Vías hacia el laberinto
Anthony Burgess
La Odisea de Ulises ofrece una lectura muy dolorosa. Luego de siete años de trabajo para escribir el libro —la pobreza, una enfermedad a la vista, el estallido de una guerra europea— sobrevino el infierno de tratar de publicarlo (hasta mecanografiarlo: la mayor parte del episodio de “Circe” la quemó el disgustado marido de una mecanógrafa voluntaria). Cuando fue finalmente impreso en Francia y publicado por una librería parisina —habiendo sido rechazado por todos los canales regulares, tanto británicos como norteamericanos—, el Ulises apareció en los bellos colores de la bandera griega y plagado de erratas (en el cumpleaños de Joyce, en 1922), dando inicio a una increíble carrera de supresiones, vilipendio, adulación, piratería, sometimiento a la quema pública y privada, contrabando. (Cuando yo era escolar, introduje subrepticiamente en Inglaterra los dos volúmenes de la Odyssey Press Edition, que corté y distribuí por todo mi cuerpo). Cuando en 1933, el juez Woolsey dictaminó en la Corte Distrital de los Estados Unidos en el sentido de que el Ulises no era obsceno y podía ser legalmente comprado y vendido en América, Inglaterra aún debía esperar tres años para su propia edición. Mucho había tardado el reconocimiento legal de una obra maestra. Hoy, el Ulises no nos produce ya ninguna conmoción. Podemos sacarlo tranquilamente de los anaqueles de la biblioteca escolar o pública y maravillarnos de otras cosas fuera de las malas palabras y las descripciones de funciones fisiológicas. Hay una gran cantidad de cosas que nos pueden causar admiración, pero, ante todo, muchas preguntas que formular. La mayoría de estas están resumidas en una pregunta fundamental: ¿Por qué escribió Joyce este libro?
Ulises es un libro voluminoso (933 páginas de la edición Bodley Head de 1960), y su dimensión implica una respuesta. Todo novelista desea probarse a sí mismo y a los demás que es capaz de abordar un gran tema. Las grandes novelas del pasado —Don Quijote, Tom Jones, La guerra y la paz, por ejemplo— han sido todas muy extensas, y únicamente en una considerable extensión el novelista colma su deseo blasfemo de igualarse a dios. Crear unos cuantos seres humanos en un contexto de vida fragmentario es suficiente para el artista menor, pero los grandes escritores quieren todo el universo y toda la humanidad. Realmente, no pueden lograrlo —Joyce, como Blake, sólo pudo conseguirlo al hacer que un personaje desempeñara muchos papeles—, pero por lo menos puede crear una gran comunidad humana que es, hasta cierto punto, una reducida imagen del cosmos.
Partiendo de esta vaga, general y tradicional intención, Joyce, en seguida (o simultáneamente o anteriormente), concibió otra ambición: hacer una novela moderna que no sólo rivalizara con las obras clásicas, sino que las incluyera. La épica clásica era extensa; el drama clásico, reducido. Homero abarca el cielo, la tierra, el mar y un gran lapso de tiempo; Sófocles se mueve en un espacio pequeño y limita el tiempo de su acción a veinticuatro horas. Y he aquí que Joyce permanece en Dublín el 16 de junio de 1904, pero también utiliza el delirio y la imaginación para abarcar una gran parte de la historia de la humanidad y aún el Fin del Mundo. Tanto la épica como el drama griegos están contenidos dentro del marco de una novela moderna burguesa.
La extensión de la épica y la restricción de la forma dramática pueden ser reconciliadas no sólo por medio de enlaces imaginativos, sino mediante un examen más detallado del comportamiento y las motivaciones de los personajes que el que consideran necesario o decente los novelistas tradicionales. Bloom no sólo debe comer, sino defecar; Molly Bloom debe meditar no sólo sobre sus amantes, sino también sobre el comportamiento de estos en la cama. En una obra tan vasta, no es posible prescindir de ningún detalle humano. Empero, las técnicas tradicionales para enunciar pensamientos inexpresados son insuficientes. De ahí la “corriente de la conciencia” o el “monólogo interior”: un comentario interminable de los personajes principales sobre los datos que les lanza la vida: indecibles, a menudo caóticos; a veces, tocando las fronteras del inconsciente. Este recurso había sido usado antes por Dickens y Samuel Butler y aun por la gran primitiva Jane Austen, pero nunca en la escala ni con los alcances logrados por Joyce. Después de todo, Joyce vivió en la era psicoanalítica: le gustaba bromear sobre el hecho de que su nombre tenía la misma etimología que el de Freud.
Surgen dos problemas artísticos del uso continuo del monólogo interior. El primero tiene que ver con la caracterización: ¿cómo se puede lograr que el monólogo interior de una persona suene diferente al de otra, de manera que podamos reconocer de inmediato al personaje sin los tediosos indicadores mecánicos, tales como: “Stephen pensó” o “Bloom pensó”? Parte del problema consiste en el hecho de que la “corriente de la conciencia” es esencialmente preverbal: no nos decimos a nosotros mismos: “¿Dónde está la llave de la luz? ¡Qué oscuro. Debo tener cuidado. Hay allí una silla. Ya sé. Carajo, me di en la espinilla!”, más bien reaccionamos sin palabras a los estímulos y recuerdos, y cualquier intento de reproducir verbalmente dicho proceso resulta sumamente convencional. Joyce resuelve el problema asignando un ritmo característico a la corriente de pensamiento de cada uno de sus tres personajes principales. El ritmo de Stephen es lírico, sutil, algo denso y, ya que Stephen es poeta, su monólogo interior es más consciente de las palabras que el de Bloom o el de su mujer (no de las palabras como signos convencionales de imágenes, sino más bien como datos para meditarse). El ritmo de Bloom es rápido, espirituoso, vibrante, punzante, cortante; propio de un hombre más acostumbrado a conversaciones de bar que a disquisiciones estéticas, que expresa el alma de un agente publicitario inteligente pero no muy educado. En cuanto al ritmo de Molly Bloom, de alguna manera combina lo práctico y lo poético: palabras cortas organizadas en largas frases fluidas, las cuales, dado que hemos de captar su mentalidad de una sola vez y no por entregas, se unen en una única oración gigantesca que constituye el último capítulo del libro.
El otro problema consiste en qué es lo que deben pensar los personajes. Desde luego, la mente divaga y se extravía, sin detenerse en nada por mucho tiempo, regresando frecuentemente al mismo punto una y otra vez, sin permanecer en él casi nunca. Una representación naturalista de la mente humana monologando puede ser de interés científico, pero no tiene nada que ver con el arte. Los temas deben ser impuestos a las tres mentes principales de la novela, y estos temas deben desplazarse entre sí sugiriendo un movimiento intencionado y otorgando la unidad apropiada a una obra literaria. El tema principal del libro —la relación creativa entre el padre espiritual, el hijo espiritual y la madre-esposa no espiritual— restringe la conciencia de cada miembro del trío principal, evitando una excesiva libertad de vuelo, pero, en un libro tan extenso, se necesita mucho más que eso. Tenemos que considerar no solamente el tema del libro, sino también su estructura.
Volvamos a la intención épica de Joyce. No sólo está emulando a Homero, sino que se está apoderando de él. El título Ulises no es tan sólo una referencia irónica a la declinación del sentido de lo heroico, manifestada en el surgimiento de la novela burguesa a partir de la forma épica original: el título es la clave de la estructura. Bloom es Ulises, con sus pequeñas aventuras en Dublín; Stephen Dedalus es Telémaco en busca de un padre; Molly Bloom es a la vez la seductora Calipso y la fiel Penélope. Estas identificaciones serían meramente caprichosas si no existiera un paralelo más sólido con la Odisea dentro de la estructura de la obra misma: un somero estudio muestra que el paralelo es tan profundo como detallado. Cada episodio del Ulises corresponde a un episodio de la Odisea, y las correspondencias proliferan en un conglomerado de referencias sutiles. Por ejemplo, cuando Bloom pasea por el muelle de Sir John Rogerson en una gloriosa mañana veraniega, está representado el episodio de los lotófagos de la Odisea. Todo: el calor, la idea de un baño placentero, los comulgantes de la iglesia que ha visitado, los olores de una tienda de productos químicos, conducen a un estado de letargo, y el capítulo finaliza con una visión de Bloom en el baño, envuelto en una “cálida matriz”. Este tema preside las vagas meditaciones de Bloom, les da forma, las amolda al arte, hasta condiciona el vocabulario que proporciona los símbolos para su monólogo interior. Si observamos cuidadosamente, vemos que este vocabulario es una verdadera antología, un conjunto de referencias florales. Además, modifica el ritmo del monólogo para lograr algo más relajado y pasivo de lo que normalmente asociamos con Bloom.
Empero, el paralelo con Homero es sólo inicial. La forma y dirección son impuestas principalmente en cada capítulo por medio de una referencia a la Odisea, pero esta sugiere referencias conexas, subreferencias que tienen mucho que ver no sólo con la dirección y el asunto-materia del monólogo interior, sino con la acción misma y aun con la técnica empleada para presentar la acción. Por consiguiente, la oficina de un diario dublinés es un paralelo razonable con la cueva de Eolo, dios de los vientos cuya enemistad se ganó Ulises y, a fin de que se cumplan las escrituras, Bloom se dirige a la oficina del Freeman’s Journal and National Press. Es pertinente que la escena esté barrida por el viento, pruebas de galera volando por doquier, pero también es pertinente que el viento sugiera los pulmones, la ampulosidad de la retórica periodística, el arte de la retórica misma, la rauda transmisión de las noticias, la historia del arte de la presentación de noticias (expresada en titulares que puntualizan el texto) y la técnica mediante la cual se presentan la acción, la conversación y el pensamiento. Al final, resultamos con una formidable batería de restricciones: la escena, el arte, el órgano anatómico rector, la técnica. Por sobre todo, resopla el mismo dios viento: el Editor. Si observamos profundamente, notaremos que el episodio tiene hasta un color predominante: el rojo. Rojo es el color adecuado para el arte de engendrar pasiones a través de las palabras y del culto periodístico de lo sensacional.
Lo que es pertinente en este capítulo se aplica a casi todo el libro: al paralelo homérico añadimos un órgano, arte, color y símbolo rectores y una técnica apropiada. Los personajes no pueden pensar lo que quieren pensar ni hacer lo que quieren: están ligados por una ley eterna, disciplinados para la creación de una obra de arte y, sin embargo —tal es el silencio y la astucia del autor—, parecen tener libre albedrío. Terminado de leer el libro, nos percatamos de que nos han presentado no sólo una repetición semi-cómica de la Odisea, sino también un compendio integral de las artes y las ciencias, un modelo operante del cuerpo humano, un espectro y un texto de técnicas literarias. Estos son regalos que podemos aceptar o ignorar, según nuestro deseo; se encuentran allí principalmente al servicio de una historia. Como Joyce mismo manifestó, constituyen un puente para marchar a través de sus dieciocho capítulos; cuando los capítulos han logrado efectuar esta travesía, el puente puede ser volado en pedazos. Pero el puente es una asombrosa pieza de arquitectura pontificia por derecho propio.
Hasta ahora hemos contestado la pregunta sobre el propósito de Joyce al escribir el Ulises únicamente en términos de una especie de ambición técnica. Existe siempre el peligro de que, confundidos por la consumada perfección del libro, ignoremos de qué se trata. Es difícil en cualquier obra de arte deslindar el tema de la presentación del mismo, y podemos encontrar en la intención que tiene Joyce de fabricar una especie de enciclopedia con corazón y con la gama del arco iris, una intención suficientemente artística en oposición a la técnica. El propósito fundamental de toda obra de arte consiste en imponer orden al caos de la vida tal como se nos presenta; al mostrar una visión ordenada, el artista hace lo que el teólogo, en el sentido de que verdad y belleza son la misma cosa. Pero la revelación del teólogo no es tanto una creación cuanto un descubrimiento, mientras que el artista siente que es el autor del orden —Dios, antes que servidor de Dios. Ya he manifestado que la invención de una comunidad humana es lo máximo a lo que puede acercarse el novelista en su intento de crear un cosmos, pero Joyce es suficientemente ambicioso para desear crear un cuerpo humano (capítulo por capítulo, órgano por órgano) que es una suerte de configuración (como en Blake o Swedenborg) del orden celestial supremo. Esto es quizás menos blasfemo de lo que parece: puede hasta ser considerado como un gesto de piedad. Ciertamente puede considerarse como el intento de Joyce de construir para sí mismo un orden que es un sustituto del orden que abandonó cuando abandonó la Iglesia.
Empero, no debemos olvidar que Joyce es no sólo un poeta cósmico y un epifanista apocalíptico, sino un escritor de historias. Ulises es una historia —y una simple historia, si lo cabe—. Es una historia sobre la necesidad que tiene la gente de los demás, y Joyce consideró este tema tan importante que tuvo que prestarse una forma épica para relatarlo. La invocación de la Odisea puede que reduzca a Ulises a Bloom, pero también exalta a Bloom a la altura de Ulises. Es tiempo de observar la naturaleza de esta invocación.
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