El niño que escribía caras
Autor: Carlos Eduardo Zavaleta
Yo solía escribir y firmar cartas en nombre de algunos indios que venían a la estafeta de Caraz, apenas el postillón llegara con el correo y esperara un plazo para marcharse con la nueva valija. Me pedían que la carta preguntara directamente alguna cosa, o que averiguara algo sin notarse, o que fuera una queja, una invitación, una advertencia, una declaración de amor, o simplemente un saludo y una mirada, para saber cómo estaba el destinatario.
Un día llegó una india llorosa y preguntó dónde estaba el niño que escribía cartas por un medio, esto es, por cinco centavos. Aquí, dije yo, y nos sentamos en el suelo empedrado del bello patio de la oficina de correos. Quería dos cartas, una para su hijastra y otra para su marido, pidiéndoles que no vivieran juntos, que los ojos de Dios no dejaban de mirarlos, que mañana más tarde podría recaer un castigo sobre toda la familia, incluso sobre ella, que era inocente. Yo me detenía a cada rato, buscando desentrañar el enredo que entonces no comprendí, pero ella solo me animaba a seguir, trabando su lengua en quechua y castellano, conforme se quejaba de su suerte, y aun, indignada, parecía increpar a ambos responsables como si los tuviera al frente.
No quiso que les pusiera fecha y tampoco firma. Y cuando cogí los dos sobres para poner el nombre de los destinatarios, me los quitó simplemente y se los metió en el seno, pagándome los diez centavos. No son para mandárselas, traduje que me decía; se las daré en la mano cuando los encuentre, porque sin duda la ira o el llanto me impedirá hablar. Entonces iremos juntos a buscar a otro niño como tú para que les lea las cartas, y después que venga lo que Dios quiera, porque ignoro aún cómo será mi venganza.
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