Escribe: Eduardo Reyme Wendell
Nadie lo dice, pero el escritor peruano, ganador del premio más importante de la literatura universal, tiene 88 años y ha comunicado su retiro oficial tras 60 de carrera literaria. El adiós, entonces, está cada vez más cerca. El cadete que se nos va ha dicho que culminará su trayectoria con un ensayo sobre Sartre, su maestro de joven; yo, que en mi primera juventud admiré su consecuencia literaria y política, solo anhelo que, a partir de esa declaración y mientras escriba ese libro del cuál nadie sabe aún nada, recuerde el propio Mario quién fue el filósofo francés, aunque termine siendo esto un ejercicio en vano de mi parte. Hayek, Friedman, Popper e Isaiah Berlin han hecho lo suyo en Varguitas. Igual, soñar no cuesta nada.
Admiré a Vargas Llosa desde joven, específicamente su capacidad omnívora de leer, su forma de ver la literatura como una filosofía de vida, su disciplina, que me hizo entender que el oficio de escribir era más transpiración que inspiración. Con los años, aprendí a separar al Vargas Llosa político del escritor y, aunque es difícil leerlo desde esa perspectiva, ello me hizo entender su verdadera humanidad, contradictoria y polémica por donde se le mire, típica característica de una mente brillante.
Para hablar de Mario debo recordar la primera vez que le oí hablar de la ficción. Tendría 13 o 14 años. Había dejado los pantalones cortos y empezaba a preocuparme por el pelo engominado. Años más tarde, leería la frase aquella de que la ficción es una mentira que encubre una profunda verdad. Me quedé pensando un largo rato, como suspendido en el aire. Por aquellos años, escribir cartas de amor cuya sola intención era sacar de la soltería a mis amigos era mi más alta meta. Por esas épocas, Cartas a un joven novelista había caído en mis manos y fue el bálsamo que necesitaba mi espíritu inquieto por contar historias. Me desesperaba teclear horas de horas en una máquina de escribir y encontrar en todo lo que hacía por aquel entonces ficciones que no me convencían. Si algo cierto sabía es que necesitaba escribir. Necesitaba escribir porque, además, estaba convencido de que solo así podría tener la vida que nunca tendría, y que inventarla era la única solución. Vargas Llosa me enseñó que crear era una manera de ejercer la libertad y, después de mil test vocacionales, fue a él a quien le oí hablar aquello de que la vocación literaria no era un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Para el autor de Conversación en La Catedral, escribir era una dedicación “exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos”. Yo tendría 14 o 15 años, si la memoria no me falla, y leer u oír aquello fue para mí como un baldazo de agua fría. Escribir suponía entonces más que una simple vocación. La literatura consistía en dar más allá de la vida de uno mismo a costa del surgimiento de una voz propia. Escribir suponía también un sacrificio, una entrega, un acto romántico que no estaba destinado para cualquier persona, sino para espíritus capaces de asumir el reto de intentarlo sin pedir nada a cambio, salvo la trascendencia del ser. Y si esto era imposible de alcanzar, entonces al menos partir de este mundo con la satisfacción de haberlo intentado sería el reflejo de una verdadera honestidad. En un mundo plagado de personas egoístas cuyas aspiraciones son banales y propias de un mundo posmoderno caracterizado por su artificialidad, esa opción le dio sentido a mi vida. Las contrariedades me enseñaron también que escribir era una forma de confrontar el dolor.
El cadete Mario, en cualquier momento, nos dejará físicamente, pero siento que nos legará, sobre todo, esa mística de intentarlo una y otra vez. Pese a todo, a costa de todo, a pesar de todo, y siempre con disciplina de monje tibetano, dirá seguramente que los premios nunca fueron lo más importante, porque la literatura —la buena literatura al menos— no se mide en base a ellos, sino en vivir en una completa insatisfacción, que es el motor y fuente de las historias de las que está plagada la ficción.
Admiro al Vargas Llosa literario que me regaló mi juventud, pero por respeto a lo que él forjó en mí no actuaré con mezquindad, pues él fue el que me enseñó que la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio. A Mario le debo (le debemos todos, creo) haber leído a muchos autores que él recomendó con su insólita pasión, prueba de ello está ese hermoso libro que es La verdad de las mentiras, que puede interesar a cualquier lector a proponerse leer como mínimo la mitad de libros que allí se mencionan y tener con este un panorama amplio de cuán urgente es la literatura en un mundo como hoy. Sus ensayos no se quedan atrás; todos siguen siendo, o polémicos o fuente de consulta, de donde extraigo ideas que se discuten con pasión, sobre todo aquellos que Mario desmenuza con pericia y oficio del buen lector que siempre fue.
A Mario fue el primero escritor que le oí hablar también de la estructura, el lenguaje y todo el armatoste que supone querer hacer una buena historia. También le oí hablar del estilo y la opción que tienen los novelistas de escribir de forma correctísima, como Sthendal, Dickens o García Márquez, es decir, bajo los cánones imperantes de una época, o aquellos otros escritores como Joyce, Céline, Cortázar y Lezama Lima. Ya de adulto, me llamó la atención su desarrollo argumental en torno al poder de persuasión del novelista, el cual no depende de la coherencia del estilo, sino de la técnica narrativa. Dicho de otro modo, allí donde las palabras no se bastan para contar una buena historia, ingresa la voz inconfundible de cada autor. ¿Cuál era la mía? Recuerdo haberme preguntado a mí mismo. Las reflexiones literarias eran ya mayores por aquel entonces; en sus aspectos más polémicos, Mario y yo éramos cada vez más lejanos. Mi admiración se ciñó a lo estrictamente literario.
¿Qué llevó a Mario a hacer manuales de escritura a modo de cartas dirigidas a posibles escritores o hablar de libros más allá del gusto propio? ¿Por qué quiso compartir su Know-how con personas que desconocía y con las que entró en un diálogo silencioso y sin retorno? Quizá la literatura no sea para él más que un eco desde donde resuenan múltiples voces que lo único que hacen es enriquecer la misma literatura. Quizá más importante que su nombre, para él siempre fue crear un diálogo infinito en torno a libros, con un desprendimiento que poseen los que realmente saben y no les cuesta compartirlo. Allí radica, al menos para mí, algo admirable en él, mostrar sus ideales sin miedo al rechazo e intentar despertar el debate. Su verdadera grandeza, más allá de cualquier premio literario, incluido el Nobel, es aceptar, en el ocaso de su vida, que contar historias que atrapen hoy en día a una sola persona, de por sí ya es un premio. Con los años, podemos decir que los libros de Mario nos enseñaron, parafraseando a la Academia Sueca, que la resistencia, rebelión y derrota del individuo frente a las estructuras del poder parecieron ser el reflejo de sus propios lectores alzados frente a su creador.
Los que, como yo, pasamos a convertirnos en escribidores por esa culpa dichosamente suya, tenemos la obligación de sacar lo mejor de él, de doblegar lo hecho por este arequipeño que una mañana dijo ser el Perú y nos emocionó a todos hasta las lágrimas así, ya nadie recuerde aquel lejano 2010. Y por más que suene imposible, aparatoso, monumental y escandaloso, superarlo sin esconder nuestros anhelos, como nos lo enseñó Sartre, Mario, acuérdate. Acuérdate.
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