
En el siguiente artículo, escrito en 1975, la novelista y filósofa estadounidense Susan Sontag, analiza cómo la noción de belleza ha evolucionado desde la antigua Grecia hasta la sociedad contemporánea, y cómo ha sido vinculada desproporcionadamente al género femenino. Sontag explora cómo la belleza, en tiempos antiguos considerada una virtud, ha sido relegada a un atributo superficial, particularmente en las mujeres, y utilizada como una forma de control social. Reflexiona sobre las implicaciones de este ideal, que fomenta estereotipos y refuerza la opresión, limitando el poder de las mujeres a su apariencia física.
La belleza de la mujer
Injuria o fuente de poder
Escribe: Susan Sontag[1]
Para los griegos la belleza era una virtud: una clase de excelencia. Se daba por sentado que las personas en ese entonces eran lo que ahora llamamos –sin convicción, con envidia– persona íntegra. Si se les ocurría a los griegos distinguir entre el «interior» y el «exterior» de una persona, aún suponían que la belleza interior tendría su correlato en la belleza del otro tipo. A los jóvenes atenienses de buena cuna que se reunían en torno a Sócrates les parecía paradójico que su héroe fuera tan inteligente, valeroso, honorable y seductor… y tan feo. Una de las principales acciones pedagógicas de Sócrates consistía en ser feo; y en instruir a esos inocentes discípulos, sin duda de espléndido aspecto, sobre las paradojas de las que en realidad estaba llena la vida.
Acaso se hayan resistido a la lección socrática. Nosotros no. Transcurridos varios miles de años, somos más cautelosos con los encantos de la belleza. Ser hermoso ya no da cuenta, presuntamente, del valor de toda la persona. No solo dividimos –con la mayor facilidad– el «interior» (carácter, intelecto) del «exterior» (aspecto); sino que además de hecho nos sorprende que alguien hermoso sea también inteligente, talentoso y bueno.
La influencia del cristianismo fue sobre todo la que privó a la belleza de su lugar central entre los ideales clásicos de la excelencia humana. Al restringir la excelencia (virtus en latín) solo a la virtud moral, el cristianismo lanzó la belleza a la deriva, como un encanto enajenante, arbitrario y superficial. Y la belleza ha seguido perdiendo prestigio. Durante casi dos siglos, ha devenido en convención atribuir la belleza solo a uno de los dos sexos: aquel que, si bien Bello, es siempre Segundo. Relacionar la belleza con la mujer ha puesto, moralmente, a la belleza aún más a la defensiva.
Una mujer bella, decimos en inglés. Pero un hombre apuesto. «Apuesto» es el equivalente masculino de un cumplido –y su rechazo– que ha ido acumulando determinadas connotaciones degradantes, al ser exclusivo de las mujeres. Que se pueda llamar a un hombre «bello» en francés e italiano implica que los países católicos –a diferencia de aquellos países conformados por la versión protestante del cristianismo– aún mantienen algunos vestigios de esa admiración pagana por la belleza. Aunque la diferencia, si alguna existe, sea solo de grado. En cada moderno país cristiano o poscristiano, las mujeres son el bello sexo, en detrimento de la noción de belleza y también de las mujeres.
Se cree que ser llamada bella nombra algo esencial en el carácter y en las preocupaciones de las mujeres. (En contraste con los hombres, cuya esencia estriba en ser fuertes, eficaces o competentes). No hace falta estar inmerso en una conciencia feminista avanzada para percatarse de que el modo en que las mujeres son educadas para relacionarse con la belleza fomenta el narcisismo, acrecienta la dependencia y la inmadurez. Todos (hombres y mujeres) lo saben. En tanto que «todos», una sociedad entera, son los que han identificado el ser femenina con interesarse por el propio aspecto. (En contraste con ser masculino, lo cual se identifica con el interés por lo que se es y se hace, y solo de un modo secundario, si acaso, por el aspecto propio). Dados semejantes estereotipos, no es extraño que la belleza goce, en el mejor de los casos, de una reputación equívoca. No es el deseo de ser bella lo errado, por supuesto, sino la obligación de serlo; o intentar serlo. Lo que la mayoría de las mujeres acepta como idealización halagadora de su sexo es una manera de hacerlas sentirse inferiores respecto de lo que son en realidad; o respecto de lo que normalmente acaban siendo. Pues el ideal de belleza es administrado como una forma de opresión. Se enseña a las mujeres a ver sus cuerpos por partes, y a evaluar cada cual por separado. Pechos, pies, caderas, talle, cuello, ojos, nariz, cutis, cabello, y así sucesivamente: cada cual es a su vez sometida a un escrutinio ansioso, irritable y a menudo desesperado. Aunque si algunas lo pasan, otras siempre parecerán deficientes. Nada bastará sino la perfección.
“La belleza es una forma del poder. Lo lamentable es que sea la única forma de poder cuya consecución se alienta en la mayoría de las mujeres”.
En los hombres, el buen aspecto es un todo, algo que se abarca de un vistazo. No necesita confirmarse dando las medidas exactas de las diferentes regiones del cuerpo; nadie anima al hombre a diseccionar su apariencia, rasgo por rasgo. En cuanto a la perfección, esta es considerada trivial, apenas masculina. En efecto, en el hombre apuesto ideal, una leve imperfección o defecto es considerado sumamente deseable. Según una crítica de cine, que se declara fan de Robert Redford, el conjunto de lunares en la mejilla lo salva de ser considerado una mera «cara bonita». Piénsese en el menosprecio de las mujeres –así como de la belleza– que lleva implícita semejante afirmación.
«Los privilegios de la belleza son inmensos», dijo Cocteau. Sin duda la belleza es una forma del poder. Y con razón. Lo lamentable es que sea la única forma de poder cuya consecución se alienta en la mayoría de las mujeres. Este poder siempre se concibe en relación con los hombres; no es el poder de hacer, sino el de atraer. Es un poder que se niega a sí mismo. Pues no es un poder que pueda elegirse a voluntad –al menos no entre las mujeres– o renunciar a él sin censura social.
Acicalarse, para las mujeres, nunca puede ser solo un placer. También es un deber. Es su trabajo. Si una mujer trabaja de verdad –e incluso si ha escalado hasta una posición destacada en la política, el derecho, la medicina, la empresa, o lo que sea– siempre se siente presionada a confesar que se esfuerza por ser atractiva. Pero en la medida en que procura mantenerse entre las del Bello Sexo, despierta sospechas sobre su capacidad misma de ser objetiva, profesional, seria y reflexiva. Hagan lo que hagan, a las mujeres siempre se las critica.
Difícilmente podría pedirse una prueba más importante de los peligros de considerar a las personas divididas entre lo que está en el «interior» y lo que está en el «exterior», que ese interminable relato, a ratos cómico, a ratos trágico, de la opresión de las mujeres. Qué fácil resulta empezar definiendo a las mujeres como conserjes de sus superficies, para luego menospreciarlas (o encontrarlas adorables) por ser «superficiales»: Es una trampa burda, y ha funcionado demasiado tiempo. Pero para salir de la trampa se requiere que la mujer tome una determinada distancia crítica de ese privilegio y excelencia que es la belleza, distancia suficiente para ver hasta qué punto la misma belleza ha sido reducida para apuntalar la mitología de lo «femenino». Debería haber algún modo de salvar a la belleza de las mujeres, y para las mujeres.
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