
Escribe: Eduardo Reyme Wendell*
Un pretexto siempre es una buena forma de iniciar una gran historia. Un espejo cumple con esa premisa. Escrita por la británica Sam Holcroft y dirigida por Wendy Vásquez Larraín, esta obra es, en un país que censura el arte y con múltiples problemas coyunturales producto de su inevitable inestabilidad, además de un acto arriesgado y valiente, un pretexto perfecto también para responderle a un sistema que ha osado de un tiempo a esta parte deslizar la idea del control, supervisando espacios escénicos donde se ha intentado aperturar el diálogo (justamente ese del que tanto carecemos como país). Cabe mencionar que la censura es un acto propio de sociedades con democracias frágiles que ven en dicho acto una forma de manipular a su gusto los sentidos de verdad.
Nadie que observe Un espejo puede quedar ajeno a la tensión de la trama, en ese sentido lo primero que busca la obra es la inevitable identificación del espectador con lo real. Al hacerlo nos reflejamos de inmediato con el horror propio que supone mirarnos a través de la ficción interpretados en la mirada del otro, pero a diferencia de hacernos simples cómplices del vacío o meros espectadores se nos interpela desde el principio a través de la metateatralidad a tomar posiciones como si en ese acto de insurrección, ¿simulacro acaso?, radicara el verdadero valor estético de esta exploración que nació por un viaje de su autora primero a Corea del Norte y luego a Beirut. Allí tuvo que trabajar con dramaturgos de Siria y Líbano, quienes tenían que esperar las respuestas de sus obras presentadas a través de la oficina de censura de sus países. Dicha experiencia gatilló en Holcroft significativas preguntas que le sirvieron para la escritura de Un espejo y el cuestionamiento personal de si ella podría hacer lo mismo de vivir un contexto similar. Hace bien Vásquez Larraín en adaptarla sobre todo en estas épocas donde la gente quiere ver en los artistas reflexiones que calen más allá de la sala. Hace bien el Teatro La Plaza en ofrecer este tipo de contenidos. Con obras así realmente dan ganas de salir más seguido de casa.
El acierto de Un espejo, además del actoral, es que la estructura nos sumerge en una trama donde pareciera querer perdernos en un laberinto donde el espectador termina dudando hasta de su propia imagen, y delira en preguntas en medio de la oscuridad: ¿quiénes somos frente a un espejo?, ¿qué hay detrás de la imagen que se prefigura como poseedora de nuestro ser?, ¿qué haremos cuando la realidad nos imponga una postura que vaya más allá de la que siempre vieron de nosotros?, ¿es necesario resistir en medio del fascismo cultural que tacha todo aquello que tenga que ver con la memoria?
Cuatro actores, bajo el pretexto de una boda deciden montar una denuncia en medio de un contexto donde la censura, el control y los discursos autoritarios se pasean a vista y paciencia de la sociedad en pleno. Adan (Renato Rueda), exsoldado, mecánico de tanques y dramaturgo amateur envía su ópera prima al Ministerio de Cultura y ha despertado la alerta de Sánchez (Rodrigo Palacios), un alto funcionario que ve en su obra la representación burda de la realidad pues a criterio de este el arte debe elevarse a formas más allá de lo real y mostrar que el mundo debe ser mejor al que vivimos. Dicha discrepancia generará en Adan la interrogante de si el arte está hecho para reflejar la cruda realidad o para maquillarla, y aunque tiene a una exsoldado (Daniela Trucios) para sostener sus evidencias, ella no es más que una militar que acaba de llegar a la oficina de Sánchez y no conoce nada del mundo del teatro. Su sola condición la aleja de posturas críticas y reflexiones a la par de Adan y actúa notablemente como se actúa en la vida militar: cumpliendo órdenes y omitiendo su propio criterio, su propia voz; para ser más exactos: borrando su propio reflejo. El aparato estatal que representa en sí evidencia la forma de cómo este está al servicio de los intereses de poder y muchas veces se comporta de forma indiferente al clamor popular. Cree además que ella poco o nada tiene que ver con el teatro. Conocer a Adan la inspira a darse cuenta de que toda ella está dentro de una farsa. Adán le sirve como guía y reflejo de lo que no es, la valentía que tiene este es justamente aquello de lo que carece ella. Dicho en otras palabras, ella quiere que Adán que lo recuerda casi todo le recuerde que en algún momento tuvo valor y fue feliz.
La realidad y la historia suelen tener dos partes y esa duplicidad, como si de un espejo se tratara, se observa en una experiencia que Adan critica por estar en la línea de la llamada posverdad: un suceso histórico, una batalla para ser más exactos. El artista favorito de Sánchez la recuerda desde los límites propios de su memoria. La obra exuda lo que no es y muestra heroísmos falsos, sacrificios edulcorados y actos de traición convertidos en gestas de valor propios de los países que tienen como objetivo construir una narrativa desde la oficialidad. Pero Adan ha vivido el mismo suceso y nos hace reflexionar, nos convoca con su valor y verlo enmarrocado y atrapado debajo de las botas hiere porque es así como muchas personas en el mundo se sienten y esa imagen que nadie quiere aceptar de derrota es lo que somos o seremos si no hacemos absolutamente nada.
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DATOS DE LA OBRA:
Un espejo
De Sam Holcroft
Teatro La Plaza (Larcomar, Miraflores)
Hasta el 2 de noviembre.
Jueves, viernes y sábado a las 8:00 p.m. Domingos a las 7:00 p.m.
Entradas a la venta en Joinnus y en boletería antes de las funciones.
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