Flora Tristán nació en el año 1803, y murió cuarenta y un años después. Su vida relativamente breve fue, sin embargo, una vida riquísima en experiencias y a través de ella nosotros podemos vislumbrar los grandes temas y los grandes problemas de la sociedad francesa y europea de su época. Ella era hija de un militar peruano-español avecindado en el Perú: el Perú formaba parte todavía de España cuando Flora Tristán nació. Y su nacimiento fue, ella lo descubriría solo después, una tragedia porque el coronel don Mariano Tristán no se casó guardando todas las formalidades. Estaba destacado en Bilbao, en donde conoció a una francesita, Teresa Laisney (o Lainé), que había huido con toda su familia de la revolución y se había domiciliado allí. Para un militar español casarse con una francesa exigía un trámite, unos permisos, unas licencias que el coronel don Mariano Tristán no hizo y su matrimonio, que se llevó a cabo gracias a un curita francés, también exiliado en Bilbao, no tuvo ningún valor legal. La pareja se trasladó a Francia; allí nació Flora Tristán, y cuando ella tenía apenas cuatro años y medio el coronel, don Mariano Tristán, murió de un sincope. Vivían en un barrio residencial de París, en Vaugirard, en una casa que Flora Tristán recordaría siempre como un paraíso que, seguramente, con la vida difícil y sacrificada que tuvo su memoria idealizó. Y entonces, como no tenía unos papeles que justificaran heredar esa mansión, Flora Tristán y su madre fueron arrojadas de ese paraíso y condenadas a vivir miserablemente; luego de haber vivido en uno de los barrios más elegantes, fueron a vivir en uno de los barrios más pobres de París, en la plaza Maubert, un barrio lleno de borrachos, vagabundos y gentes de mal vivir. Cuando era muy jovencita Flora Tristán, su madre consiguió emplearla en un taller de grabados como obrera colorista, obrera que coloreaba los grabados que realizaba el dueño llamado André Chazal, que tenía esta pequeña imprenta. El señor Chazal, que era mayor, se enamoró de esta jovencita y la madre prohijó estos amores e impulsó a su hija a casarse con su jefe. Flora Tristán se casó con André Chazal y el matrimonio fue un desastre. Duró apenas cuatro años y en ellos Flora Tristán tuvo tres hijos, dos de los cuales morirían en tierna edad y sobreviviría solo una niña, llamada Aline, que sería la madre de Paul Gauguin. El matrimonio fue para Flora Tristán una experiencia traumática; descubrió no solamente que no quería a ese señor, al que la ley había convertido prácticamente en su amo, sino también que detestaba la servidumbre que representaba el vínculo matrimonial, y entonces en esa muchacha que no tenía casi formación, que no había recibido ninguna educación regular, brotó con una fuerza incontenible que no la abandonaría hasta su lecho de muerte, ese apetito de libertad, que es el elemento crucial en su vida y motor que guiaría prácticamente toda su conducta. Descubrió, al mismo tiempo, que detestaba la institución que sentía como una esclavitud, que no había manera de librarse de ella, pues no existía el divorcio y la separación, si no era consentida, tampoco existía. Y a pesar de ello Flora Tristán dio un paso que la convirtió, desde el punto de vista legal, en una delincuente. Abandonó su hogar, abandonó a su marido, pese a los esfuerzos de su madre, que le dijo que una mujer que deja a su marido es poco menos que una perdida y si el marido la denuncia la llevan presa, como delincuente. Pero ella no pudo resistir esa servidumbre y corrió el riesgo, y entonces inició la vida que tenemos que conocer más a través de la imaginación y la adivinación, porque no hay fuentes sobre ella. Empezó a esconderse y a huir, siempre con el temor de que don André Chazal la denunciara como prófuga, de que la policía la buscara y la encerrara en la cárcel como una esposa indigna y una madre desnaturalizada. ¿Qué cosas hizo en esos años oscuros? No lo sabemos. Hay suposiciones bastante fundadas de que trabajó en los miserables oficios en los que podía trabajar una persona que carecía de instrucción, que era el caso de la inmensa mayoría de las mujeres de su tiempo: como empleada doméstica o como obrera. Lo que sí se sabe es que, en un momento dado, se empleó como dama de compañía (un eufemismo) de una familia inglesa a la que acompañó en sus viajes por Europa. Pasó unos años en Inglaterra porque aprendió el inglés, un país que siempre detestaría. Londres fue siempre una ciudad maldita para ella. Seguramente porque la condición de empleada doméstica en una familia inglesa significó para Flora Tristán, la mujer que amaba tanto la independencia y la Libertad, un verdadero suplicio.
Así pasan muchos años en la vida de Flora Tristán. Siempre moviéndose, viviendo en la oscuridad, escondiéndose y con el temor de ser un día descubierta y enviada a prisión. Un buen día, en una hostería de París, un señor que estaba cerca de ella a la hora de la comida, oyó que la dueña de la pensión pronunciaba su nombre, doña Flora Tristán, su nombre de soltera. Entonces se acercó a ella y le dijo: “Usted se apellida Tristán. ¿Usted no será pariente de unos Tristán del Perú? Yo soy marino. Hago viajes regularmente hacia América del Sur, he estado muchas veces en el sur del Perú, en la ciudad de Arequipa, y allí la familia Tristán es la familia más poderosa e influyente. Yo conozco a don Pío Tristán, que fue tío de los últimos virreyes del Perú y uno de los primeros presidentes de la República”. Y Flora Tristán descubrió así que el hermano de su padre, don Mariano Tristán, era un personaje poderosísimo en el remoto Perú. Y le escribió una carta, diciéndole que ella era su sobrina carnal, que le gustaría muchísimo conocer a su familia peruana, que su madre había tratado de ponerse en contacto con ella a la muerte de don Mariano y no lo había conseguido. Muchos meses después, don Pío Tristán le contestó.
En la carta, Flora Tristán había cometido un error que luego lamentaría amargamente. Le había contado la dificilísima situación de la familia a la muerte de su padre, por la naturaleza irregular del matrimonio en España, que carecía de valor legal. Don Pío Tristán le envió un pasaje para que viajara al Perú y así cambió radicalmente el destino de esta mujer, todavía joven, apenas treinta años, que se embarca un buen día, en Burdeos, en un barco de pasajeros llamado el “Mexicano”, en el que había diecinueve hombres. Ella era la única mujer. El viaje de Flora Tristán, de Burdeos a Valparaíso, es de por sí una aventura apasionante. La travesía duró seis meses y, en ese lapso -hay pruebas de ello-, el capitán se enamoró de Flora Tristán. Es fácil deducir, asimismo, que los otros caballeros, entre tripulantes y pasajeros, también se enamoraron de ella. Pero, aparentemente, ella resistió todas las tentaciones y llegó a Valparaíso sin compromiso, haciéndose pasar por una mujer soltera. En Arequipa, la familia Tristán la recibió con los brazos abiertos y allí, durante cerca de diez meses, vivió una vida que era poco menos que de sueño, con una familia enormemente próspera y de ínfulas aristocráticas, que la trataba como una verdadera reina. La noche que llegó le regalaron una esclava y así conoció de cerca la esclavitud, una institución que en Francia ya había desaparecido hacia bastante tiempo. Y descubrió también un país, que era una República recientísima, pero que estaba todavía impregnada de las instituciones, las costumbres, los usos, los prejuicios de la era colonial. Todo ello lo describiría luego al regresar a París, un año más tarde, en un libro hermosísimo, Peregrinaciones de una paria, un libro donde ella dio un paso absolutamente insólito para su tiempo, el paso de la franqueza total. En ese libro no solo se limita a referir su viaje al Perú, sus aventuras peruanas, sino que cuenta su vida con una libertad de palabra insólita, asumiendo su condición de hija ilegítima, de mujer bastarda a la que esta “falta” de nacimiento condena en la vida a una suerte de marginalidad. Cuenta el honor que significó para ella el matrimonio y cómo a través del matrimonio descubrió la condición de servidumbre, de ciudadana de segunda clase, que era la condición de la mujer, la absoluta falta de protección legal en que se encontraba y su inferioridad, desde todo punto de vista, frente al hombre. Este libro fue escrito de una manera espontánea y sin elegancia ni calidades literarias que, evidentemente, ella no tenía; ya digo, que su formación era mínima y siempre la avergonzaron las faltas de ortografía que tenía que hacerse corregir.
A pesar de todo ello, el libro tuvo un éxito enorme en París, y de la noche a la mañana convirtió a Flora Tristán, esta desconocida, esta paria, como se llamó a sí misma, en un personaje popular en el medio intelectual. Comenzó a visitar los salones, se hizo amiga de escritores y artistas y empezó a figurar en las publicaciones de la época. Allí apareció André Chazal, esgrimiendo esos fueros que le concedía la ley como marido abandonado por una mujer moralmente indigna para la moral de la época, a la que entonces se dedicó a perseguir judicialmente. Existía el rumor de que Flora Tristán había regresado del Perú rica, dueña de una herencia, y uno de los motivos por los cuales André Chazal inició una persecución legal contra su mujer -lo era y no podía dejar de serlo puesto que el divorcio no existía y la separación legal no se la había concedido- era la supuesta fortuna que había traído del Perú doña Flora Tristán. La historia de esta persecución judicial es también de por sí una novela de aventuras; sirve sobre todo para ver la condición de indefensión en que se encontraba una mujer en Francia, una sociedad supuestamente avanzada y a la vanguardia de la modernidad en su tiempo.
Y luego, un buen día André Chazal la espera en la puerta de su casa, en la rue du Bac, con dos pistolas. Le dispara la primera y no consigue disparar la segunda paralizado por una sensación, o de culpa o de miedo, con lo cual Flora Tristán se salva milagrosamente de morir, pero se queda con una bala junto al corazón que la acompañará el resto de sus días. Dos médicos muy conocidos de la época la atienden, tratan de extraerle la bala, no lo consiguen, le advierten que desde entonces, con ese metal que tiene allí cerca del corazón, ella debe llevar una vida extremadamente calma, prudente, serena, sedentaria, y ella hace exactamente lo contrario.
El haber estado a punto de morir, el haber sido humillada públicamente en ese juicio, se convierte para ella en una experiencia que elabora y reelabora, y de la cual saca unas conclusiones sorprendentes y admirables: la necesidad de luchar, de luchar con todas las fuerzas de que es capaz para remediar esa situación, para cambiar esa sociedad donde las mujeres siguen siendo ciudadanas de segunda clase, desprotegidas y relegadas a meros instrumentos de placer para el hombre o sombras, dice ella, furtivas en un mundo exclusivamente masculino en todo lo que es importante
Flora hace un viaje a Londres y escribe, luego de pasarse cuatro meses en la capital de lo que era entonces el centro de la Revolución Industrial, un libro también admirable, que se llama Paseos en Londres. Gran parte de estos cuatro meses los pasó disfrazada de hombre, para poder entrar a todos los sitios que ella quería conocer y describir en su libro, y donde no estaban autorizadas las mujeres, como el Parlamento británico, al que las mujeres no tenían acceso. Pero también para entrar al mundo de la noche y de la catacumba, al mundo de la prostitución donde ella veía justamente, en su expresión más descarnada, la condición discriminada y explotada de la mujer. Visitó los prostíbulos, visitó los bares pecaminosos y en su libro presenta las escenas que son verdaderamente espeluznantes de la otra cara de la Revolución Industrial, que significaba, por supuesto, el progreso, la modernización y, además, el primer paso a lo que sería una revolución tecnológica, científica, económica y política en el mundo entero.
Lo que el libro nos dice es que es extraordinario lo que está ocurriendo en estas fábricas pero, al mismo tiempo, que esta revolución industrial tiene un precio, un precio en sufrimiento, un precio en sacrificios y quienes pagan, ante todo, el precio de esta extraordinaria transformación son las mujeres. Describe los talleres, donde las mujeres ganan la tercera parte, a veces la quinta parte que los obreros por un trabajo idéntico. Describe la absoluta y total desprotección en que se encuentran los trabajadores y, sobre todo, las trabajadoras; describe las cárceles que ella visita y los manicomios. En ese sentido, Flora Tristán es una de las pensadoras más avanzadas de su tiempo, una de las primeras personas en ver, tanto en la locura como en la delincuencia, la manifestación de una problemática social. La locura como resultado de la desesperación a que conduce la miseria, la marginación, la falta de perspectiva en el mundo; y una de las primeras en condenar, de manera muy enérgica y sistemática, el que se permitiera trabajar a los niños. Describe talleres que funcionaban con niños de siete a diez años, que prácticamente no ganaban sino que recibían meras propinas, y también el hecho de que los niños fueran juzgados por los tribunales exactamente como los adultos y enviados a las cárceles. Su descripción de estas, donde hay niños de ocho, de diez años, cumpliendo penas, son verdaderamente espeluznantes. Allí, en Inglaterra, ella concibe de pronto una idea que será de alguna manera la que pocos años después y de manera mucho más elaborada, menos romántica, más intelectual y más sólida, desarrolle Karl Marx, la idea de que la transformación radical de la sociedad la harán las víctimas de esa sociedad; es decir, los explotados, los obreros, quienes no tienen más que ofrecer en el mercado que su fuerza de trabajo.
Ella concibe esta idea: “En realidad, nosotras las mujeres, luchando solas, nunca vamos a transformar la sociedad. Vamos a ser atacadas, frenadas, reprimidas, y nuestra lucha será un sacrificio inútil. Hay que unir a las mujeres con las otras víctimas de la sociedad, que son los obreros, los trabajadores explotados”. Cuando ella habla de obreros no solamente habla de trabajadores industriales, habla también de trabajadores artesanos, de campesinos, y dentro de esta denominación incluye a todas las víctimas, a quienes están en una condición de inferioridad en la sociedad. Y entonces ella dice: “Eso es lo que hay que hacer, vamos a unir a las mujeres y a los obreros de Francia, de Europa, del mundo. Y con eso vamos a crear una fuerza irresistible que va a transformar profundamente la legislación y que va a hacer de la libertad, por fin, un derecho al alcance de todos los seres humanos sin excepción”.
Este es el proyecto que ella llamará La Unión Obrera. Escribe rápidamente un librito, de ciento y pico de páginas, y regresa a Francia poseída de una especie de entusiasmo místico e inmediatamente comienza a poner en práctica esta idea, que es una utopía más dentro de las muchas utopías decimonónicas. Empieza a tener reuniones con las mutuales obreras. No existían los sindicatos. Es apasionante imaginarla entrando a discutir con estos dirigentes de las mutuales que no estaban acostumbrados a ver entre ellos a una mujer; una mujer que no era, además, una obrera, sino, desde su perspectiva, una intelectual, una señora de sociedad y que les hablaba con una energía y con una convicción contagiosas. Además respondía con igual energía y a veces ferocidad a cualquier síntoma que denotara en sus auditorios el prejuicio contra ella, porque tenía faldas y no llevaba pantalones. Consigue así instalar los primeros comités, y entonces quiere ir más allá y decide hacer una gira, primero por Francia y después por toda Europa, creando los comités de esta internacional, aunque ella no use la palabra, pero eso era, una internacional, porque no reconocía fronteras. Las fronteras nacionales, dentro del designio de Flora Tristán, no existían. Entonces, y a pesar de que los médicos le dicen que es una verdadera locura en su estado, con una bala allí junto a su corazón, someterse a un esfuerzo de esa índole, inicia una gira que dura exactamente ocho meses, por todo el sur y el suroeste de Francia. Es una gira de la que ella lleva un diario, que es un texto extraordinario sobre esta mujer extraordinaria, en la que con una voluntad realmente de acero se enfrenta a toda clase de obstáculos, desde la desconfianza de los propios obreros que muchas veces la rechazan y la hostilidad de las mujeres de los obreros que le hacen manifestaciones -en algunos sitios la insultan y la llaman prostituta porque piensan que quiere seducir o corromper a sus maridos en estas reuniones a las que los invita-, hasta sufre la hostilidad de la fuerza pública, de la policía, que le prohíbe las asambleas, que registra su cuarto de hotel y le decomisa sus documentos. Y al mismo tiempo, ella no se desanima, sino al contrario, mantiene siempre un entusiasmo y una voluntad contra la que su organismo va pareciendo cada día más débil, más enfermo. Es una verdadera experiencia de sacrificio y de voluntad contra la adversidad realmente extraordinaria.
Así llega a Burdeos, donde simplemente el cuerpo no le da más; a los dos días de llegar la habían invitado a un concierto que daba Franz Liszt, en el gran teatro de Burdeos y allí, en medio del recital, se desploma desmayada. Una pareja de sansimonianos, otros utopistas de la época que la admiraban, la llevan a su casa. Allí agoniza, allí muere y allí la entierran. Un centenar de obreros acompañan su cadáver hasta el cementerio de La Cartuja, donde está enterrada.
La utopía de Flora Tristán no se realiza, pero de alguna manera ella siembra una semilla. Una semilla que irá germinando poco a poco hasta que, un siglo y medio después, muchas de las cosas con las que soñó, por las que luchó, pasan a formar parte ya de la realidad o, si no de la realidad, de la agenda política, de las instituciones, de los partidos, y de las personas democráticas del mundo.
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