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Juan Gonzalo Rose, poeta nacional / Por Marco Martos

“Cuando transcurrían los años todo el mundo reconocerá seguramente en Rose, eso que los científicos sociales llaman ‘Identidad Nacional'”, escribió Marco Martos en un artículo de 1980.         

Juan Gonzalo Rose, poeta nacional

Escribe: Marco Martos*

 

1

El hombre con paso cansino, desde una calle lateral llega a la cuadra 32 de la avenida Brasil, deja pasar dos ómnibus porque le parecen llenos, toma el tercero, uno de esos morados “Santo Cristo” como los llama la gente, encuentra asiento al final y, pegado a la ventanilla, va pensando quién sabe en qué cosas, tal vez en su infancia en Tacna, en su padre profesor caminando con un sombrero en la mano, o en el cabrilleo del sol jugueteando en las dunas del cementerio secreto de los muertos por la fiebre amarilla; cosas de Tacna, asuntos de Tacna, recuerdos de Tacna, corazón del Perú, origen de la propia poesía.

Es lento el trayecto, Plaza Bolognesi, horrible y hermosa Plaza Dos de Mayo, Plaza Unión, la mañana avanza; es terrible el día burocrático que le espera a este hombre que de buena gana se habría quedado en la cama haciendo nada, pensando en nada, contando los días con los dedos, recordando los días de México cuando hacia 1954 conversaba con Ernesto “Che” Guevara, o las largas conversaciones con Luis de la Puente, o los días hermosos de 1960 alrededor de la pila de San Marcos. Sigue traqueteando el viejo “Santo Cristo”, cruza la Plaza de Armas y el hombre tiene ganas de encender un cigarro, de tomar un demorado café, de estar en otra parte. Cuando el ómnibus cruza Azángaro, baja Juan Gonzalo Rose, da una mirada de reojo al puesto de periódicos, tiene tentación de buscar a algún amigo, resiste ese llamado inocente del ocio, camina hacia el antiguo edificio de la Casa Duncan Fox, donde quedan algunas oficinas del Instituto Nacional de Cultura, y a la sazón trabaja, y se queda lelo ante la puerta del cerrada; nadie ha anunciado huelga para el día; aparece el portero y Juan Gonzalo le ruega que abra la puerta del edificio y, el celoso guardián que bien conoce al poeta, respetuosamente le abre camino. Juan Gonzalo sube algunas gradas en el vestíbulo y, más desconcertado que al principio, observa a través del vidrio que no hay luz en su oficina; ni uno solo de los amigos que trabajan en la editorial del INC ha concurrido. ¿Pesadilla o sueño? El poeta vuelve con el camino andado y tímidamente pregunta al portero: ¿Qué pasa hoy?, y este le contesta: No pasa nada, señor, es sábado. Nadie trabaja los sábados en el INC. Me quedé pensando en que usted venía por excepción a hacer un trabajo especial. Es mediodía y es sábado. Hay un buen sol. Como si estuviese solitario en el desierto, Juan Gonzalo Rose, casi sonámbulo, camina por el jirón de la Unión.

2

A Buñuel no hay que dejarlo para otro día; anuncian sus películas con mucho bombo sigilosamente las retiran. Mientras almuerzo siguiendo una mala costumbre que aprendí no sé dónde, me entero que hoy dan El fantasma de la libertad en el cine República, y la libertad es un fantasma ciertamente en el Perú de 1978. Tengo que hacer a las siete y sobre todo tengo que hacer mañana y pasado y toda la semana, y sin embargo también debo ir a ver a Buñuel alguno de estos días. No, hoy, haré hoy día lo que mañana será mañanuza, es decir nunca.

Hay poca gente en el cine República, pero ahí está Buñuel, ese viejo/joven, despiadado con la burguesía. Alegría de cronopio: del cine sale Juan Gonzalo Rose:

“Me gustas porque tienes el color de los patios / de las casas tranquilas…/ y más precisamente:/ me gustas porque tienes el color de los patios/ de las casas tranquilas/ cuando llega el sol de verano…/ y más precisamente:/ me gustas porque tienes el color de los patios/ de las casas tranquilas en las tardes de enero/ cuando llega el sol de verano…/ y más precisamente:/ me gustas porque te amo”, recito mentalmente.

Así ha escrito Rose en 1960 en Simple canción y, pasados veinte años, esos poemas siguen siendo para muchos, la primera canción con que soñaron. Tengo el privilegio de poder hablar con Juan Gonzalo, de saber que no necesito ser ni intelectual ni ingenioso, puedo ir con la guardia baja porque este es un hombre bueno, como imagino que eran Oquendo de Amat o César Vallejo, poetas que de tanto amar al Perú y a sus gentes, nos expresan como pueblo, mejor que cualquier ensayista o presidente, ante el mundo.

Juan Gonzalo, como todo hombre valioso, habla de las cosas sencillas, de sus sueños de reunir un nuevo haz de poemas, o de un rico keke con pasas que hacen en el “Bambú”, en la calle Belén. ¿Tienes tiempo? Tomaremos un té, me dice mientras caminamos. Este es el café de Pablo Macera, le digo cuando llegamos. Se sonríe y me dice sin malicia: hace años que vengo, no he visto ninguna vez a Pablo. Con mucho cariño me conversa de Tania Libertad y del trabajo que hacen juntos en la canción.

De pronto empiezo a sentir nervioso al poeta y me consulta la hora. Son las seis y medio le digo, a ojo de buen cubero. Estoy apurado me dice, y como yo también lo estoy, nos despedimos rápido. Le dejo marcharse y, bordeando la Plaza San Martín, tomo la calle Cueva y llego al teatrín del Ministerio de Educación que pocos conocen pero donde generalmente hay buenas películas más de una vez por semana. Sucede que José Watanabe, “Wata” como le decimos los amigos, me ha invitado a espectar una película japonesa. Ahí está “Wata” con su compañera, y recién estamos conversando y de pronto aparece Juan Gonzalo; sigiloso también viene a la misma película que resulta bastante mala; en un descuido de todos, Watanabe escapa avergonzado.

Señores: yo he visto a Juan Gonzalo reírse a mandíbula batiente.

3

Ha llegado una visita a la casa de Juan Gonzalo. Pasa Luchito, dice doña Jesús Luchito es Luis Hernández Camarero, impecable sonrisa, anteojos oscuros; verdosa la huella de la barba; pero impecablemente afeitado. Licor no, señora Jesús, dice Luis Hernández. No hijito, aquí el licor escasea, responde ella. Un tecito te daría, continúa. Lucho Hernández quiere licor, pero doña Jesús es muy seria; si ha dicho té, es té sin darle vuelta. Juan Gonzalo se está riendo solo viendo el apuro de Lucho Hernández. Doña Jesús, diligente, acerca el azucarero y Luis Hernández, tecito en lugar de pisco, tecito en lugar de cerveza, tecito en lugar de ron, se sirve cucharada tras cucharada haciéndose el descuidado; melcocha queda al taza. Los poetas conversan; doña Jesús, discreta, no dice nada; los poetas conversan y pasan las horas y ese té azucarado no lo toma nadie. Cuando se va Hernández doña Jesús le dice a Juan Gonzalo: ¡pero si yo estaba haciendo una broma! Y Juan Gonzalo (ojo: la versión es de Lorenzo Osores) termina diciendo: Mejor mamá, no hay que dejar que Luis Hernández beba mucho. ¡Tú sabes cómo son los jóvenes ahora!

4

¿Por qué los lectores de poesía estimamos tanto a Juan Gonzalo? No es ciertamente solo por sus anécdotas, porque todos tienen, poetas o no, buenas anécdotas. Es por la calidad de su poesía. Cuando Vallejo o Eguren escribían, la distancia entre ellos y dos o tres más, respecto del resto que pergeñaban versos, era muy grande. En cambio, en épocas recientes, en los últimos 30 años digamos, precisamente porque en la tradición peruana existen grandes poetas como Vallejo u Oquendo de Amat, existe un mejor “promedio” en la calidad de quienes empiezan. Juan Gonzalo brilla en un grupo de poetas que apareció hacia 1950, y que está lleno de calidades: Eielson, Bendezú, Belli, Delgado, Guevara, Miranda, Salazar Bondy, Valcárcel, Romualdo, son como grupo, lo más notable surgido en el Perú en lo que va corrido de la centuria. Antes y después que ellos ha habido y hay poetas de relieve, pero estos poetas constituyen en el Perú una especie de “promoción” equivalente a las 27 de España.

Bueno pues, en este grupo, Rose tiene un lugar especial. Cierto es que al comienzo tuvo una influencia epidérmica de Vallejo (“Al paredón los ojos de mi novia/ al paredón las manos de mi amigo/ mi propia poesía al paredón/ si se pasa al enemigo;/ el mismo paredón,/ al paredón, si no quiere hacer lo que pido”) o de Neruda, pero muy rápidamente supo liberarse de los clisés y fue perfilando una de las poesías más ricas del Perú contemporáneo. Rose tiene una virtud que pocos tienen: sus versos son de amor, siempre de amor ternuroso, si se me permite el neologismo. Rose va tocando los objetos, las personas, los paisajes y los viste justamente de luz no usada; inclusive su poesía de combate es ternurosa: “Zampado el aire. El agua/ zampada. Y en el palacio/ alguien se ha zampado./ Aquí se zampan desde antiguo./ El inca se zampó sobre los valles/ defendidos apenas por el humo./ Hediondos españoles se zamparon/ al templo de la luna./ Luego los militares:/ se zamparon./ Y así de zampadera en zampadera/ fuimos de siglo en siglo,/ de aldea en aldea,/ de festejo en festejo:/ ¿quién no se zampa a una fiesta un sábado?”.

Para Rose no hay diferencia entre el poblador que se mete a una fiesta (y supone que esta es una actitud común del hombre peruano), el militar que ocupa el palacio y el inca que fue expandiendo su imperio. Como gran poeta que es, no necesita calificar las acciones, no coloca adjetivos inútiles, inca cruel por ejemplo, le basta la fuerza motriz de una sola palabra, “Zampado”, que resumen en sí misma la imagen que el pueblo tiene sobre la historia del Perú: una larga aventura de zampones. Y escribiendo así, usando la palabra “zampar” en sus distintas variantes, Rose no hace otra que lo que quería el poeta Garcilaso, el célebre español, quien escribía poesía usando las palabras que todos conocían, y entre estas prefería las menos gastadas por el uso. Cuando transcurran los años todo el mundo reconocerá seguramente en Rose, eso que los científicos sociales llaman “Identidad Nacional”.

 

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* Artículo publicado originalmente en el suplemento El Caballo Rojo (Año I, número 23). Lima, 1980.

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