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Mario Vargas Llosa: permiso para retirarse o los pesos pesados no se retiran nunca 

Enmanuel Grau

 

Cuando la literatura es fuego y ese ardor se ha extendido por generaciones, despertando la llama de la imaginación, el deseo y el delirio, no hay retiro que valga. Mario Vargas Llosa entrega una novela más, Le dedico mi silencio (Penguin Random House) la última, en sus propias palabras, como colofón de una carrera literaria destacada, no exenta de polémicas y picos narrativos (véase la secuencia de la Casa Verde en donde Aquilino viaja por un río oscuro mientras reverberan, como jejenes luminosos, sus más estrambóticos recuerdos).

La poética de Vargas Llosa ha estado siempre sujeta a una idea medular: las sociedades corrompidas intensifican su anhelo por el poder, lo trastocan en su dimensión moral para ejercerlo como herramienta política, de instinto y opresión. Y en este desarrollo temático, de descubrimientos e innovaciones con el lenguaje, destaca acaso las narraciones múltiples en el espacio y tiempo, intuida ya en el epílogo de La ciudad y los perros, cuando el narrador muestra de manera pulcra un diálogo simultáneo entre el Jaguar, Teresa e Higueras. 

Estos hallazgos narrativos no son pocos y su influjo, vertido tal vez de manera indirecta en las últimas generaciones de autores, puede todavía rastrearse, sino en lo formal, sí en la insidiosa idea de que la literatura es todavía un arma que ahuyenta la soledad, rechaza un mundo ya hecho y contraviene teorías apocalípticas que anuncian su inminente final. 

El retiro para algunos pocos es un privilegio, aquellos autores que han logrado mitificar su experiencia vital, difuminada en sus ficciones, ensayos y polémicas. Pienso en Rulfo, apartando la mano de la pluma porque “su abuelo no le contó más historias que lo sacudieran de punta a punta” o en el caso de Imre Kertész quien, después de “haber zanjado el tema principal de mi obra”, el Holocausto, no tuvo necesidad de añadir un capítulo más a la épica de los desterrados.  Para otros, y estoy seguro es el caso de Vargas Llosa, es una tregua. 

Hay quienes fustigan al Nobel de Literatura 2010 por el tono y la envergadura de sus novelas aparecidas después de la monumental La guerra del fin del mundo. La ironía aquí se ofrece sola y no está libre de verdad: ¿cuántos de sus lapidarios críticos no firmarían apurados una “novela menor” de Vargas Llosa?

Historia de Mayta, El hablador, El sueño del Celta, son libros vigentes, pues dialogan de manera frontal con nuestra realidad más inmediata y en donde no faltan los hallazgos narrativos.

Vargas Llosa ha pedido permiso para retirarse pero amenaza con escribir un ensayo sobre su maestro de juventud, Jean Paul Sartre, el autor francés que removió la cándida idea que tuvo alguna vez de la literatura y lo conminó a escribir con la ilusión de “incidir en la Historia”. Ojalá este libro en ciernes sea también una ventana por donde se pueda mirar, si la nostalgia y el rigor lo convocan, un tiempo importante para la literatura hispanoamericana, cuyo fuego hemos recibido todos, en mayor o menor medida, lo aceptemos así o no. 

 

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