Por Enmanuel Grau
Las librerías de viejo en el Centro de Lima proliferan —felizmente— entre casonas herrumbrosas y cocheras oscuras como un puñado de rosas frescas. Amuralladas con pilas de libros resisten el embate de la fugacidad y el vértigo aplastante de lo cotidiano. Guarecido en esta atmósfera, José Carlos Yrigoyen (Lima, 1977) revisa con devoción un puñado de revistas, compara portadas, que, pienso, atesora. Estos espacios en donde a Borges le hubiera gustado vivir, recuerdan que la belleza y la Historia están allí para darnos una mano si queremos entender épocas oscuras, de absoluta arbitrariedad y abusos desembozados.
De abusos y transgresiones hablamos precisamente con el autor de Mejor el fuego (Literatura Random House, 2020) novela que intenta echar luces sobre la inercia de unos años en donde los sueños, individuales o colectivos estuvieron proscritos o se diluían, desgarrados como las pasiones inútiles, en los contornos de la dictadura fujimorista. Tiempos malísimos para la poesía en los que podemos reconocernos aún.
Marchamos hasta la plaza San Martín y nos refugiamos en una mesa al aire libre donde pedimos coca cola y agua. Yrigoyen habla con emoción de los poetas que admira y han marcado su aprendizaje vital y literario.
El libro que ha escrito es incómodo, su tono maleable, acepta abiertamente lecturas en clave; la violencia como destino, el dolor y la búsqueda por la identidad aplastadas en un contexto de sordidez delirante.
¿Cómo surge un libro como este, es decir, por qué sucumbir ante la idea de narrar el dolor?
Los 90 fueron años duros para crecer. Los dientes afilados de una dictadura pragmática y abusiva que eliminó las libertades y la función social de la literatura, son el telón de fondo. Yo crecí desgarrado entre mi aprendizaje vital y literario, enmarcado en una generación que se caracterizó por su conformismo. Ese dolor estaba allí, lacerando lo personal, pero en contacto con los demás. Estas carencias o contradicciones están en el libro y quería mostrarlas a través de un personaje frágil, pero no ingenuo, inocente, sino más bien sórdido, traspasado por su aceptación de la violencia.
El personaje que cuenta esta historia sufre la brutalidad de la violencia en carne propia. Esta, sin embargo, no es exclusiva, sino que golpea a quienes lo rodean…
El aliento poético y los símbolos son constantes, tanto así que he vuelto a escribir poesía. Yo no sé si el personaje representa una generación, pero sí representa un hecho capital de ese tiempo: lo que el contexto político y social del fujimorato podía hacerles a sus miembros más jóvenes, más puros. La violación de la que es víctima el narrador está cargada de resonancias políticas. No es casualidad que el libro despunte a partir del auto golpe de Fujimori; es decir, en abril de 1992. En ese sentido la novela podría leerse como la violación de un cuerpo nacional y, en consecuencia, sean evidentes las heridas de quienes sacudidos por la dictadura no pudieron realizar sus proyectos y se vieron frustrados o incluso silenciados.
La memoria como recurso para entender la Historia y mirar el abismo. ¿Cómo ha sido recordar todo aquello?
Pienso más bien que este es un libro sobre las traiciones de la memoria. Sobre aquello que se recuerda, pero de manera tergiversada, oblicua. Yo desconfío del personaje, dudo constantemente de sus palabras, pues es una voz contradictoria y subjetiva, nos acercamos al mundo narrativo desde sus prejuicios. Un narrador arbitrario que no tiene empacho en su racismo y que, sin embargo, necesita ser poseído por muchachos de barrios a los que él considera marginales. He construido un personaje sesgado, lleno de prejuicios y hasta despreciable.
El cinismo del narrador es de algún modo consecuencia de su entorno. ¿Esta violencia que cruza el libro es permeable en él e impacta en sus acciones?
Yo quería que la novela fuera contada a través de esos ojos porque así la impiedad, la falta de compasión, la violencia que envuelve los cuerpos se desarrollaría sin cortapisas. La esencia de la ficción es la libertad. Es lector quien decide y juzga desde su mirada. Esta libertad es la que busco en lo que leo. Disfruto con más entusiasmo aquellos libros en donde las ideas que se exponen están enfrentadas a mi manera de entender el mundo. Hay lectores que creen que tienen que estar de acuerdo con el libro para que este tenga valor. En esa línea, el lector que se acerca a la novela con una mirada exclusivamente moral no tiene mucho que hacer con el libro.
Si bien hay en la novela ciertas referencias este no es un libro de autoficción. ¿Cómo lo calificarías?
Este no es un libro autorreferencial. El personaje no soy yo, le han ocurrido cosas que a mí no me han pasado, no piensa como yo y ha cometido crímenes que yo no he cometido. Se ha dicho esto, pero ¿dónde está la autorreferencialidad? La llamada literatura ancilar tiene otros mecanismos que, por otro lado, aprecio y que sin embargo algunos cuestionan en sí misma, sin reparar en sus aciertos o virtudes que en libros particulares pueden aparecer, como es el caso de Mi lucha (Knausgård).
Pero has abordado el género en su momento…
Yo he escrito libros con ciertos elementos autorreferenciales, me he ocupado de mi abuelo como tema personal e íntimo. Pero este libro es distinto, hay aquí una exploración deliberadamente novelesca, de inventiva. Entiendo que haya quienes no quieren abrir miras y dicen: “Tiene que ser él porque sí; está contando su vida”. En un mundo literario como el nuestro, leer al autor a veces es inevitable y yo creo que esto empobrece la lectura. Esta es una limitación que en lo personal me he encargado de superar. Sucede también que hay autores que apenas publican un libro se enfrentan a los cuchillos, incluso sin haber sido previamente leídos.
En momentos muy duros el personaje tiende a recurrir a la poesía. El episodio de Urrutia tiene sin duda reminiscencias de tu propio aprendizaje…
Todas las novelas sin duda se apoyan en algún punto de referencia. En mi novela he intentado recrear una experiencia literaria. Urrutia, personaje de un poeta fracasado 20 años mayor que yo al que conocí en su casa de Jesús María. Era un poeta que nunca publicó, pero que ganó los juegos florales de Universidad Católica y que es premiado —como en el libro— por Antonio Cisneros. Urrutia es un sujeto lleno de prejuicios, anquilosado, que se niega a entender el tiempo en el que vive y cuya mirada ha sido desfazada tal vez por su propia frustración.
¿Cómo te gustaría —en una realidad idílica— que sea leída tu novela?
Me gustaría que en esta realidad tan poco perfecta haya un puñado de lectores que pueda comprender las aristas y rugosidades o bajos relieves que existen en el personaje y que son más sutiles de lo que parece. Que un lector pueda sentir piedad por este individuo depreciable, un tipo que ha cedido a los impulsos de la violencia y que a su vez lo mueva a la compasión, me resultaría gratificante. En este libro he intentado poetizar lo insoportable, buscar la belleza en aquello que repele y a su vez cautiva; un cuadro en el que podamos mirarnos con piedad y espanto.
Dato:
José Carlos Yrigoyen ha vuelto a repasar la poesía peruana. Otra vez en coautoría con Carlos Torres Rotondo, publicarán Hora Zero, una historia (Lustra editores, 2021). El autor afirma haber repasado la evolución del grupo poético más importante del país, cuyas luces irradian hoy todavía la poesía peruana y latinoamericana. “Hora zero está más allá de su mitología, cada uno de sus miembros justifica plenamente la vigencia del movimiento en sus obras particulares; libros que han sobrevivido a una época y que pueden leerse como nuestros contemporáneos”.
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