El gol más hermoso de mi vida[1]
Por Eduardo Chirinos[2]
Para Renato Cisneros
No creo que haya sido una decisión saludable. Los malsanos vientos de La Perla han descascarado los muros del colegio hasta convertirlos en la ruinosa y temible fortaleza que separa para siempre la ciudad de los perros. Pero tal vez fue una decisión práctica: el primer equipo peruano clasificado por sus propios méritos para un mundial de fútbol debía concentrarse en el Colegio Militar Leoncio Prado.
En ese verano de 1970 mi padre trabajaba en el colegio como jefe de batallón, lo que nos permitió a mi hermano y a mí el privilegio de presenciar los entrenamientos, y hasta tomarnos fotos con aquellos héroes que para nosotros tenían una talla mitológica. Todavía conservo fotografías (dedicadas con puño y letra) donde aparecemos al lado de Hugo Sotil, Héctor Chumpitaz, Perico León y hasta del injustamente defenestrado Luis Rubiños. A todos ellos les debo mi iniciación en los rituales del fútbol, deporte cuya práctica jamás despertó en mí el menor interés. Pero era un punto más que emocionante verlos entrenar, firmar autógrafos, hacerse bromas entre ellos y retirarse a sus dormitorios para reanudar al día siguiente el partido donde pondrían en práctica las enseñan zas del maestro Didí.
Hacia el final de uno de esos ardorosos partidos, Alberto Gallardo se benefició con una jugada maestra de Lucho Cruzado y Roberto Challe: el hombre no hizo más que recibir la pelota, levantarla con suprema elegancia y meterla en el arco, haciéndola ondular caprichosamente. Meses más tarde, en los cuartos del final de México 70, Gallardo volvió a hacer ese mismo gol en las redes del equipo brasileño. Ese gol que hizo vibrar las tribunas del Guadalajara era un gol de “hoja seca” inventado por Didí y devuelto, años después, a sus compatriotas por un pupilo peruano. Pero solo unos pocos habíamos presenciado el gol original entre las brumas de La Perla. El más hermoso gol que haya visto en mi vida.
Durante algunas semanas pude presenciar en vivo y en directo lo que la mayoría de mis amigos no podía ver ni siquiera por televisión. Poco importaba mi torpeza con el fútbol: ellos nos representarían a todos (incluyendo a los que no sabíamos jugar) y eso era suficiente. Además, gracias a la vía satélite, me tocó ser testigo de dos acontecimientos que habrían de cambiar el rumbo de la historia: la llegada del hombre a la Luna y el célebre partido de la Bombonera, donde nos clasificamos con los goles de Cachito Ramírez. Quedaban en el camino la selección boliviana (imbatible en sus cuarteles), la cariacontecida selección argentina y un árbitro cuyo sospechoso nombre ruso, Chechelev, se convirtió en un insulto popular contra vendidos y traidores. De allí en adelante, los jugadores de la selección saltaron de las modestas páginas deportivas a las primeras planas de los diarios: de qué barrio o provincia provenían, qué tipo de chicas les gustaban, cuáles eran sus platos favoritos, qué carrera les gustaría estudiar, qué mensaje tenían para el Día de la Madre. Todas sus declaraciones eran difundidas con gran despliegue de fotografías y comentarios que yo recortaba y guardaba con un fervor que ahora me resulta difícil explicar.
Por aquellos días se puso de moda una canción que se hizo más conocida que el Himno Nacional. Se llamaba “Perú campeón” y hasta hace muy poco se la podía oír en cualquier borrachera que festejara nuestro orgullo patrio. En ella había una estrofa (la más larga) que mencionaba de corrido los nombres de aquellos jugadores que no merecían otro destino que la gloria. Y era natural. Mientras el himno nos recuerda machaconamente la cruel servidumbre que día a día nos agobia, esa cancioncilla se atrevió a decir algo que nunca se había dicho en el Perú: que al menos en algún deporte podíamos aspirar a ser campeones. No lo fuimos, pero el papel fue más que honroso. Recuerdo como si fuera ayer (perdonen el lugar común) los preliminares del partido contra Bulgaria: los jugadores cantaban desentonadamente, pero con brío, el “somos libres” y aguardaban ansiosos el pitazo inicial. Ninguno de nosotros sabía dónde quedaba Bulgaria, ni tampoco Marruecos, el próximo rival que haríamos trizas; pero ni los búlgaros ni los marroquíes sabían que un lejano país llamado Perú acababa de ser castigado por un terremoto, y que por eso los jugadores estaban tan tristes, con una banda negra en el brazo en señal de duelo.
En ese partido (que no he vuelto a ver, salvo el gol de Cubillas) los peruanos aprendimos que se puede dejar el alma en el estadio y que podemos derrotar la adversidad, aun cuando estemos en franca desventaja. Con mis 10 años a cuestas lloré codo a codo con mis mayores por ese triunfo, que sentí como mío. No creo que haya peruano que no sintiera ese triunfo como algo personal. Como aquellos recuerdos que conservamos para hacerle frente a las malas jugadas que nos hace la vida.
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[1] El texto fue publicado en Bien jugado. Las patadas de una ilusión (Editorial Aguilar, 2011).
[2] Eduardo Chirinos nació en Lima (Perú), el 4 de abril de 1960. Estudió Humanidades en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Fue periodista cultural y profesor de literatura en la PUCP. Es autor de los poemarios Cuadernos de Horacio Morell (1981), Crónicas de un ocioso (1983), Archivo de huellas digitales (Premio Copé 1984).
Además, fue profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Binghamton (1999), la Universidad de Pensilvania (1999-2000) y la Universidad de Montana (2000-2016). Murió en febrero de 2016, en Missoula, Estados Unidos.
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