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Vladimir Nabokov: ¿Cómo son los buenos lectores y los buenos escritores?

En sus clases magistrales de literatura, el autor de Lolita y La defensa de Luzhin también brindó consejos a futuros escritores.

Nabokov entomólogo. Su fascinación a las mariposas es tan conocida como su amor al ajedrez y la literatura.

Durante su estancia en Estados Unidos, Vladimir Nabokov enseñó Literatura en el Wellesley College y en la Universidad de Cornell, entre 1940 y finales de 1950. El análisis de obras como Casa desolada de Charles Dickens, Madame Bobary de Gustave Flaubert, La metamorfosis de Franz Kafka o Ulises de Joyce se convirtieron en clases magistrales que hasta hoy son referentes para los que estudian estas obras o la misma obra del autor de Pálido fuego.

En estas clases, que fueron reunidas en el libro Curso de literatura europea (editorial RBA, 2012), Nabokov no solo analiza las obras de grandes autores de Europa, sino también brinda consejos a sus alumnos desde su perspectiva y experiencia. Su visión del mundo, la vida y del arte son repartidas en cada clase.

Algunos de estos consejos se pueden leer en la introducción de las clases, titulado “Buenos lectores y buenos escritores”. En él, el autor de Lolita y La defensa de Luzhin, explica cómo son o deben ser, desde su punto de vista, los buenos lectores y los escritores.

Soltar los prejuicios, estimular la imaginación, dejar de lado los lugares comunes, reinventar el mundo, desarrollar sentido artístico y científico, releer y releer, entre otros, son algunos consejos que el escritor ruso intenta transmitir a sus alumnos.

A continuación, resumimos lo que Nabokov recomienda tanto a lectores como a futuros escritores:

A los lectores: alejarse de los prejuicios  

Al leer debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos. Nada tiene de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reunir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose del libro antes de haber empezado a comprenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bobary, con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención ese mundo nuevo, entonces y solo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.

A los escritores: reinventar el mundo

El tiempo y el espacio, el color de las estaciones, el movimiento de los músculos y de la mente, todas esas cosas no son, para los escritores de genio (por lo que podemos suponer, y confío en que suponemos bien), nociones tradicionales que se pueden sacar de la biblioteca circundante de las verdades públicas, sino una serie de sorpresas extraordinarias que los artistas maestros han aprendido a expresar a su manera personal. La ornamentación del lugar común incumbe a los autores de segunda fila; estos no se molestan en reinventar el mundo; solo tratan de sacarle el jugo lo mejor que pueden a un determinado orden de las cosas, a los modelos tradicionales de la novelística. Las diversas combinaciones que un autor de segunda fila es capaz de producir dentro de estos límites fijos pueden ser bastante divertidas, pese a su carácter efímero, porque a los lectores de segunda les gusta reconocer sus propias ideas vestidas con un disfraz agradable. Pero el verdadero escritor, el hombre que hace girar planetas, que modela a un hombre dormido y manipula ansioso la costilla del durmiente, esa clase de autor no tiene a su disposición ningún valor determinado: debe crearlos él. El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: “¡Anda!”, dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y poner nombre a los objetos naturales que contiene. Esas bayas son comestibles. Ese bicho moteado que se ha colado veloz en mi camino se puede domesticar. Aquel lago entre los árboles se llamará Lago de Ópalo o, más artísticamente, Lago Aguasucia. Esa bruma es una montaña… y aquella montaña tiene que ser conquistada. El artista maestro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente.

 

“Un buen lector es aquel que tiene imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico”.

A los lectores: no solo leer, sino releer

A propósito, utilizo la palabra lector en un sentido muy amplio. Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un “relector”. Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo eso se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cuadro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familiarizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque le conjunto entero y pueda apreciar luego los detalles. Pero en una segunda, tercera, o cuarta lectura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cuadro. Sin embargo, no debemos confundir el ojo físico, esa prodigiosa obra maestra de la evolución, con la mente, consecución más prodigiosa aún. Un libro, sea el que sea –ya se trate de una obra literaria o de una obra científica (la línea divisoria entre una y otra no es tan clara como generalmente se cree)–, un libro, digo, atrae en primer lugar a la mente. La mente, el cerebro, el coronamiento del espinazo es, o debe ser, el único instrumento que debemos utilizar al enfrentarnos con un libro.

 

“Puesto que el artista maestro ha utilizado su imaginación para crear su libro, es natural y lícito que el consumidor del libro también utilice la suya”.

Lolita es la novela más conocida de Nabokov. Fue llevada al cine por Adrian Lyne (1997) y Stanley Kubrick (1962).

A los lectores: no identificarse con un personaje, mantener la distancia

Hay al menos dos clases de imaginación en el caso del lector. Veamos, pues, cuál de las dos es la más idónea para leer un libro. En primer lugar está el tipo, bastante modesto por cierto, que busca apoyo en emociones sencillas y es de naturaleza netamente personal (hay diversas subespecies en este primer apartado de lectura emocional). Sentimos con gran intensidad la situación expuesta en el libro porque nos recuerda algo que nos ha sucedido a nosotros o a alguien a quien conocemos o hemos conocido. O el lector aprecia el libro sobre todo porque evoca un país, un paisaje, un modo de vivir que él recuerda con nostalgia como parte de su propio pasado. O bien, y esto es lo peor que puede hacer un lector, se identifica con uno de los personajes. No es este tipo modesto de imaginación el que yo quisiera que utilizasen los lectores.

Así que, ¿cuál es el auténtico instrumento que el lector debe emplear? La imaginación impersonal y la fruición artística. Tiene que establecerse, creo, un equilibro armonioso y artístico entre la mente de los lectores y la del autor. Debemos mantenernos un poco distantes y gozar de este distanciamiento a la vez que gozamos intensamente –apasionadamente, con lágrimas y estremecimientos– de la textura interna de una determinada obra maestra. Por supuesto, es imposible ser completamente objetivo en estas cuestiones. Todo lo que vale la pena es en cierto modo subjetivo. Por ejemplo, puede que vosotros allí sentados no seáis más que un sueño mío, y puede que yo sea una de vuestras pesadillas. Lo que quiero decir es que el lector debe saber cuándo y dónde refrenar su imaginación; lo hará tratando de dilucidar el mundo específico que el autor pone a su disposición. Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes.

A los lectores: tener sentido artístico y científico

Cada cual tiene su propio temperamento; pero desde ahora os digo que el mejor temperamento que un lector puede tener, o desarrollar, es el que resulta de la combinación del sentido artístico con el científico. El artista entusiasta propende a ser demasiado subjetivo en su actitud respecto al libro; por tanto, cierta frialdad científica en el juicio templará el calor intuitivo. En cambio, si el aspirante a lector carece por completo de pasión y de paciencia –pasión de artista y paciencia de científico–, difícilmente gozará con la gran literatura.

La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neandertal gritando “El lobo, el lobo”, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que el chico llegó gritando “El lobo, el lobo” sin que le persiguiera algún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centellante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura.

A los escritores: el escritor es narrador, maestro y encantador

La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.

Volviendo un momento al muchacho cubierto con pieles de cordero que grita “El lobo, el lobo”, podemos exponer la cuestión de la siguiente manera: la magia del arte estaba en el espectro del lobo que él inventa deliberadamente, en su sueño del lobo; más tarde, la historia de sus bromas se convirtió en un buen relato. Cuando pereció finalmente, su historia llegó a ser un relato didáctico, narrado por las noches alrededor de las hogueras. Pero él fue el pequeño mago. Fue el inventor.

Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace un gran escritor.

Al narrador acudimos en busca de entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta: esta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no solo en busca de una formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. ¡Ay!, he conocido a personas cuyo propósito al leer a los novelistas franceses y rusos era aprender algo sobre la vida del alegre París o de la triste Rusia. Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes y el esquema de sus novelas o de sus poemas.

Las tres facetas del gran escritor –magia, narración, lección– tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremecimiento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfield Park, o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenernos un poco distantes, un poco despegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo le artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.

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