Por Julio Barco*
Siempre nos decían los adultos y los que saben: “No te dediques a las letras porque te vas a morir de hambre”. Y, claro, uno es terco y va contra el mundo, y decide ser escritor. Primero, en tu infancia y adolescencia, el asunto no se complica: publicas, escribes, redactas, lees, miras, observas, respiras, ardes y verbalizas todo tu itinerario. Aparecen eventualmente los libros y las giras por el interior del país, amigos y enemigos florecen como una pandemia. Y el virus de la poesía ya infecta totalmente tu cuerpo. Entonces, buscas en tus bolsillos y solo encuentras ripios, papelitos con números telefónicos ininteligibles, o simplemente nada.
Mi abuela, por ejemplo, cuando me veía gastando mis propinas en libros me decía: “Libros compras, libros vas a comer”. Y aquí recuerdo a Saramago, quejándose de que, así como nos obligan a hacer ejercicios, ¿por qué diablos nadie nos obliga a ejercitar nuestro cerebro? Es decir, ¿por qué diablos nadie nos obliga a comer, por ejemplo, un cuarto de poemas con medio kilo de ensayos filosóficos? Otra imagen: la estatua de César Vallejo, poeta del hambre y de la miseria humana como también de la esperanza, en una plazuela del Centro de Lima. Si nos acercamos, sigilosamente, veremos al poeta de adusta mirada, casi fúnebre y –observando bien el cuadro– unos versos de Eielson. Leamos: “Gracias oh Padre César/ por hacer siempre/ el pan purísimo/ por darnos siempre el alimento del ser”. No estoy absolutamente seguro de que los versos eielsonianos sean así tal cual, pero ese es el mensaje: pan y comida, alimento y ser. Pues así como algunos, como máxima, buscan llenar la barriga y no la mente, nuestro Vate Mayor nos alienta a seguir cocinando esa medicina del lenguaje que es el poema.
Hablo de comidas y de morirse de hambre porque justamente ahora, en medio de la pandemia más grande de siglo XXI, lo que más atemoriza es la ausencia de comida. Una gran mayoría de la población está justamente al borde de morir o de hambre o contagiada por el virus. Si bien es cierto que para muchos románticos –pienso, por ejemplo, en Rousseau, que prefería vestirse de modo andrajoso para desentonar con la falsa moral e indumentaria de su tiempo, o en Diógenes, que prefería dormir en un barril, beber agua con las manos y masturbarse donde le dé la gana para cuestionar la falsa moral griega– el hambre era parte de sus vidas, para la mayoría de la población el hambre no es un asunto romántico, sino vital, urgente.
En la literatura encontramos más ejemplos: Hamsun, con su novela Hambre, donde justamente cuenta las peripecias de un periodista enjuto y hambriento; o Trópico de Cáncer, de Miller, donde el personaje pasa penurias y vive con pulgas y se mal alimenta mientras lucha por ser escritor; o –viajando en el tiempo– libros picarescos como El Lazarillo de Tormes donde el protagonista sufre mil aventuras por algunas migajas de pan o un chorro de vino; o el cuento de Rulfo, “Es que somos muy pobres”; o la novela El coronel no tiene quién le escriba de García Márquez, que termina con uno de los mejores finales de la historia de la literatura latinoamericana: “–¿Entonces qué comeremos?” Y responde: “–Mierda”. O aquellos versos donde, el Viejo Indecente, pensaba en los niños de la calle, y que en “la calle todo tiene dueño”.
El hambre, la soledad, la miseria son temas recurrentes en la literatura de todos los países. Temas que atraviesan la poesía oriental, europea, latinoamericana, etcétera. Pero, ¿por qué mueren de hambre los escritores? ¿Acaso no es porque la sociedad no los integra a sus actividades, no les da el valor y aprecio justo de los que, en suma, organizan y escriben el espíritu de cada espacio y tiempo? Hace poco, leyendo a Antonio Gamoneda, llegué a uno de sus ensayos justamente sobre la pobreza y la poesía. Entre otros miles de detalles, tanto en relación a lo biológico como simbólico, y de lo simbólico a lo religioso y místico, el Premio Cervantes nos hablaba de cómo la pobreza y la poesía mantienen un vínculo muy raro, muy curioso, muy estrecho. Mencionaba, por ejemplo, el caso famoso de Juan de la Cruz, el poeta místico, de extrema sensibilidad.
Esto, me lleva a pensar que la literatura, en todas sus etapas y formas, modos y sentidos, logra encontrar una fibra esencial e inherente que conecta las experiencias humanas. Ahora que los alimentan escasean, que una cebolla cuesta el doble de su precio, que las frutas se ausentan de las mesas, que el café se reduce, y se cierran las pollerías en las avenidas. Ahora que no hay, en suma, comida y muchos sufren, ahí, en el estómago, pienso en todos los escritores que, aunque vivieron las miserias, levantaron en esos trances, y sin escatimar fuerzas, el ímpetu de sus obras. Unos versos de Tulio Mora, en su necesaria obra Cementerio General, pintan de luz titilante la cueva: “La pobreza hizo de mí el artista que todos elogian”. De pobres muertos de hambre está lleno la literatura. Sin ir muy lejos, el gran Miguel de Cervantes nunca pudo gozar del dinero de sus obras y murió en la pobreza, como muchos poetas y escritores de todo el mundo.
Hoy almorcé arroz, con papa y cebollas, nada más. En plato largo, el arroz humeaba y dibujaba hileras desiguales. Pienso que el arroz y la papa son los alimentos más frecuentes en las mesas de los peruanos no porque sean los preferidos sino por su valor económico. Recuerdo a Oswaldo Reynoso, en cierta entrevista, explicando cómo algunas personas en el mundo podían beberse vinos que costaban el sueldo de trabajo de toda la vida de un peruano atado a la rueca de oficios. En nuestras regiones, siendo tan ricos en miles de alimentos, tenemos que vivir en base a unos productos restringidos.
Sé que hay muchas personas que hoy no comerán aquí y en el mundo entero. Sé que hay muchos extranjeros en mi país que buscarán algo en los basurales, junto a otros jóvenes, niños, ancianos. Sé que no todos tendrán un plato de sopa caliente, un pan, un vaso de café tibio. Mientras me llevo el último pedazo de arroz pienso en todos los que no pueden llevarse nada. Pero también creo que hay otra hambre, que es necesaria llenar: la de ideas, el infinito río de conocimiento, el hambre de crecer y hacer acciones imposibles. El hambre por lo imposible debe ser llenado con una perpetua y furiosa plenitud. Sin ella, es muy complicado, pues, romper las ataduras y rituales que toda época tiene. Sin ella, es imposible aquel acto llamado rebelión. La propia imaginación es ávida de imposibles. Es que el ser humano no solo vive de pan, sino también de sueños e ilusiones, dado que su esencia es la posibilidad. Y –como dijo el poeta– solo en sueños es libre el hombre. Quizá en esos sueños el mundo podría ser como aquellos versos de Vallejo donde se invitaban a que todos los humanos, por fin, puedan desayunar juntos y en paz al pie de la mañana eterna.
Chiclayo, 2020.
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* Julio Barco (Lima, 1991). Autor de los libros Me da pena que la gente crezca (2012) y Respirar (2018). Es director creativo de la revista Poetiq Express, que difunde poesía del interior del país; y jefe del festival de poesía en los conos Poético Río Hablador. Colabora en páginas webs como Literalgia, periódico Irreverentes. Por Youtube sube poemas leídos en su cuenta Río Poético. Dicta talleres de poesía en Lima. Actualmente es director editorial de la web: lenguajeperu.pe
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