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¿Martín Adán poseía el mismo nivel de genialidad que César Vallejo?

En el siguiente artículo publicado en 1985, año de la muerte del autor de La casa de cartón, el poeta Marco Martos hace un paralelo entre la obra de Martín Adán y la de César Vallejo, dos genios de la literatura peruana.

Imagen: Composición BBVA

Martín Adán: una palabra volada de la sien

Autor: Marco Martos*  

 

Antes que cadena de anécdotas, o que bohemio contumaz, fue un escritor, poeta principalmente, que no estuvo sometido a moda literaria alguna sino que sirvió de todas aquellas que se acomodaban a su magin, a su estro, a través de un permanente ejercicio de la escritura que a pesar de algunos silencios, duró más de medio siglo, desde la aparición de La casa de cartón en 1928. De entonces para acá, de las particularidades propias de su estilo peculiarísimo -y de pocos escritores de cualquier país o época puede decirse que tienen un estilo peculiarísimo- puede trazarse un paralelo, con aquel otro poeta que según consenso es su par: César Vallejo (1892-1928).

Así como en Vallejo hay un libro inicial, Los heraldos negros (1919), que sorprende en su momento porque entrecruza en muy justas proporciones la tradición reciente de su momento, el modernismo, con un gran afán innovador, con un aliento propio, una audacia expresiva inusual en la poesía peruana, del mismo modo en La casa de cartón Martín Adán se pondrá a la vanguardia de la narrativa en su momento, con tanta calidad que ahora el texto se ha convertido en un clásico de las letras peruanas. Y así como el lector de 1919 no podía permanecer indiferente a Los heraldos negros, el lector de 1928 tenía que admitir que el relato de Martín Adán era sustancialmente diferente a todo cuanto se había hecho en prosa en el Perú. Como todos los innovadores de la prosa europea, como Proust o Musil, Martín Adán transforma la visión del pormenor, obliga al lector a dejar de ser un espectador privilegiado y, si cabe la contradicción, en un tempo lento -porque el relato es, como la imagen subjetiva que tenemos los peruanos del Barranco de principios de siglo, modoso, circunspecto, piano, pianísimo-, lo somete a un torbellino de imágenes que van acercando o alejando los objetos a través de sucesivos lentes verbales ora para miopes, ora para présbitas, exigiendo un esfuerzo desacostumbrado del lector. El relato no es una crónica ya, ni una aventura, sino una vivencia personal transformada en una arquitectura de palabras. Pertenece al reino de la ucronía, la especulación de qué habría ocurrido si Martín Adán hubiese persistido en la ficción; sin seguir la especulación cabe suponer, dado el talento que nadie puede negarle, que el panorama narrativo, por su presencia e influencia, hubiera sido harto diferente, más rico en todo caso, al casi exclusivamente indigenista que quedó delineado a partir de 1935 con Ciro Alegría y José María Arguedas.

La comparación de Martín Adán con Vallejo puede continuarse si pensamos que la etapa de Trilce (1922) del vate liberteño, puede encontrar su parangón en Travesía de extramares (1950) de Martín Adán, aunque es menester también señalar diferencias. En Trilce, como lo han señalado algunos de los críticos más acuciosos, Vallejo somete al lenguaje castellano a una dura prueba; formalmente rescata arcaísmos, pero su intención última es expresar situaciones extremas, el sufrimiento principalmente, para las que el lenguaje al uso en ese momento no estaba preparado. Vallejo mantiene sin embargo un nexo con la tradición modernista y es vanguardista, no por moda, sino por una necesidad íntima. En el caso de Martín Adán entre los poemas Underwood que aparecen en La casa de cartón y los sonetos a Chopin de la Travesía de extramares hay un largo tanteo poético, todos esos poemas que aparecen con el título de Itinerario de primavera (1927-1932) en la edición de EDUBANCO 1980 o Narciso al Leteo y otros poemas (1934- -1940), con las notables excepciones de La rosa de la espinela (1939) у los Sonetos a la rosa (1941-1942); el hecho meridiano es que estas dos colecciones de poemas confluyen hacia la última etapa de experimentación del poeta, la de Travesía de extramares. En este libro, escrito ya en plena madurez, Martín Adán tiene todavía la actitud adolescente o juvenil de mostrarse como un escritor culto, como puede advertirse por la abundancia de citas en distintos idiomas, desde el poema de Yusug, hasta Shakespeare, pasando por Castillejo y Doone; citando a Eguren o mencionándose a sí mismo en los epígrafes, el poeta nos entrega una buena gama de sus preferencias poéticas. Con estos apoyos externos, escogiendo una forma métrica, si bien trajinada en poesía peruana, no siempre usada con originalidad, el soneto, Martín Adán se interna a hacer, según expresa en el primer poema, una especie de antiscio (opuesto complementario) de la travesía de Chopin. El intento ha parecido atrabiliario a muchos, ha dejado indiferentes a casi todos, pero ha deslumbrado a unos cuantos lectores: Edmundo Bendezú, Miroslav (Mirko) Lauer, como en su momento deslumbró Trilce a Antenor Orrego o José León Barandiarán. Como Trilce, Travesía de extramares es un libro difícil, pero que termina, como ha sido intención de su autor, por rendirse al esfuerzo del lector; como Trilce también, y más todavía, es un libro plagado de arcaísmos, pero que resultan indispensables para la travesía del antiscio. Por poco que sepamos de música, o de la vida y obra de Federico Chopin (1810-1849) resulta interesante informarnos que no se sentía llamado a arrasar con los ideales de sus precursores, ni a combatir por los suyos demostrando al mundo entero que traía un nuevo mensaje para la humanidad, ni tampoco quería exponer a través de la música sus propios sentimientos. Chopin era un hombre tranquilo y apartado de modales correctos y comportamiento elegante. En el terreno estrictamente musical, siendo un romántico, Chopin jamás trazó un programa para su música, sino que dejó que ella hablara por sí misma, y casi todas sus composiciones tienen títulos abstractos. Según unánime opinión de los críticos, la poesía de Martín Adán está más cerca de la música que de la plástica. A lo largo de casi toda su producción, el poeta se ha manifestado indiferente a la gama cromática; en cambio, más allá de los significados, la pericia rítmica, generalmente dando la imagen de algo pausado, por la distribución uniforme de los acentos, sobre todo en los sonetos, lo acercan indiscutiblemente con la música. Lo de antiscio puede entenderse de muy diversos modos; en todo caso, la música de Chopin era o es a veces enérgica, a veces melancólica, a veces tierna, a veces alegre. En contraste, los sonetos de Martín Adán, a pesar de los apoyos de las citas, o los recursos de los puntos suspensivos o de las admiraciones, es una poesía queda y finalmente cerebral. El diccionario dice de antiscio que “dícese de cada uno de los habitantes de las dos zonas templadas que por vivir sobre el mismo meridiano y en hemisferios opuestos, proyectan al mediodía la sombra en dirección contraria”. Cuando Vallejo publicó Trilce demoró varios años antes de continuar escribiendo poesía. De igual manera, hay un vacío en la producción de Martín Adán que bien puede extenderse entre 1946 y 1961; son los años de la madurez interior, de la bohemia pertinaz, es la época de las anécdotas célebres, es cuando se gesta la leyenda. Pero el poeta ha cerrado su etapa de experimentación; ya no necesita de ningún artilugio, de ninguna cita sacada de sus libretas negras donde como en un cancionero medieval iba escribiendo los versos que le gustaban fueran de quien fueran; tampoco es un cazador meticuloso de rimas difíciles en versos ajustados como en La rosa de la espinela (1939): es alguien listo para las tareas mayores de la máxima originalidad. Es entonces que aparece Celia Paschero.

ESCRITO A CIEGAS

En la librería de Juan Mejía Baca, Martín Adán conoce a Celia Paschero, colaboradora de Jorge Luis Borges, quien había venido a Lima en pos de material para su tesis sobre la poesía peruana contemporánea. Después de varias horas de conversación quedaron como amigos. Más tarde ella remitió una hermosa carta solicitándole datos sobre su propia vida: “Sé que todo este asunto puede resultarle muy fastidioso. Pero en nombre de la simpatía que nos unió en cuanto nos conocimos, en nombre del cariño que yo le tengo, en nombre de mi profunda admiración por usted, por favor acceda a mis ruegos. Deje usted de lado toda su bohemia o vuélquela íntegra en lo que me escribe… y hábleme de usted. ¿Lo hará?”. Martín Adán contestó con su Escrito a ciegas, que podemos acercar a España aparta de mí este cáliz de César Vallejo; en ambos casos los poetas salen de una etapa de silencio, y lo hacen gracias a un agente exterior; en un caso, la guerra civil española y, en el otro, la necesidad comunicativa muy personal e íntima. La diferencia, naturalmente, salta a la vista; mientras Vallejo ha evolucionado de lo personal a lo colectivo, Martín Adán casi, casi, hace el camino inverso; de la Casa de cartón, que por tener mal que bien estructura de relato tiene mucho de social por los personajes que se mueven y sus conflictos, ha ido llegando a una suerte de metafísica personal con sus poemas de la rosa, a una elaboración en cierto modo paralela a la música de Chopin, y, de pronto, al silencio. Silencio y bohemia y ese morderse la cola en frases que el público repite asombrado. Pero como lo demuestra Escrito a ciegas, había interiormente una depuración del lenguaje; el poeta abandona para siempre los artificios, deja de usar términos rebuscados, y los que nos lo parecen indican una pobreza de nuestro léxico y ya no un trabajo de orfebrería y de diccionario. En ese breve poema, justamente como Vallejo en España…, Martín Adán arriba a la simplicidad verbal, abandona toda métrica rebuscada, y usa solo aquella con la que se tropieza su estro: “Si nací, lo recuerda el Año / Aquel de quien no me acuerdo, / Porque vivo, porque me mato. // Mi Ángel no es de la Guarda. / Mi Ángel es del Hartazgo y Retazo, / Que me lleva sin término, / Tropezando, siempre tropezando, En esta sombra deslumbrante, / En esta sombra deslumbrante Que es la Vida y su engaño y su encanto”. En una reciente edición francesa de La casa de cartón, traducida por Claude Cauffon, se le califica a Martín Adán como ‘Clochard céleste”, “contestatario perpetuo” y luego se dice que ha estado condenado al silencio por las ideologías dominantes, boicoteado también por la izquierda que lo juzga reaccionario; se le califica de primer poeta surrealista de América Latina que ha trazado junto a Vallejo los caminos de la literatura de todo este continente. ¿Cuánto de verdad hay en esta afirmación? Algo, por lo menos. Las clases dominantes en el Perú muy pocas veces se han ocupado de la literatura; Martín Adán ha sido para ellas un objeto curioso de contemplación, un raro producto de bohemia limeña; la izquierda, por su lado, ocupada generalmente de una política reivindicativa, salvo intentos aislados como el de Mariátegui, jamás ha colocado a los escritores en un lugar más propicio a su creación literaria, sobre todo en los casos de aquellos que como César Vallejo, Carlos Oquendo de Amat o Gonzalo Rose, realmente necesitaban de una ayuda exterior para sobrevivir y producir. A no ser que se diga con cinismo limeño que los escritores producen más y mejor cuando la pasan mal. Martín Adán no fue un izquierdista, en el sentido de militante de pancarta, mitin o actitud revolucionaria, pero sí lo fue en el sentido más hondo y verdadero porque fue un hombre que sufrió como pocos los embates de una sociedad injusta y de este dolor supo quintaesenciar una depurada poesía. En su notable libro sobre Martín Adán, acierta por eso Mirko Lauer, cuando sostiene que: “A su modo y en su estilo, el poeta llega por su cuenta al existencialismo”. En el sentido más mondo, el existencialismo no admite pose, ni es un fenómeno exclusivamente literario; es una actitud de vida del hombre arrojado entre las cosas, cosificado a su pesar. En ese sentido hay que reivindicar a Martín Adán como uno de los nuestros. El llevó una vida especialmente dura, sin padres, criado por tías, con un tío mentalmente insano, y esa vida admite, sin duda, una lectura psicoanálitica que es necesario emprender, pero a él no lo derrotó ni el sistema que no le dio sitio, que se alzó de hombros frente a este hombre que bordeaba la genialidad, ni la bohemia. De otro modo no habría podido escribir sus grandes poemas de madurez, el Escrito a ciegas que hemos venido comparando con España aparta de mí este cáliz, ni La mano desasida, cuyo homólogo es, ¿que duda cabe?, Poemas humanos. Escrito a ciegas es el poema del sufrimiento. Ahí se define el poeta como el animal acosado por su ser que es una verdad y una mentira, y se define también como una palabra volada de la sien:

“No soy ninguno que sabe.

Soy uno que ya no cree

Ni en el hombre,

Ni en la mujer,

Ni en la casa de un solo piso.

Ni en el panqueque con miel.

No soy más que una palabra

Volada de la sien.

Y que procura compadecerse

Y anidar en un alto tal vez

De la primavera lóbrega

Del ser

No me preguntes más,

Que ya no sé…

 

La mano desasida (1961), que tanto desconcertó a los críticos pues se ha ido publicando de manera fragmentaria, es el texto en que el poeta desata todas sus inhibiciones, deja de lado toda retórica, para preguntarse por el ser. Como lo ha observado en conversaciones Juan Mejía Baca, el poeta cosifica su propio ser y anima el ser de Machupicchu. No es casual, a nuestro modo de ver, que en la raíz de las más importantes obras de Martín Adán esté el fenómeno de la separación o de la muerte; así ocurre con Campana Catalina (1936), escrita originalmente como un homenaje al poeta muerto Alberto Guillén. Así ocurre también con el poema semidesconocido Aloysius Acker, que dice: “Ya estás entre nosotros, / como siempre: de menos”, y así pasa también con su Mano desasida, en cuyo origen está la muerte del chino Soto, un amigo suyo, guardián de Machupicchu. De muchos modos desprendido del común, deseos y sueños comunes, Martín Adán tiene con casi todos los peruanos el vínculo del sufrimiento en una sociedad injusta. La diferencia está en que él tiene la voz, la más precisa voz; por eso conviene considerarlo, como él mismo lo dijo, una palabra volada de la sien.

 

 

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* Artículo aparecido en la revista El zorro de abajo, número 1. Junio-julio de 1985.

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