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Espejismo Uno: Al revés, el cuento* / Por Pedro Novoa

Imagen: iStock

Hace ciento treinta años, después de visitar el país de las maravillas,
Alicia se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés.
Si Alicia renaciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana.
Eduardo Galeano

Con los ojos en las legañas y con la boca en el mal aliento, me levanté por la mañana después de una larga y movida noche que me había dejado patas arriba. Un rictus de aburrimiento me dibujó la boca y parte de la nariz, de inmediato un bostezo hizo lo demás con mi rostro.

Recogí el periódico con las buenas nuevas y la leche fresca al pie de la puerta, de refilón hojeé el lácteo, sus natas y sus desventuras. Le agregué un poco de café al diario y lo tomé con toda la calma de saber que era domingo y de no ocurrir ninguna cosa extraña, continuaría siéndolo todo el día.

La barriga decidió rascarme por unos minutos mientras la televisión me miraba y me cambiaba de canal todo el tiempo, gracias a un pequeño pero eficaz aparato. La tele se aburrió rápidamente de mí y el control remoto terminó por apagarme. El sillón estaba harto de dar forma a mi trasero, me puso de pie.

Timbré y el teléfono me tomó de una oreja. Una voz de mujer, entre arrepentida y estúpida, rogaba: Manuel, ¿vendrás? Le respondí que sí y le pregunté si el tipo con el que estaba saliendo hace unos meses iba a estar. Sí, tú sabes, es mi pareja y la niña le está tomando cariño, además… El teléfono colgó. Inútil era seguir con la bocina en la mano.

Me soltó.

El calendario, encerrando en un círculo rojo la fecha de hoy, gritaba el cumpleaños de mi hija Rosita en la pared. Más arriba: no olvides que le prometiste escribir el cuento del dinosaurio que vivía al revés. El calendario había sido puntual.

Fui al baño para que el espejo me mirara pero renegó al hacerlo. Tuve que afeitarme y bañarme para contentarlo. El cristal volvió a mirarme y le pareció que había mejorado un poco, aunque todavía le desagradaba mi olor natural. El desodorante reinventó mis axilas y un perfume barato reinventó mi piel. Una toalla me rodeó de la cintura para abajo y me sacó de golpe hasta mi cuarto.

Una camisa, una trusa y un pantalón me vistieron rápidamente. Era el maldito reloj de pulsera que los apuraba. El tic tac corría con zapatillas de velocista. Una corbata comenzó a ahorcarme. Logré escapar gracias a unos zapatos que me llevaron nuevamente a la sala.

La ventana me miró y vio las pistas cruzando sus peatones en distintas direcciones y a los postes orinando como siempre a sus perros preferidos. Una iglesia, sentada a la entrada de un pordiosero, estiraba la mano pidiendo limosnas. No había dudas, la ciudad caminaba por la calle de cabeza, el cielo era su piso. Entonces comprendí por qué los borrachines y malandrines escupen y mean tanto encima de él cuando les da la gana.

Al rato, la computadora me encendió. En la pantalla se pudo ver el cuento del dinosaurio, que desde hace un par de días me venía escribiendo. De pronto, el timbre tocó a alguien insistentemente en la puerta. Como era de esperarse, la puerta me vino a abrir.

Eran unos lapiceros que vendían a una mujer obesa y de aspecto lamentable. Dije que no compraría nada y la puerta me cerró de golpe. Después de esta abrupta y desagradable interrupción, el cuento en la computadora decidió seguir escribiéndome.

Cosas raras, todas boca abajo y patas arriba se leían allí acerca del dinosaurio. Cosas al revés, como que los ojos estaban en las legañas y la boca en el mal aliento. Y para poder escribir estas últimas líneas tuve que dejar, por un momento, de estar de cabeza.

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*Este cuento pertenece al libro Cacería de espejismos, publicado por el fondo editorial de la Universidad César Vallejo. Lima, 2013.

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