El poeta asesinado
Escribe: Julio Ramón Ribeyro*
La muerte de Javier Heraud bajo las balas irresponsables de un grupo de soldados no es más dolorosa ni sublevante que la muerte de tantos campesinos u obreros caídos anónimamente por haber intentado luchar contra la explotación. La muerte de Javier Heraud es simplemente más significativa, porque es la primera vez, en el Perú, desde la época de Mariano Melgar, que un artista, un poeta, no se limita a protestar de viva voz, en poemas o firmando manifiestos, contra la injusticia social, sino que paga con su vida su amor a sus ideales.
Los ideales de Javier Heraud no son, como los presenta la prensa de la reacción, producto exclusivo de una ideología «extremista», sino que son los ideales de todos los jóvenes que han mirado su país, que lo han amado, que lo han comprendido. Son los ideales de una juventud consciente y desesperada, generosa y decidida, que ha perdido la fe en 150 años de vida republicana, de promesas, de esperanzas siempre frustradas, de trampas electorales, de oligarquías, de cuartelazos, de embusteros que suceden a embusteros, de traiciones, 150 años de estafa cotidiana y renovada a las aspiraciones esenciales del pueblo peruano. Los ideales de una juventud que ha hecho el balance de nuestra «democracia» y ha sentido el legítimo derecho de conquistar por la fuerza lo que jamás será obtenido por el avenimiento.
Los asesinos de Javier Heraud no son los soldados que dispararon contra él, ni el jefe que les dio la orden, ni la institución uniformada convertida en máquina represiva. Los asesinos de Javier Heraud son un sistema contra el cual él quiso combatir y que autoriza la muerte legal de quienes luchan por vivir en un país justo. Pero no es un sistema vacío, sino un sistema formado por hombres, por nombres. Nosotros sabemos quiénes lo forman, quiénes corrompen las instituciones para conservar las manos limpias y asesinar por procuración. Sabemos cómo se llaman, desde qué periódicos escriben, a qué poderosos patrones obedecen, qué pasiones los animan, qué oscura ceguera los devora y cómo, por qué, cuándo deben morir.
La muerte de Javier Heraud es una enseñanza dolorosa e irreversible para los escritores, para los intelectuales que se plantean cada día con mayor urgencia el problema de la acción. Por un lado, diríase que Heraud ha querido demostrarnos, a nosotros, a sus mayores, que la palabra es pequeña, que la palabra es inútil y que más eficaz que escribir un poema o un panfleto es coger un fusil. Pero al mismo tiempo, con su ejemplo, ha ilustrado la fragilidad de la vida y los escollos del entusiasmo. Él nos ha enseñado que no debemos dejarnos matar. Él ha ido a morir por nosotros y su muerte, que nos concierne de tan cerca, es, paradójicamente, una invitación a la vida, al combate.
Cada cual tiene la muerte que merece. Hay muertes bellas así como hay muertes que dan vergüenza. La muerte de Javier, que él mismo eligió, es hermosa como un cántico, como una escena de la mitología. Más tarde, cuando triunfen las fuerzas liberadoras, una plaza, una calle, quizá un colegio o un río lleven el nombre de Heraud. Esto no le devolverá la vida ni consolará a nadie. Pero los que ahora están ciegos comprenderán que Javier fue un héroe. Un héroe de nuestra revolución.
París, mayo 21, 1963.
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