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Las «profesionales»: ¿qué tan útiles son los eventos para salvar el mundo?

A partir de la novela The Call Girls, Marc Dourojeanni hace una reflexión sobre las reuniones para debatir el futuro de la humanidad y que, en la mayoría de casos, no sirven para nada

Las “profesionales”1

Autor: Marc Dourojeanni2

 

A principios de los años 1980 leí el libro «The Call-Girls” (Las Prostitutas) publicado en 1972 por el escritor británico de origen húngaro Arthur Koestler. Este libro siempre ha estado presente en mi mente por su descripción, asombrosamente precisa, de lo que yo mismo experimenté en aquellas décadas, cuando aún creía que era posible contribuir a conservar la naturaleza aceptando invitaciones para participar en eventos que debatían el futuro de la humanidad. Al leer esa novela, cuyo final ni siquiera recuerdo hoy, comencé a darme cuenta de que mis pretensiones de contribuir a mejorar el mundo por ese camino eran fútiles y que, sin saberlo, estaba empezando a comportarme como los personajes de Koestler.

La trama del libro, según recuerdo, gira en torno a un grupo de científicos, todos famosos, cuyo objetivo es debatir los problemas ambientales del planeta y extraer conclusiones que ayuden a los gobiernos a gobernar mejor. Supongo que Koestler se inspiró en el Club de Roma, que, por aquella época, comenzó a desarrollar su teoría de que los recursos naturales no bastarían para sostener a la población humana a finales del siglo pasado. Pero lo que importa en este caso es su relato sobre los participantes, su comportamiento y la realidad que se esconde tras sus rostros serios. En este punto, el libro y mis recuerdos coinciden tanto que solo escribiré lo que mi memoria me dicta:

En la gran mesa de reuniones para dos docenas de personas se encuentran acomodados los ancianos ya importantes y los jóvenes inteligentes y ambiciosos que solo pueden hacerse notar si sus discursos son radicales. También están los científicos puros y otros, muy prudentes, por no decir indecisos, que trabajan para los gobiernos; las mujeres tan feas como sabias y astutas; y las otras, apetitosas y coquetas, que son un deleite visual. También está el profesor ruso que se peina distraídamente la espesa barba blanca y obviamente sueña con la botella de vodka que reposa en su dormitorio; el asesor gubernamental que anuncia su salida anticipada en cada reunión para reunirse con su importantísimo jefe; los dos o tres representantes del mundo subdesarrollado africano y latinoamericano, indispensables para legitimar las decisiones de los demás; el veterano esnob británico «mitad artista, mitad científico» que pinta acuarelas en medio de la sesión, aunque siempre logra añadir una palabra conciliadora y oportuna a la discusión; el que escribe o lee cualquier cosa mientras «finge escuchar» en su afán por imitar al personaje anterior; el inevitable indio que no se cansa de intervenir y a quien nadie entiende; el japonés que no abre la boca ni siquiera cuando se le pregunta; y muchos que, entre una intervención y otra, miran intensamente las agradables formas de las pocas damas dignas de ser miradas en la sala, en su mayoría las solícitas secretarias.

Las discusiones fluctúan, prolongándose por horas y continuando en sesiones privadas, cócteles y cenas, o en pequeños grupos en bares de hoteles. Se forjan alianzas para favorecer a un proyecto o país, o para bloquear una u otra iniciativa. Pero la mayoría de las conversaciones se reducen a meros chismes, críticas maliciosas e intercambios de información personal sin sentido, simplemente para pasar el rato. Todo esto se ve avivado por el alcohol en abundancia y la comida buena y abundante, típica de los hoteles de cinco estrellas que suelen albergar estas reuniones. De noche y hasta el amanecer, las puertas se abren y cierran discretamente para nuevos y viejos amores internacionales, conocidos por todos y siempre tolerados con elegancia, como debe ser entre personas de mente abierta.

Cada año, se gastan muchos millones de dólares en reuniones para «salvar el mundo», ya sea sobre ambiente, salud, agua, hambre, agricultura, vivienda, derechos humanos, etc. Estas pueden abarcar desde pequeñas reuniones, como la descrita anteriormente, hasta grandes reuniones con muchos miles de delegados, participantes y asistentes que simplemente escuchan. La industria de las reuniones es tan grande que se considera una especialidad turística y, para eso, se han construido centros de eventos en todas las ciudades que desean ser respetadas. Como segmento turístico, esta industria es indudablemente importante, pero su contribución a la sociedad, en términos de costo-beneficio, es muy baja.

Cabe recordar que la mayor parte de los congresos, conferencias, asambleas, convenciones, simposios, seminarios, foros, talleres y otros eventos similares solo tienen el propósito de democratizar o popularizar decisiones previamente tomadas por los más poderosos o por los más sinvergüenzas. Incluso en las raras ocasiones en que las decisiones son fruto de un consenso honesto, podrían haberse obtenido a un costo varias veces inferior, especialmente con menos participantes. Cuantos más participantes, más cháchara, pero se justifica respaldar el resultado o, por lo menos, para que cada uno de los que asistió pueda, al volver a su oficina, decirle a su jefe “mantuve nuestra posición” o «presenté una moción» y, por supuesto, “fui muy aplaudido”. En algunos eventos, si el participante se lo propone seriamente y con mucha paciencia, se puede aprender algo. Pero, en general, se trata de una pura pérdida de tiempo y de malgasto de dinero.

Volviendo a Koestler y a mi propia experiencia en cientos de eventos en los que he desempeñado desde un papel pasivo hasta uno protagonista, solo puedo confirmar que, en muchos casos, el apelativo de «call girls» o, si lo prefieren, chicas de programa, está justificado. Eso es en lo que nos convertimos, a menudo, aquellos que asumimos que tenemos la capacidad o el derecho de hablar en nombre de la nación o de la humanidad.

Nos invitan, con los gastos pagados, a menudo a los rincones más bellos del mundo, para que se escuche nuestra opinión. Pero, al igual que ocurre con las chicas de programa tradicionales, en realidad la invitación es solo para amenizar el evento, para validar lo que los más poderosos ya han decidido y, tal vez, incluso para entretenerlos. Y, al igual que les sucede a ellas, tarde o temprano nos cansamos de lo que hacemos y, a veces demasiado tarde, incluso llegamos a avergonzarnos. Total, siempre aparecen “call girls” más jóvenes y atractivas para ocupar el lugar de las viejas. Y hay muchos y muchas que nunca abandonan ese rol, en el que se especializan.

 

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1. Versión mejorada y en español de una nota publicada en portugués, el 1º de marzo de 2005, en OEco, Rio de Janeiro (https://oeco.org.br/colunas/16387-oeco-16029/)
2. Profesor emérito, Universidad Nacional Agraria, La Molina, Lima, Perú.

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