Pese a vivir sólo 31 años, el escritor peruano Abraham Valdelomar dejó una obra variada que se mantiene vigente. El autor de El caballero Carmelo y fundador de la revista Colónida es uno de los mayores representantes de las letras peruanas, debido a refinada escritura, su peculiar estilo y su precocidad. Dejó novelas, cuentos, poemas, artículos periodísticos y crónicas, como la que presentamos a continuación.
En 1915, en desaparecido diario La Prensa, publicó esta crónica que hace una defensa a los toros. Por supuesto, en aquella época no había activistas contra las corridas de toros como en la actualidad, no había manifestaciones contra esa fiesta que reunía a los peruanos de abolengo.
“Quien haya visto un campo ilimitado, bajo un crepúsculo de oro, y en el fondo un toro bramante, será incapaz de ir a la Plaza de Acho a presenciar el sacrificio y el escarnio del potente animal.”
Valdelomar, se opuso a esta fiesta a través de esta hermosa crónica donde impone la tinta sobre la sangre, la poesía sobre una verónica, el lápiz sobre la espada, el amante de las letras sobre el amante de los ‘oles’.
Los toros*
No quiero, en verdad, impugnar la fiesta española, ni negarle todos sus valimientos. Sesudas gentes gustan de ella, literatos la aplauden, todos la comentan y muy pocos la rechazan. Pero quiero decir algo de esta fiesta, ya nacional, como tantas otras españolas. Las corridas de toros, esta exaltación del pantalón blanco y del sudor, esta embriaguez de la sangre, esta crueldad para con las bestias viriles y simpáticas, me duele. El toro, el animal bíblico que dio calor a Jesucristo párvulo y lactante, es, en todos los pueblos y civilizaciones, objeto de adoración, de culto, o de sencilla simpatía generosa. Entre los judíos el becerro de oro subió a un altar; en Egipto y Grecia, coronado de rosas, enguirnaldado y grave, presidía las más íntimas delectaciones; Virgilio habla de ellos con ternura; aran en la huerta de Horacio; labran la tierra, bajo el sol implacable y fecundo, en todos los poemas de la naturaleza; a través de sus cuernos dijeron la victoria los más antiguos hombres, y en el hondo mirar de sus enormes ojos negros, hay toda la luminosidad apacible de las conciencias tranquilas.
Es el símbolo de la fuerza, de la virilidad y de la energía prudente, el toro. Se diría que es un hombre que cumple con su deber si esto no significara agravio para el toro. Quien haya visto un campo ilimitado, bajo un crepúsculo de oro, y en el fondo un toro bramante, será incapaz de ir a la Plaza de Acho a presenciar el sacrificio y el escarnio del potente animal. El toro, como el hombre, tiene conciencia, tiene sensibilidad y afectos. Un hombre puede hacer un hijo, pero no puede hacer un toro: debe, pues, respetarlo, de la misma manera que yo respeto La Divina Comedia, porque comprendo que no podré escribirla.
“A las corridas de Acho van tres o cuatro mil personas; a los martes de la Filarmónica, veinte o veinticinco. O lo que es lo mismo: Machaquito, Periquito, Fulanito y los Fenómenos, llegan más al alma de nuestro público que Beethoven, Chopin, Wagner y Liszt.”
Yo no quiero impugnar la fiesta española ni reprochar a sus admiradores, porque sería inconducente. Los españoles odian a Zuloaga porque pinta el ala hispana a través de sus chulos, de sus toreros, sus alcaldes, sus mozas histéricas sus senectos enamoradizos. El toreo es hoy lo que el Circo en la Roma de Claudio, solo que la Humanidad ha perfeccionado su egoísmo y ya no sacrifica hombres sino toros indefensos. Yo sería tal vez exagerado si hiciera esta afirmación: más útil era para la humanidad el Peladillo matado ayer en Acho, que el veinte por ciento de los que pagaron por verle morir iracundo, rojo de sangre, lleno de odio, impotente, ante el Destino Fatídico.
¿Creéis sinceramente que los toros han venido al mundo para morir rabiosos en una feria? ¿No creéis que Dios los mandó a pastar en los prados amenos para nobles y útiles fines? Se me objetará que yo me alimento hebdomadariamente con su carne. Es verdad. Pero, ¿sabéis el dolor inmenso de mi espíritu al comer un lomito? Una mala educación y un tardío conocimiento de la química racional me han inducido a ello. La carne da ázoe a mi economía animal, pero ese ázoe que me mantiene y me permite pensar y escribir, yo lo encuentro en cualesquiera dosis de judías, de habas o de garbanzos. Yo me solidarizo con esta trascendental verdad de Berthelot: «el reino vegetal sustituye al animal, con ventaja». Por otro lado, un toro y un hombre tienen más o menos el mismo proceso de economía vital. Necesitan con pequeñas diferencias los mismos elementos químicos para su nutrición. Y bien, el toro no come carne. ¿Es acaso la carne lo que da actividad a las neuronas? No. Porque el toro tiene neuronas como cualquiera de mis lectores…
“El día que no haya camales, la Humanidad se habrá ennoblecido.”
¿Encontráis algo más venerable que un toro viejo? Es como un bíblico patriarca. En el cerco pace con dignidad, come sin glotonería, rumia con delectación pensativa. Hermanado en el yugo, ara la tierra. Y sobre su cuello robusto el yugo no es un oprobio sino un apostolado de trabajo. Él no tiene pasiones; es sobrio, austero. Cuando rompe su silencio hace vibrar el prado. Es, con el gallo, el más noble de los animales. El matadero es una vergüenza de la Humanidad.
El trágico poema de la sangre. El hombre no tiene derecho para truncar de un puntillazo una vida que no ha creado. El día que no haya camales, la Humanidad se habrá ennoblecido. Yo no impugno la fiesta española, porque es el exponente de la raza. El pueblo que se engrandeció con la espada, tiene que preferir el toreo al minueto, y la sangre a los perfumes.
Con sangre, se hizo la hoy caduca grandeza española y con sangre de inmortales, pero es bueno anotar que ni los ingleses, ni los franceses, ni los alemanes, ni los japoneses, ni los italianos tienen corridas de toros.
Las tienen hoy España, México y el Perú. Hay que declarar que es un triste privilegio simbólico. Alguien dijo no ha mucho entre nosotros, refiriéndose a las corridas de toros: “la sublime fiesta”. ¿Se puede decir esto? Es cierto que el arte del toreo es espectáculo emocionante, característico y sangriento. ¿Y no lo eran acaso las fiestas del circo en la Roma decadente? No pretendo que se prohíba la fiesta española. Háyalas en buena hora, si place a los que pagan. Pero hagamos este pequeño cálculo: a las corridas de Acho van tres o cuatro mil personas; a los martes de la Filarmónica, veinte o veinticinco. O lo que es lo mismo: Machaquito, Periquito, Fulanito y los Fenómenos, llegan más al alma de nuestro público que Beethoven, Chopin, Wagner y Liszt.
Entonces ¿por qué reprochaban al peregrino señor diputado que propuso el año pasado la supresión de la Filarmónica para crear un colegio en la sierra? De ese colegio saldrían, dentro de diez años, doscientos doctores, que serían más tarde diputados e irían con sus proles multicolores a ver destripar caballos en la Plaza de Acho. Y tal vez si de uno de esos lechoncitos de diputado saldría el hombre soñado, el Mesías, el genio alado y protector que hiciera la grandeza de este pueblo del capitán Cavero, del capitán Prada, del arroz con leche y del gobierno provisorio…
El Conde de Lemos
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* Crónica publicada en La Prensa. Lima, 3 de octubre de 1915, p. 4.
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