Texto de Néstor Valdivia
Al terminar la secundaria hablé con mis padres y les dije que aún no estaba preparado para postular a la universidad y que me sentía perdido en los estudios. Estuvieron molestos conmigo por algún tiempo pero al fin comprendieron que no serviría de nada obligarme a continuar algo que no quería y me dejaron tranquilo.
El domingo siguiente compré el diario y busqué un trabajo eventual en el que estuve dos meses porque no soportaba el ritmo de trabajo ni los horarios. Me levantaba a las cuatro de la mañana para estar a las seis en el taller como ayudante de un viejo cascarrabias al que no le soportaba su lenguaje procaz ni el agresivo olor de sus axilas. Él tampoco soportaba mi presencia ni mis quejas y llegamos al acuerdo de entendimiento.
El viejo procuraría no mandar a la mierda o granputear a todo cada 5 minutos si yo prometía no pasarme todo el día bostezando, pero no pude hacer nada sobre sus hedores. Me avergonzaba reclamarle por el fétido olor a cebollas de sus sobacos. Sin embargo, en el fondo, el viejo me caía bien, hizo más llevadero el trabajo. Sobre todo después de las comidas y en la modorra de las tardes, con sus historias de cuando trabajaba en el puerto como estibador.
Disfrutaba mucho sus relatos de borracheras de dos días con sus compañeros en los prostíbulos, de cómo se reñía puñal en mano o a pico de botella con alguno que osaba mantenerle la mirada por más de cinco segundos y orgulloso levantaba sus mangas de la camisa para mostrarme las cicatrices que había recibido, de cómo se gastaba la semana de pago entre las piernas de las putas más cotizadas del Trocadero.
Cuando me echaron de la empresa organizó una pequeña despedida en una cantina de mala muerte donde los fines de semana todos los obreros de las fábricas de la zona terminaban para gastar lo ganado en las horas extras. Era una casa de un solo piso y a medio construir, de techo a media agua, con el frontis cubierto de una maraña de enredaderas de espinas que ardían al tacto y de flores amarillas que por las noches inundaba al ambiente con un olor dulzón y bastante molesto. Saludó y lo saludaron como a un viejo amigo, no me sorprendió.
Fuimos con dos compañeros y nos sentamos alrededor de una mesa próxima al patio interior de tierra, desde donde se veían los cuartuchos con techo de esteras cubiertos con plásticos azules para evitar las garúas en invierno y las cortinas a modo de puertas hechas de manteles y sábanas viejas. Era la única zona privada del lugar. El viejo se levantó de la silla y señalándonos se disculpó por un momento ya que tenía algo importante que hacer. Claro, lo dijo del único modo que él podía hacerlo:
-Ni se les ocurra irse conchadesumares, voy por un polvo.
Se acercó a una señora diminuta de caderas bastante amplias y desproporcionadas, cuyo cuerpo era equilibrado por un par de tetas descomunales, rebalsadas por el escote y estriadas en surcos blanquecinos. Le recibió con los brazos abiertos y se relamieron en un beso tan soez como 2 moscas copulando sobre el plato del almuerzo recién servido pero, a la vez, tan profundo y tenaz como la mordedura de una araña, así de doloroso era su amor.
El viejo sopesó los mofletes caídos de la mujer y, entre risas y nalgadas, se fueron a una habitación contigua. Volvió al cabo de una hora con la camisa desabotonada, con la velluda panza abovedada al aire y sonriendo satisfecho se sentó en una de las sillas farfullando:
-Esta chola cuesta 20 lucas y culea como si le pagaras 50, pero igual no se las pagué.
Soltó una de sus acostumbradas carcajadas estrepitosas que acompañaba con golpes de puño sobre la mesa. Cogió un vaso y mientras le vertía el aguardiente no pudo evitar una mirada fugaz al cuarto, donde había estado minutos antes y que ahora estaba siendo ocupado por otro señor descamisado.
-Todas son unas putas -sentenció.
Bebimos toda la noche y tuve que tolerar sus eructos avinagrados tras cada copa hasta el amanecer. Esa fue la última vez que lo vi, entre los vómitos de las 6 de la mañana y luego de que en grupo me pagara el servicio de la putita más joven del local.
Después de ese primer empleo seguí dedicándome a trabajos eventuales, poco remunerados y bastante mecanizados. Me bastaba con ganar unos centavos para poder mantener una vida divertida pero austera, con casi ni un lujo. Lo suficiente, sobre todo, para evitarme las molestias en casa. La mitad de la ropa que poseía la llevaba puesta encima y mis gastos estaban regidos por lo poco que tenía en la billetera.
Un año más tarde, ya aburrido de mis rutinas de fines de semana volvió la idea de estudiar algo formal. Entré a la universidad y me pasé 6 años descubriendo muchas verdades y muchas más mentiras sobre mí. Con relaciones esporádicas y tan eventuales y rutinarias como mis propios empleos. Volví a trabajar, ya con mi título bajo el brazo y sacando cuentas me vi que estaba ganando tan mal como cuando era adolescente. Claro, monetariamente el pago era superior pero el cheque no me alcanzaba para cubrir mis gastos básicos y sólo llegaba a fin de mes gracias a los préstamos que me hacían mis padres. Un día en la oficina, mientras escribía un informe en la computadora, descubrí con horror y mucho pesar, que a mi jefe, de camisa y corbata elegantes, también le apestaban las axilas.
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