Por Enmanuel Grau*
Trendelemburg, de Eduardo Borjas Benites (Dendro ediciones, 2025) y publicado por primera vez hace una década, es un libro fundamental y también decisivo: relevante como respuesta a la necesidad de diálogo –discusión posible, o tajante rechazo– con la tradición poética en el Perú, de Verástegui a Oliva, y de riesgo, en relación a su propuesta de síntesis y final de camino.
Porque en la poesía de Borja ‘el recorrer’ y ‘el transitar’, son equivalencias del viaje, un viaje de tramo y distancias acotadas, que emprenden sujetos heridos, hacia calles vacías o en dirección a los hospitales, pero de hondura, en cuanto al símbolo donde siempre: ‘entre los densos carriles la noche es’.
El libro se conforma en tres movimientos Ritual de los espasmos, El paisaje desnudo y Epílogo de la danza, que funcionan como ríos o arterias dentro del gran cuerpo que es la ciudad, un cuerpo aterido o enfermo, donde, sin embargo, algo todavía resiste, un extrañamiento que podría ser en sí mismo la voz que da cuenta, soporta y atraviesa, en Trendelemburg (posición médica, pies arriba, para facilitar una intervención quirúrgica o permitir el correcto tránsito del flujo sanguíneo) un lugar que excede todo lo posible.
En los versos más acertados de Borjas, acaso maniatados por el lenguaje de la calle, esa voz fresca que nos aleja y libera de un estilo libresco, contienen en su interior la raíz de la duda y de la reflexión, dos aspectos que hacen del libro un libro moderno, más allá de cualquier referencia gratuita, que, en algún momento, hizo eco en nuestra poesía, más como artilugio que como propuesta:
…por esas calles sicodélicas meadas
se arrastraba pesado tu sueño / tu dolor
que era también el sueño y el circuito de la sangre
en los hospitales y en el cuerpo
que era el mismo sueño de un sinfín de piedras
bloqueando las carreteras del sur
pero nada interrumpía a tu sueño
que en su camino equivocado al sol
insistía en tirarse por la ventana cada tarde
nada lo interrumpía
ni siquiera la voz de la muchacha
gritando en la plaza Dos de Mayo
que ella era la luz que iluminaba
ese paisaje de muros calcinados
la luz que prestaba su luz a los postes
y hacía reverdecer los cables en los campos
en medio de una cruel ola de accidentes’
La ciudad, sus avisos neón, y sus ruinas y esa voz plural que se reduce hasta ser peso individual, alivio o delirio, está muy bien representada en sus hedores y en sus rosas que aún crecen o resisten en los páramos y en los fogonazos de los parachoques de una poética sin frenos, por la carretera de la tradición peruana que enrumba, inerme también, hacia el futuro.
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