulantes que trajinan bajo carteles publicitarios. Una vez que han atravesado el jirón Chiclayo el tramo es libre: los transeúntes avanzan en sentido contrario, se dirigen al centro. El grupo se detiene solo al cruzar la Alameda.
—Miren —dijo Monzón, apuntando hacia el Colegio de Mujeres—, ya salen las ratas.
En efecto, las puertas del colegio de mujeres se abren y de inmediato una multitud de estudiantes atraviesa el patio que las separa de la calle. Vistas de lejos, igualadas por el uniforme, la multitud parece tener un solo rostro.
Las muchachas recorren el perímetro de la Alameda, observan con sutileza las esquinas, se comunican en señas, permanecen unidas. Solo en las arterias aledañas el río de blusas y faldas se disgrega y toma distintos rumbos.
Mientras ellas avanzan, raudas pandillas de muchachos que esperan en la Alameda, abandonan las frías bancas de mármol y se ponen en marcha. Se frotan las manos en los muslos, los pasos inseguros se afirman en la tierra y avanzan con determinación.
(El apelativo de ratas no era gratuito y debía su fama a una leyenda: según esta, al caer la noche, cientos de roedores abandonaban sus escondites para ambular por el viejo edificio, formando una cuadrilla maciza de ojos brillantes, que se confundía con los muros grises del colegio)
Durante el verano había sido Andrés quien me iniciara en abordar a las chicas.
Eran días calurosos en los que el sol ardía bajo unas nubes delicadas, que parecían trazadas a mano.
Llegábamos antes de la salida, de modo que disponíamos de toda la Alameda. Nos instalábamos al final del corredor, tras las hojas negras de los árboles, en la pileta que da a la puerta posterior y mira hacia al convento de “Los Descalzos” (un rectángulo atizado de hongos, poco profundo que alguna vez tuvo azulejos).
—Es muy importante la ubicación —decía Andrés—, bien ubicado puedes conocer todos sus movimientos. ¿Te das cuenta?, con un par de días basta. Luego ya puedes hacerle el habla.
Andrés era didáctico y su voz no se apuraba y siempre estaba sonriendo.
—No es posible —le decía yo—. Así todo parece fácil. En la cancha la cosa es diferente, las mujeres siempre son más vivas que los hombres.
—No hay que intimidarse —decía Andrés—. Es lo peor. Fíjate: Te plantas bien delante de ella, nunca las manos en los bolsillos, eso las hace creer que eres choro. Sonríes, pero no mucho y dices, hola. Si ella se ríe, sigues, si no, te disculpas. Y dices muy serio: “Amiga espero no molestarte”.
—Ah —decía yo—, divertido, no creo que sea tan fácil. Andrés se reía a carcajadas.
—Qué hora es —dijo Monzón—. Espero que Pacheco cumpla.
—Cálmate —repuso Ricardo—, apenas son las siete. Estamos en hora.
—Sí Andrés está con ellos no hay nada que hacer —comentó Monzón—, desmoralizado.
Andrés había estudiado la primaria con nosotros en el San Juan Macías y había sido durante años el capitán del equipo de fútbol. Ricardo lo admiraba.
Hacía solo un año que Ricardo y Andrés lideraban el grupo. Los partidos de la liga distrital eran victorias fijas y el nombre de nuestro equipo coreado por los vecinos: “Unión Rímac”. Los sábados, después de entrenar, nos reuníamos en “El Hatuchay”, para jugar billar o echar monedas en las consolas de los videojuegos.
Cuando Andrés se fue del grupo, todos estábamos deprimidos, pero más Ricardo. El equipo no volvió a puntear la tabla y se acabaron las reuniones de los sábados.
En cuanto a Andrés, desde que empezó a juntarse con Eulogio ya no era el mismo, nos trataba de lejos.
—No me junto con chibolos —decía.
Su voz se volvió amarga y a veces, cuando estábamos en casa ya no lo reconocía; no saludaba, tiraba las cosas y siempre respondía con lisuras.
Una vez mientras cenábamos mi madre le dijo: “Tu hermano necesita un sol, para tareas”. Él respondió:
—No cuentes conmigo para eso, dejé el trabajo.
Y añadió: “La plata está botada en la calle. Que aprenda a recogerla. Es muy fácil”.
En las noches, abandonaba su cama y salía a tientas, con rumbo desconocido y solo volvía al amanecer.
—¿En qué piensas? —le había dicho yo una vez, un tiempo atrás.
Estábamos en el cuarto y no había luz porque la bombilla se había quemado. Hacía varias noches que lo veía levantarse y caminar intranquilo de un lado a otro, pero en esa ocasión lo había sentido llorar.
—En cosas —me dijo—. Pienso en muchas cosas como todo el mundo. Yo no insistí, pero al cabo de un rato escuché su voz.
—A veces sueño con papá, y me despierto colérico, odiándome por recordarlo. Hacía dos años que papá se había marchado.
Yo no podía verlo, debido a la oscuridad, pero sabía que Andrés me estaba mirando.
—¿De verdad te creíste el cuento de la vieja? —me dijo.
No lo había dudado ni un segundo. Para mí, papá estaba de viaje, trabajando como obrero en el extranjero. Pero al escuchar las palabras de mi hermano sentí un nudo en la garganta y toda mi certeza se resquebrajó.
—Está guardado —dijo Andrés, sin que le temblara la voz—. Me lo dijo alguien en la calle, el otro día: “Tu viejo está preso, por asaltar con arma, tal vez por matar”.
La noche se había hecho más negra porque ni siquiera nos llegaba el débil reflejo del alumbrado.
—¿Y va a volver? —fue lo único que pude decir.
—No lo sé —me dijo Andrés—. Es mejor que no.
Me di la vuelta y me tapé la cara con la colcha. Nunca me había sentido así; tenía las manos frías y un nudo en el estómago. Iba a decirle a mi hermano que yo sí quería que papá volviera, pero entonces lo escuché llorar. Eso fue todo. No había, sin embargo, pena en su gemido, sino rabia.
Pacheco apareció por una curva con un grupo de muchachos. Eran más de diez. Nos dimos cuenta de inmediato que estaban preparados para todo.
A la cabeza iba Miranda. Daba pena verlo: tenía el pómulo hinchado y la barbilla cruzada de arañones.
Ricardo se aproximó y el círculo lo rodeó en seguida. Empezaba a oscurecer. A lo largo de la Alameda, detrás de las rejas negras, las estatuas parecían detenidas en una postura trágica.
Pacheco me miró a los ojos. Al encontrar los suyos moví los labios:
—Conchatumadre.
—Quédate tranquilo, Miranda —dijo Ricardo—. Haremos algo.
—Hoy ha llegado más gente —informó Pacheco—. Traen carros, debe ser algo grande. No han sacado las banderas.
—Eso quiere decir que piensan quedarse, las banderas no son juego.
—Sí —dijo Monzón, con fastidio—. Es tradición vieja. Cuando un grupo cuelga sus banderas no hay cómo sacarlos.
—¿Qué es lo que hacen? —preguntó uno de los muchachos que venía con Miranda.
—Hay movimiento.
Trabajan para El viejo y Eulogio se siente intocable. Viene gente de todos lados a comprar sus porquerías.
—Desgraciados —dijo Monzón—, hacen lo que quieren y al que se acerca, lo revientan.
El Viejo había logrado posicionarse en la zona después de varios años de ausencia. Cuando empezó a reclutar muchachos, organizándolos en bandos, Andrés y Ricardo eran todavía niños. Fue entonces cuando el negocio despegó. En ese tiempo, el comercio se incrementó de forma considerable y el barrio se convirtió en campo minado. Todas las noches, en caravana, decenas de autos llegaban desde distintos puntos de la ciudad. Sabíamos a qué venían, pues todos tenían las luces apagadas y avanzaban despacio y displicentes, atravesando las calles, en dirección a La Pampa. Entonces aparecía El viejo; los autos se detenían en las esquinas con las luces bajas, las ventanas descendían lentamente y él se encaramaba sobre ellas.
—“Es el vicio —decían los vecinos, sin atreverse a levantar la voz—, el vicio que todo lo pudre”.
Cuando El Viejo se ausentó, las caravanas desaparecieron también y solo quedaron algunos viciosos vagando por las calles, bajo la sucia luz del alumbrado. Aunque pocas cosas mejoraron en el barrio, la vida volvió a ser tolerable. Sin embargo, El viejo había vuelto y sus dominios fueron recobrados.
Miranda, que había estado en silencio, tomó la palabra.
Sus brazos se desenvolvieron con agilidad, didácticos, acompañaban sus palabras con dinamismo:
A la salida del colegio, los muchachos de su sección habían intentado jugar una pichanga.
Cuando cruzaban la curva que lleva a La Pampa, un aluvión de piedras les cerró el paso. Entonces decidió actuar. Esa misma noche había ido solo a buscar a Eulogio.
Este lo vio a lo lejos.
—No cambias, Miranda—dijo Eulogio—. Siempre fosforito.
Pero no había sido él quien lo atacó. Miranda evitó mirarme.
—Andrés —dijo Eulogio—, enséñale a esta basura qué es ser hombre.
Oscurecía pronto. Desde el cerro hasta el viejo puente, raudas nubes negras llenaban el cielo en un trazo uniforme. Miranda respiró el aire mojado del invierno y sintió cómo su respiración se aceleraba.
Andrés se acercó moviendo los hombros. Alto y atlético, muy moreno, tenía la mirada cansina, como de viejo.
—La Pampa tiene dueño ahora, Miranda —gritó Andrés—. ¿Qué mierda quieres?
—La Pampa no es de nadie —contestó Miranda—, que yo sepa.
Luego peleamos —nos dijo Miranda—, peleamos por varios minutos. Uno de los compañeros de Miranda habló:
—La pelea había terminado, no tenía sentido seguir. Andrés lo pateó en el suelo, es un animal.
—Pon atención —dijo Eulogio—, y Miranda oyó su voz desde el suelo:
“Ricardo es un buen muchacho, y no es tonto. El Viejo está dispuesto a darle una oportunidad si nos da la mano. Avísale, ya sabe dónde encontrarme”.
Habíamos llegado hasta el mercado. Las últimas tiendas cerraban sus puertas, y solo unos cuantos transeúntes subían por el jirón Madera. Seguimos por una calle sin luz. Nos detuvimos en la esquina. Al filo de la vereda se había acumulado la basura: olía a mierda y fruta podrida.
—Bueno —dijo Ricardo—. No hay otra salida que enfrentarse. ¿Quién está conmigo?
—Es una trampa —dijo Monzón—, está claro.
Lo que está claro es que esto no puede seguir así —dijo Pacheco, furioso—. Alguien tiene que enseñarles a esos desgraciados que no son intocables.
— ¡No vayas! —insistió Monzón—. El Viejo y su gente son maleantes, no creen en huevadas.
—Eulogio quiere dar el salto —dijo Ricardo—, sentirse respetado, el maldito, y estar con El Viejo es su oportunidad.
Sobre la boca, la herida de un rojo intenso parecía recién hecha. Sin embargo, mientras Ricardo hablaba, algo en su voz perdía hostilidad. Continuó:
—Al que no puedo entender es a Andrés.
Alguien había hecho correr un cigarro. Ricardo lo tomó con la punta de los dedos: aspiró fuerte.
Entonces vi por un segundo, bajo una nube negra, cómo sus ojos brillaban.
—Andrés está perdido —dijo Pacheco—. No vale la pena.
—No es por fregar —se quejó Miranda—, pero ya es la hora. Hay que apurarse.
—Sí —replicó Monzón, mirando el cielo. Pronto no habrá luz.
Hubo un silencio breve. Ricardo avanzó resuelto en dirección al cerro y lo seguí.
***
Corría brisa, las nubes pasaban muy bajo y sobre ellas se divisaba la gran cruz, levantada sobre una explanada de piedras pulidas. De noche, cuando se encendía el alumbrado, un cerco luminoso rodeaba la gran cruz de hierro y sus brazos ardían como un sol nocturno. Al filo del camino la lluvia había hecho brotar plantas y los pies resbalaban.
—Tengan cuidado—dijo Monzón—, está todo mojado.
—Llegaremos por la curva —dijo Ricardo—, luego, directo hasta La Pampa.
—Lo mejor es tomar el cerro—repuso Miranda, estratégico—. No esperarán vernos del otro lado.
Bordearon la cervecería a paso raudo. Cuadras largas y oscuras, un camino empedrado, un mercado, casas de adobe clavadas en la falda de cerro.
En otra época, Andrés y Ricardo lideraban desde allí las excursiones hacia el Mirador.
Nos reuníamos al romper el alba y hacíamos el ascenso en grupo, descansando en cada estación, donde había una pequeña cruz grabada con números romanos. Andrés iba al frente, el índice señalando el camino.
La voz de Ricardo se desbocaba:
—¡No se detengan hasta la cruz!
Íbamos hacia la cumbre, gritando, luchando contra el viento que bajaba en dirección contraria, golpeándonos los brazos, cegándonos. Andrés era el primero en llegar. Cuando los otros alcanzábamos la cima, él nos esperaba inmóvil, los ojos clavados en el horizonte. Entonces su boca se abría y un grito gutural y profundo, que parecía contener todas nuestras voces, caía hacia las faldas del cerro, como una recriminación o un anhelo.
—Eso que se ve allá también es Lima —me dijo Andrés una vez, señalando el horizonte.
Sus dedos apuntaban más allá de las nubes, simulando una órbita ascendente que unía Lima con Miraflores, barriendo calles y edificios, hasta encontrar el mar.
—Allá vive la gente de plata —dijo Andrés, con emoción—, los pitucos.
El sol había encendido sus pupilas y su voz era clara, llena de entusiasmo. Él había ido hasta el mar y siempre lo recordaba:
En el verano, las calles crecen bajo el sol y la gente camina entre columnas de árboles que dan sombra. Escoltadas por el viento, llegan hasta la quebrada de Armendáriz; un camino abierto y empinado entre los cerros.
—Esa es la bajada hacia la playa —Andrés continuó. Allí, bajo el sol radiante, ya no son hombres, mujeres o niños los que llenan la bahía, sino estatuas saladas que solo la tarde va borrando poco a poco de la arena.
Yo lo escuchaba en silencio y nos quedábamos quietos, uno cerca del otro. Pronto la tarde caía y el cielo era un lienzo negro. Bajo la cruz sin brillo apenas se divisaba el arenal.
El aire denso endurecía la tierra y la luna brillaba, cuando Ricardo y los otros cruzaron hacia La Pampa. Al atravesarla, una figura les cerró el paso. Era Eulogio.
Era noche cerrada y en la penumbra yo no podía ver, sino adivinar el rostro de Andrés; su largo cuerpo de araña, sus movimientos rápidos destacando en el conjunto uniforme de rostros cobrizos y oscuros. Cuando ambos grupos estuvieron frente a frente, una irresistible urgencia de pelear me poseyó.
—No lo creo —dijo Eulogio, al vernos. Todos reunidos otra vez como la familia que somos. El Viejo va a saltar en un pie.
Se rio. Su risa me hizo pensar en esos perros que, al aullar, solo traen desgracias.
Se dirigió a Ricardo. Este lo miró a los ojos, sin pestañear un segundo.
—Dame un abrazo, muchacho.
—El Viejo es una mierda —dijo Ricardo, con violencia—, corriendo hacia el centro de La Pampa. Una mierda, y quiero hablar con alguien que tenga huevos, no con perros.
Ahora Eulogio no sonríe. Con la palma de la mano se frota la mandíbula y lo mira, de arriba abajo y murmura para sí, conchatumadre
Ricardo avanzó resuelto, rompiendo el cerco de cuerpos que empezaba a formarse, mecánico, como en un ritual que antecede al sacrificio y a la sangre.
— ¡Andrés! —gritó, sin contenerse—. ¡Andrés maldita sea, dame la cara!
Los grupos se movieron levemente y La Pampa se llenó de voces. Estaba oscuro, pero la luna suministraba una leve claridad que escarchaba la tierra. Andrés apareció al fin.
Avanzó resuelto entre las dos columnas de sombras que se abrían a su paso. El círculo los rodeó en el acto. En el centro, Ricardo avanzaba decidido; los brazos caídos, como un mono, las rodillas hacia adelante, las piernas tensas y resueltas.
Dentro del bolsillo del pantalón Andrés apretó un puño. Sus ojos se mantenían fijos en Ricardo que se mecía a unos pasos, a suficiente distancia para evadirse en el momento justo.
De un salto estuve delante de la línea, los brazos extendidos conteniendo el avance de cualquier intruso. Cuando Andrés intentaba una aproximación, Ricardo lo controlaba con los brazos, abriendo y cerrando las manos.
Alcé los ojos. Una impertinente garúa había empezado a mojar la tierra. La pelea era lenta, calculada, una escena repetida y sin variantes. Era difícil ubicarse. El alumbrado no llegaba hasta La Pampa y los postes más cercanos estaban frente a la Alameda, a unas cuadras, de modo que solo se veían algunos manchones de luz.
Ambos rivales se conocían bien, intuían los movimientos del otro, sus maniobras eran idénticas; un continuo juego de espejos.
En otros tiempos, los dos habían peleado cuerpo a cuerpo defendido el arenal con su sangre: ahora era distinto, una muralla infranqueable los separaba.
Entonces me asaltó la idea de que era absurdo pelear por un pedazo de tierra que no valía nada.
—Eres un desgraciado —dijo Ricardo, con desprecio—. Cómo has podido unirte a esta basura, cómo puedes ser su matón, su perro.
—Pelea —dijo Andrés, sin inmutarse.
Su rostro había perdido hostilidad, pero su cuerpo se mantenía en movimiento y resuelto, con la determinación de una máquina.
—Pelea como un hombre.
Andrés dio un paso al frente. Sus ojos eran de fuego. Frenético, estiró el brazo y quedó inclinado sobre sí mismo, resistiendo el peso de su cuerpo con la punta de los pies.
Recordé entonces la navaja, la palidez del acero en la penumbra del cuarto.
Ricardo retrocedió. A medida que pasaba el tiempo la pelea lo abrumaba. Sentía de pronto que su cuerpo se paralizaría de golpe y que sus brazos no conseguirían resistir la intensidad, la fanática furia de su adversario.
Un año antes, durante el verano, había visto las barricadas en el río, cuando crecía el cauce: una barrera que contenía el estruendo del agua. El recuerdo lo estimuló. Poco a poco, mientras sus pies se asentaban en la tierra, pensó que su cuerpo era una muralla, un bloque macizo hecho de músculos y huesos, y se sintió fuerte, como las barricadas del verano.
Sin embargo, a pesar de la claridad lunar solo veía sombras. Cuando pudo reunir al fin el vigor necesario y se lanzó decidido sobre Andrés, encontró a este plantado delante de él con el brazo estirado.
—¡De lejos carajo! —gritó Pacheco—. ¡No te acerques tanto!
Cuando el contacto se hizo inminente Ricardo sintió que sus fuerzas decaían y se desplegaban sobre Andrés, desordenadas e inútiles.
—¡Infeliz! —gritó Miranda—, ¡tiene una punta!
En la penumbra creciente, la voz de Eulogio se escuchó por encima de las otras:
—¡Andrés! —gritó—, ¡muchacho, haz lo tuyo!
Andrés apretó el cuchillo con todas sus fuerzas y entonces todo su cuerpo vibró en una armonía macabra.
“No lo hará, me dije, no se atreverá”.
Ricardo se movía de un lado a otro, intentando mantener lejos a su rival. La escasa luz no lo dejaba ver con claridad. Lanzaba hacia adelante los brazos y retraía el cuerpo sobre la pierna izquierda, su punto de apoyo. Realizaba esta maniobra con destreza y la precisión de un boxeador profesional. “Si se me acerca me friego”, pensó.
Todo su cuerpo se había replegado y sus hombros bailaban sin detenerse, de modo que su cuello se pronunciaba en cada movimiento y aparecía de un lado y de otro aceitado por el sudor.
Andrés lo amenazaba, una y otra vez repetía el mismo gesto; su brazo viajaba hacia adelante en un movimiento preciso, trazando un círculo perfecto, para desaparecer en el acto a la altura del vientre. Solo entonces, Ricardo descubrió, maravillado, cómo brillaba la navaja y se estremeció.
Yo no podía más; todo mi cuerpo estaba rígido y sentía correr bajo mi piel la sangre, hirviendo como un río furioso, incontenible, buscando a toda costa desaguarse.
Delante del grupo seguí atento la pelea hasta que ambos rivales cayeron al suelo. Fue una embestida rápida, violenta, seguida de un ruido seco y cortante. Andrés se incorporó y Ricardo quedó tendido de bruces. Entonces no pude ver más y solo oí, no sé cuánto tiempo después, un grito nasal, amortiguado por un río de voces. Sentí una mano en el hombro. Era Eulogio. Su peso me dobló la espalda.
—¡Mierdas! —gritó Pacheco, lleno de furia—, ¡que alguien los siga! —y con los brazos, señalaba el borde del campo, por donde Eulogio y los otros se perdían ya, detrás de la basura, hacia lo más alto del cerro.
Alguien dijo:
—Van a reunirse con El Viejo, siempre es así: nunca se manchan las manos.
En ese momento, Miranda y los otros corrieron hacia el centro con los brazos en alto. En la tierra, boca abajo, Ricardo se tomaba el vientre. Tenía los dientes apretados y sus ojos, anhelantes, giraban en las órbitas.
—Rápido —dijo Monzón—, rápido, maldita sea, sujétenlo bien. Hay que llevarlo a la posta.
Ya casi no había luz. Distinguí entonces, entre las sombras a Andrés. Sus ojos miraban el vacío, hacia ningún punto fijo. Lo vi arrodillarse mientras hundía con furia las manos en la tierra.
De pronto, como en una explosión, retumbaron las sirenas de las patrullas y una luz roja y profunda lo inundó todo. Yo estaba inmóvil. Miranda me tomó del cuello y a toda carrera atravesamos La Pampa, en dirección contraria al cerro.
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