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La poesía tiene memoria: tres libros fundamentales, tres entrevistas

Marco Zanelli Berríos resalta tres libros sobre, como él mismo señala, «lo que significa escribir y habitar en poesía».

Juan Ramírez Ruiz, Jorge Pimentel y Enrique Verástegui, miembros del grupo poético Hora Zero. Fuente: Archivo personal de Jorge Pimentel.

En el siguiente artículo, el autor destaca los libros El sentido de la soledad de Roger Santiváñez; Destino: vagabunda de Carmen Ollé; y Poesía en rock, de José Carlos Yrigoyen y Carlos Torres Rotondo. Además, conversa con los autores.

Escribe: Marco Zanelli Berríos*

1

Si en 1968, en vez de aterrizar en México D.F., el joven Roberto Bolaño hubiese llegado con su familia a Lima, es probable que no le hubiese ido tan distinto. Quizás se habría sentido más o menos como en casa, en un lugar donde la misma efervescencia, la misma mezcla de poesía y calle, de manifiestos y patios húmedos, de vida sin timón y en el borde del delirio, aguardaba por él. Los materiales, en efecto, estaban allí, listos para que con ellos armara su novela Los detectives salvajes.

Entre los años sesenta y setenta, la poesía en Lima distaba de ser un mero adorno cultural. Se vivía con la misma intensidad desordenada con que se vivía el rock o el amor en un verano febril, como si el mundo estuviera a punto de explotar. Se trataba de una urgencia que se metía debajo de la piel, de una creencia casi quijotesca: que escribir podría, de alguna manera, salvarte. De aquella vocación de kamikaze y de ese sentido de comunidad, da cuenta Poesía en rock, un libro documental de José Carlos Yrigoyen y Carlos Torres Rotondo, dupla que tiene en su haber títulos como Crimen, sicodelia y minifaldas. Un recorrido por el museo de la Serie B en el Perú 1956–2001 (Mutante, 2014) y Hora Zero. Una historia (Pico y Canto, 2021).

Publicado originalmente en 2010 y reeditado en una versión ampliada en 2024 por la editorial Altazor, el libro es menos un documento oficial que un collage de voces. A través de testimonios orales, rescata el espíritu de aquellos grupos poéticos que surgieron como hongos en un paisaje urbano y estético en ebullición. Se juntaban en bares, firmaban manifiestos, leían poemas como si fuesen declaraciones de guerra. Sus nombres, Estación ReunidaHora ZeroLa Sagrada FamiliaKloaka, resonaban con una promesa de rebelión.

Esta nueva edición incorpora fotografías de encuentros míticos — como el célebre duelo poético entre Antonio Cisneros y Jorge Pimentel — así como testimonios de poetas que no pudieron ser parte de la versión original (algunos ya habían fallecido). Tal vez el mayor acierto de esta revisión haya sido rescatar del archivo extractos de Juan Ramírez Ruiz, figura fundacional de Hora Zero.

Primera y segunda edición de “Poesía en rock”, de José Carlos Yrigoyen y Carlos Torres Rotondo. (Fuente: collage propio)

Yrigoyen y Torres Rotondo concibieron el libro como una alternativa a los relatos establecidos, a menudo sesgados por el paso del tiempo o por las luchas de poder en el canon. Como me explicaron, la omisión principal que vieron en las publicaciones existentes era que no había un libro que “histografiara la vida personal y común de los poetas de los sesenta, setenta y ochenta, décadas convulsas tanto en lo social como en lo creativo”. Su pretensión fue “unir esos retazos y formar un collage que diera una forma al caos”, hilvanando una gran cantidad de fuentes dispersas en un volumen que no promete una verdad única, sino más bien una “serie de versiones parciales que coinciden, se enriquecen, se contradicen o abiertamente se niegan a sí mismas”.

El libro se adentra en el lado B de la época, valiéndose del testimonio para ofrecer, mediante una profusión de voces, un panorama sin filtros. En ese sentido, los autores creen que el aporte del volumen consiste en “desafiliarse de toda versión oficial” y dar cabida a la mitología inherente a la historia oral. “Sabemos que en nuestros libros confluyen verdades, medias verdades y abierta mitología por parte de los involucrados”, me cuentan. “Podría ser un reflejo bastante fiel de los discursos humanos en cualquier lugar y tiempo”.

A pesar de su regreso, Poesía en rock nos recuerda que el espacio social que la poesía ocupaba en la época se ha perdido. “Es un hecho que se corrobora revisando el escaso lugar que mantiene en la prensa cultural (salvo alguna excepción loable), el cada vez más contado público que conserva (aunque siempre existirá un reducto de fieles) y el predominio casi absoluto de los discursos audiovisuales y de la narrativa sobre la poesía en este nuevo siglo (…) Todo está muy sectorizado, las intersecciones entre esos sectores son escasas y casi nunca tan amplias como podrían ser. Asimismo, cabe preguntarnos si la poesía de hoy, como la de esos años, ha logrado encajar en los signos y llamados de su tiempo”, dicen Yrigoyen y Torres Rotondo.

Lima, 1982. El grupo Kloaka reunido en El Agustino. De izquierda a derecha: Mary Soto, Domingo de Ramos, José Velarde, Róger Santiváñez, Mariela Dreyfus, Edián Novoa y Guillermo Gutiérrez.

Si la poesía conversacional dejó una huella a través de voces como las de Cisneros o Hinostroza, ¿cuál dirían que es el legado de movimientos como Estación Reunida, Hora Zero o Kloaka? ¿Qué rasgos persisten — o se han diluido — en las nuevas generaciones?

Esos grupos condujeron una famosa frase de Cisneros (“La poesía del sesenta se quitó el terno y se puso al blue jeans”) a una radicalización: con ellos la poesía peruana, su poesía, no solo usaba blue jeans sino que se internó en la periferia, merodeó en los márgenes y extrajo nuevos personajes y situaciones con las que hablar de un país que cambiaba demasiado rápido y de modo incierto. Ahí está la poesía de Pimentel, Ramírez Ruiz, Nájar, Mora, Málaga o de Cesáreo Martínez (más bien insular) para demostrarlo. Esa es una huella que trasciende a voces postreras y recientes, como puede observar cualquier lector de Manuel Fernández, Victoria Guerrero y otros más.

No todo rockero es un poeta, pero a lo mejor todo poeta lleva consigo un espíritu rockero. ¿Creen que esa pulsión de incomodidad, de romper formas, de desafiar a la autoridad, sigue presente en la poesía peruana actual? ¿O se ha domesticado ese impulso?

Creemos que la incomodidad y el desafío al poder son elementos valiosos de toda juventud que no se acepte anquilosada. Ahora, ninguno de esos factores basta para escribir buena poesía. Olvidamos a veces que los poetas de esas camadas no solamente eran airados y radicales en sus formas públicas, sino también atentos lectores y estudiosos de poesía de distintas lenguas y épocas. Que muchos de ellos se sumergieron en ella de una manera a veces caótica pero no por ello menos honda, y que ese sustrato colaboró en darle una dirección y una estética a su virulencia. Uno investiga sobre las jornadas creativas de Juan Ramírez Ruiz o de Enrique Verástegui y se admira al encontrarse con poetas que ejercían la poesía como un trabajo serio, el más importante del mundo, mientras leían decenas de libros de toda clase y almacenaban toda experiencia intelectual y vital en pos de su objetivo.

Ahora bien, queda claro que ese horizonte utópico en el que creyó la generación del 68 hoy ya no existe. Vivimos en un mundo más individualista en el que las nociones de grupo y de cambio social no ocupan en la mente de los poetas el lugar que ocupaban antes.

De otro lado, no todo poeta tiene un espíritu rockero. Hay poetas con una visión conservadora de la vida que pueden ser muy buenos. No es necesario ser rockero para escribir poesía. Ni siquiera tener aficiones musicales. El oído con el lenguaje y el oído relacionado con el arte de la música están en dos órdenes distintos.

Jorge Pimentel en duelo poético contra Antonio Cisneros, en 1972. Fuente: Facebook de José Carlos Yrigoyen.

2

Uno de los testimonios más sabrosos de Poesía en rock es el de Roger Santiváñez. A los dieciséis años, después de devorar con fervor adolescente Estos 13, dejó su natal Piura y se mudó a Lima con la idea de estudiar Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lo que encontró en esas páginas lo marcó para siempre: “Era una maravilla leer poesía de los jóvenes, unos pocos años mayores que yo nomás. Me abrió un mundo: uno podía escribir como le diera la gana, no tenías que sujetarte a ninguna regla de la poesía tradicional que te enseñan en el colegio”, me dice ahora.

Esa primera conmoción, entre ingenua y heroica, puede leerse en El sentido de la soledad: Memorias (1961–2001), publicado en 2022. Ahí Santiváñez cuenta que, en las vacaciones de julio, viajó a Lima en pleno invierno para buscar a los poetas de Estos 13. Pero una mañana entró al bar Palermo de La Colmena y no los halló. “Con frecuencia leo y releo esa poesía que deslumbró mi primera juventud y siempre siento la prístina alegría de aquella hora inicial. Parafraseando a Calvo podría decir: ‘Y me emociono como la primera vez’”, recuerda.

La estancia limeña, de todos modos, se prolongó. Y eso le permitió pasar por tres movidas literarias distintas: La Sagrada Familia, la segunda etapa de Hora Zero y, más tarde, Kloaka, grupo que él mismo fundó y lideró en los años ochenta. “Pasar por estos movimientos sin duda moldeó mi visión de la poesía”, sostiene.

Quien lee El sentido de la soledad tiene la impresión, por momentos, de estar frente a una novela de aprendizaje. ¿Fue pensado desde el inicio como un bildungsroman, o esa deriva apareció sobre la marcha?

Apareció sobre la marcha. Ese libro se fue construyendo solo, a medida que lo escribía. En realidad yo jamás pensé escribir un libro de memorias. Lo que pasa es que — al morir mi hermano mayor en 2017 — se me vinieron una ruma de recuerdos encima y entonces decidí escribir algo en su homenaje. Y me salió el primer capítulo del libro que rememora los veranos piuranos en un balneario del Bajo Piura. En ese momento me provocó continuar. Inmediatamente después, al ritmo de la composición, le iba dando la estructura con la que fue publicado el libro. Y justo me encontré con Jerónimo Pimentel en la Feria del Libro en Lima, y me propone escribir un libro de memorias que, coincidentemente, ya estaba escribiendo.

Roger Santiváñez ha publicado poemarios ineludibles en nuestra tradición como “El chico que se declaraba con la mirada” y “Symbol”. Créditos: Mito Tumi.

Hay más de un pasaje donde aprovechas para hacer una crítica velada — y a veces frontal — a ciertos climas políticos, literarios y afectivos. ¿Cuán complicado es escribir sobre personas o contextos que aún respiran cerca, sin caer en el ajuste de cuentas ni en la autocensura?

Es difícil, sin duda. Pero yo he tratado de componer un testimonio real de lo que me tocó vivir en todas aquellas circunstancias en que la vida me puso. No he pretendido atacar a nadie, ni ensalzarlo tampoco. He buscado contar la verdad de lo que me pasaba a mí y a la gente que me rodeaba, según mi punto de vista más honesto. No me he autocensurado en nada. Quizá sí es un ajuste de cuentas con mi pasado político, literario y afectivo; en el sentido de una revisión muy íntima y personal de mi experiencia individual y en el contexto de la diversa coyuntura histórica de la sociedad peruana en la que me movía. Es cierto que toco temas o gente que aún respiran cerca, pero mi ánimo es estrictamente testimonial. Dejar un documento para las futuras generaciones, si esto es posible, claro. De hecho es complicado testimoniar la vida de los demás pero mi deseo ha sido testimoniar primero mi vida; el asunto es que uno no vive solo, sino rodeado de otra gente, entonces es imposible hablar de uno sin hablar de los que estaban con uno, rodeándolo, en los distintos avatares de la existencia.

De un tiempo a esta parte, has fagocitado tu propia biografía: además de El sentido de la soledad, has publicado Camarada bailarina y Kloaka & los subterráneos: el instinto de vivir. ¿Qué te empuja a ese regreso tan intenso sobre tu propio pasado? ¿Es una forma de exorcismo, de relectura, o de reinvención?

Son bacanes las posibles interpretaciones que tú le das, amigo mío, y te las agradezco. Pero la verdad es que sencillamente he querido dejar testimonio de mi tránsito por este mundo. Es decir, aquella especie de crónica autobiográfica que es El sentido de la soledad, nació -como te comentaba- tras la muerte de mi hermano mayor y se me desencadenaron los recuerdos piuranos de mi niñez y adolescencia, así como los de la juventud limensi y mis trabajos poéticos, rockeros y pan lucrare hasta mi salida del Perú en 2001 hacia Estados Unidos con una beca para hacer el doctorado en Temple University. La Camarada bailarina, partió de un recuerdo sobre Maritza Garrido Leca, buena amiga mía, antes de plegarse a la insurrección de Sendero Luminoso y mi deseo de testimoniar la época de la guerra interna a través de mi experiencia personal en relación a ese histórico asunto, tratando de explicarme también las razones del mismo. Kloaka & los subtes es una recopilación — básicamente — de artículos sobre ambos temas, escritos desde hace unos 20 años en distintos medios, más algunos poemas de aquellos días kloakenses que jamás había publicado. Los gráficos y diagramas que trae el libro son una contribución especial de la editorial Pesopluma que agradezco porque le da un plus al libro y ayuda a comprender muchas cosas respecto a la historia tanto del rock subterráneo (al que me tocó estar vinculado desde la primera hora en 1985) como del Movimiento Kloaka que — igualmente — me tocó fundar junto a la joven poeta Mariela Dreyfus, en aquel tiempo de inocencia que era, para nosotros, la Lima de 1982.

3

Si Roger Santiváñez parece encarnar la bandera de los movimientos poéticos, Carmen Ollé sería la cara opuesta de la moneda. Se la suele vincular a Hora Zero, pero lo cierto es que nunca se sintió parte de ningún grupo. “Siempre he sido más solitaria que sociable”, me escribe en un correo. “Si me incorporaron en Hora Zero fue porque, al estar casada con Enrique Verástegui, era como si automáticamente me adoptaran”.

En 1981 publicó su primer libro Noches de adrenalina. No parecía un debut, sino un golpe en la mesa. Sexualidad, escatología, erotismo, crítica a la cultura occidental. Todo mezclado con registros que se rozaban y se repelían: testimonial, irónico, científico, político, hiperrealista. El humor negro hacía de pegamento. Desde entonces, Ollé escribe novela, cuento y poesía con una libertad que cruza géneros como quien cambia de calle y levanta la mirada de lo íntimo para atravesar lo social, y viceversa.

Si alguna vez sintió pertenencia, fue con las poetas de la generación de 1980: Patricia Alba, Mariela Dreyfus, Giovanna Pollarolo, entre otras. “Eso se debió a que los organizadores de recitales y congresos nos convocaban juntas, además de ser todas muy amigas de Blanca Varela, a quien veíamos con frecuencia. Alrededor de Blanca pasábamos horas disfrutando de su compañía en su casa de Barranco o en un café”, dice. En tiempos de críticas furibundas en exceso, incluso llegaron a firmar cartas conjuntas, pequeñas trincheras de sororidad cuando el machismo era regla.

Carmen Ollé fue galardonadda en 2015 con el Premio Casa de la Literatura Peruana.

Esta voluntad de escribir desde el margen, de habitar el afuera, se percibe en Destino: vagabunda, las memorias que publicó con Peisa en 2023. El libro no es una confesión ni una autobiografía al uso. A veces se retrae, a veces se detiene en una imagen, una calle, un recuerdo prestado. ¿Qué entiende Carmen Ollé por “memorias”? ¿Qué quería evitar?

“Algo que tenía muy claro es el placer que me produce leer memorias, biografías, crónicas históricas, etcétera, siempre que no sean egocéntricas, necesito ir de la mano del autor o autora hacia otros lugares, escuchar a muchos actores, por eso leo y releo las memorias de Nina Berberova; libros sobre el exilio como el de Mercedes Monmany, o El ocaso de la aristocracia rusa de Douglas Smith, por ejemplo. Algunas autobiografías me resultan aburridas precisamente porque se detienen solo en ese yo cargante que se mira el ombligo, pasa lo mismo con ciertos compendios de cartas de escritores que no dicen nada de su época ni de su entorno, solo hablan de sí mismos. Cuando escribía mi último libro ya había introyectado aquello que podía gustarme si al ser otra me leyera a mí misma”, responde.

En Destino: vagabunda, el “yo” no parece ser lo más importante. Sí, existe una voz que viaja y recuerda, pero más que afirmarse, parece diluirse en las lecturas, en los paisajes cambiantes, en las ciudades que atraviesa. ¿Fue esa una elección consciente o el resultado de una deriva vital?

En realidad, mis experiencias vitales siempre van de la mano de mis lecturas literarias; no puedo dejar de desdoblarme cuando me pasa algo en la realidad, de inmediato lo comparo o lo asocio con algún pasaje que encontré en un relato o con la visión de un poeta. Incluso cuando me casé con el poeta Enrique Verástegui e íbamos a su casa familiar en San Vicente de Cañete, por la carretera, la vista del desierto de esta costa limeña me transportaba a otros desiertos y tiempos remotos.

En mis memorias, también quise hacer una reflexión sobre escritores y obras para compartir con mis lectores. A la vez, intenté verme a través de ellos. Lo hice desde adolescente con los cómics -que llamábamos chistes- de la editorial Novaro, que aún conservo. Por ejemplo, dos ejemplares sobre Wolfgang Goethe, traté de emular pasajes de uno de ellos: Goethe en el campo leyendo, yo en un parque de Lince.

Publicado por Peisa en 2023, “Destino: vagabunda” confirma la vocación híbrida de la escritura de Carmen Ollé

En su trayectoria confluyen el poeta, la novelista y la cronista. ¿Cómo dialogan entre sí esas voces dentro de usted? ¿Hay una que se impone sobre las otras al momento de escribir, o depende del territorio que desea explorar?

Desde mi primer libro hay una tendencia en mí a usar distintos géneros literarios. En Noches de adrenalina, la parte teatralizada. Lo que se refuerza en Por qué hacen tanto ruido, escrito como un poema mediante asociaciones líricas, fragmentos que tienen esa condición, aunque con el deseo de contar una historia. Desde entonces, mis libros son híbridos, y cada vez con más ahínco y sin esfuerzo cruzo la barrera de los géneros, no es un método tan racional sino una manera personal de escribir.

En una época donde las memorias tienden al ajuste de cuentas o a la autocelebración, su libro se planta más bien desde la incertidumbre, el desplazamiento y la observación crítica. ¿Qué papel juega la ética en su forma de narrarse?

Eso lo dejo al ojo avizor. Mi manera de hacer ajustes de cuentas es la inmersión en un ambiente, actividad o un personaje para el señalamiento de los detalles que reflejen mejor la verdadera naturaleza de pensamientos, acciones, prejuicios y estereotipos tanto de las personas como de las obras literarias.

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* Marco Zanelli Berríos es comunicador. Ha trabajado en medios peruanos como RPP Noticias y Latina. Publicó en la antología Andanzas y reescrituras: apuntes para perderse en Lima (2022).El artículo original fue publicado en https://medium.com/@mzanelliberrios

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