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Original, valiente, solitario y humano: César Vallejo según Jorge Basadre

En una semblanza, el historiador narra extractos de la vida del poeta santiaguino y resalta la importancia de su poesía.

 

César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892- París, 1938)*

Autor: Jorge Basadre

 

César Vallejo, el undécimo y último hijo del matrimonio de Francisco de Paula Vallejo Benites con María de los Santos Mendoza, ambos naturales de Santiago de Chuco e hijos de dos sacerdotes españoles y dos indígenas peruanas. La familia pertenecía a la clase media baja. De la investigación hecha por André Coyné ratificada por el testimonio definitivo de Alcides Spelucín, aparece que nació en esa ciudad el 16 de marzo de 1892. Tuvo vida escolar anómala e interrumpida quizás por razones económicas. Después de haber pasado por el colegio nacional de Huamachuco o por ese entonces, ingresó como ayudante cajero en una hacienda azucarera de Chicama y como preceptor de los hijos de un rico terrateniente de Huánuco; acaso esta experiencia cercana al drama campesino se proyectó en algo en su obra y en sus inquietudes. Estudiante en la Universidad de Trujillo, trabajó como preceptor en el centro escolar de varones No. 241 (1913-1914) y luego como profesor del Colegio Nacional de San Juan. Hizo versos desde muy joven y por un tiempo fue gran admirador del mexicano Manuel Acuña. Perteneció entre 1915 y 1918 más o menos a la bohemia cultural del país, de la que también formaron parte Antenor Orrego, Alcides Spelucín, José Eulogio Garrido, Víctor Raúl Haya de la Torre, en pugna con el grupo de Víctor Alejandro Hernández; y en ese ambiente amplió su cultura y desarrolló su personalidad. Se graduó de bachiller en Letras en 1915 con una tesis sobre el romanticismo en la poesía castellana. Publicó versos en periódicos locales como La Industria, La Reforma, Cultura Infantil, La Semana y algunos de ellos fueron reproducidos en Balnearios de Barranco. En 1911, Clemente Palma había rechazado en Variedades una composición de Vallejo; y lo mismo hizo en 1917 con otra que luego perteneció al libro Los heraldos negros dedicándole un comentario despectivo que apareció en la sección “Correo franco” de aquella revista y donde aparecían las palabras “mamarracho”, “adefesio”, “tontería poética”.

A Lima llegó Vallejo en 1918 en fuga después de un incidente producido por los celos de una mujer. Ese año (el de la Reforma Universitaria en Córdoba) editó el libro Los heraldos negros y colaboró en la revista de Mariátegui Nuestra Época. Se ha dicho que esta obra (que circuló solo en 1919) fue recibida con indiferencia. Alcides Spelucín ha exhumado, sin embargo, los elogios que recibió de Manuel González Prada, José María Eguren, Abraham Valdelomar, Juan Parra del Riego, Antenor Orrego, Luis Góngora, Ezequiel Balarezo Pinillos.

En 1920 viajó Vallejo a Santiago de Chuco y fue acusado sin fundamento, con diecinueve personas más, de los delitos de daño e incendio de una tienda. Preso, fue conducido a la Cárcel Central de Trujillo. Hubo gestiones de intelectuales y estudiantes en su favor; en octubre de 1921, a los 113 días de permanencia en la prisión, obtuvo la libertad condicional. Este episodio ejerció gran influencia en su vida. Entonces escribió varios de los poemas de Trilce. En Lima se dedicó poco después a una vida de bohemia que incluyó el alcohol y las drogas, pero no lo alejó de la creación literaria. Ganó entonces el con curso organizado por la Sociedad Entre Nous con su relato “Más allá de la vida y de la muerte”.

En 1922 apareció en Lima (con un vislumbre y una valentía heroicos en aquella época) su libro de poemas Trilce con prólogo de Antenor Orrego, su admirador y consejero de muchos años. Esta publicación produjo desconcierto. “El libro ha nacido en el mayor vacío (escribió entonces Vallejo al mismo Orrego). Y agregó estas bellísimas palabras: “Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta hoy desconocida obligación sacratísima de hombre y de artista ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva”. A Trilce siguieron en 1923 Escalas melografiadas así como la narración Fabla salvaje. El 17 de junio de 1923 emprendió viaje a Europa. El juicio que se le promoviera en Trujillo no había terminado.

A partir de julio de 1923 empezó para Vallejo en París una existencia asechada por la miseria. Hizo traducciones, envió crónicas a las revistas de Lima, Variedades y Mundial y a El Comercio. Viajó a España, publicó con Juan Larrea la revista Favorables París Poema y en 1928, atraído por el comunismo, hizo su primer viaje a la Unión Soviética. Junto con Georgette Philippart, que tenía entonces algunos medios económicos y que fue la esposa y la compañera en los últimos años de su vida, realizó en 1929 la segunda visita a Rusia.

En 1930 apareció en Madrid la segunda edición de Trilce con prólogo de José Bergamín y un poema-salutación de Gerardo Diego. Este hecho señaló el descubrimiento de Vallejo en España. Sindicado como militante del partido comunista junto con Armando Bazán y Juan Luis Velásquez, fue obligado en diciembre de aquel año a abandonar el territorio francés y se trasladó a Madrid.

En su primer libro poético, Los heraldos negros, hay huellas de Rubén Darío, quizás de algunos simbolistas franceses que conoció por la antología de Diez Canedo y, sin duda, de Herrera y Reissig; pero, al mismo tiempo, aparece un poeta completamente liberado, en plena posesión de sí mismo, con temas y expresiones nacionales, regionales, populares o indígenas y, a la vez, con un romanticismo esencial, o sea un sentimiento trascendente de desolación mística, una angustia metafísica que expresa un dolor inmenso y un hondo acento de solidaridad humana. Pero si Los heraldos negros fue la pugna entre una estética que venía del pasado y otra que otea el futuro, Trilce (aunque quizás tiene algún reflejo de las innovaciones formales aportadas por el ultraísmo) es una violenta ruptura con toda imitación o influencia literaria, una liberación audaz de los cauces usuales del metro y de la rima, a la vez que de la sintaxis y de la lógica aparente. De la “pureza poética” de Trilce a través de su descoyuntado idioma, de su armazón esquelética ha hablado José Bergamín. Y José María Valverde ha dicho que en el lenguaje de Vallejo las palabras se encuentran en un estado que bien podríamos llamar radiactivo, disparándose y saltando de su lugar de clasificación a otros, salidas de sus casillas, con una fuerza de sugestión fantástica y emotiva. Vallejo exhuma palabras antiguas (con lo que evidencia su conocimiento de algunos clásicos del idioma) o inventa otras nuevas o utiliza, de un lado, términos científicos o técnicos y, de otro, expresiones populares y de la vida cotidiana. Pero para él el atuendo verbal no importa. Trata de reducir el lenguaje a lo indispensable para alcanzar un meollo o entraña esencial. Su estilo, brotado del candor y la iracundia, tiene un sentido genésico para las palabras que usa. Pero debajo de todo ello balbucea una vital emoción humana, se arremolinan recuerdos e imágenes subconscientes, refléjanse experiencias de pobreza, prisión y soledad en una vida que no tiene sentido, donde priman el dolor y la angustia que sumen a los hombres en triste orfandad, un mundo hostil cuyo alquiler todos quieren cobrar, unidos al dulce recuerdo de la infancia y del hogar arrebatados por el tiempo y a una solidaridad esencial con los que sufren y con los que son oprimidos. Muchos poemas son autobiográficos; pero estos motivos son una causal para descender a las entrañas más profundas del ser.

Hombre de su tiempo, Vallejo se apasionó por las cuestiones sociales a partir de 1928 y él, tan personal y casi anárquico (sedicioso nato, insurrecto total, lo llama Juan Larrea) militó en la organización revolucionaria. En artículos y crónicas y también en libros como El tungsteno y Rusia 1931 (donde aparece inferior a sí mismo) quedó constancia pública de la fe y la doctrina del autor de Trilce. “A diferencia de otros minuciosos, voraces aprovechadores, Vallejo (ha escrito Guillermo de Torre) en cuanto poeta, en cuanto hombre de letras, nunca se apoyó en ninguna plataforma extraliteraria, política; su único sostén estuvo en sí mismo. Si fue a Rusia en dos ocasiones, lo hizo a sus expensas; el libroreportaje que escribió, más allá de una simpatía apriorística, no rebasa los límites de la objetividad. Cierta arisquez temperamental, cierto libertarismo ingénito lo hicieron inmune probablemente a todo enrolamiento sectario”.

La guerra española precipitó en él una eclosión poética de pureza, intensidad y hondura metafísicas y visionarias dentro de su aparente incoherencia entrecortada en la cual se reafirmó su condición de auténtico poseso que (según las palabras de Juan Larrea) “lúcidamente y sin reflexión alguna trata por todos los medios de extraerse de sí, de alienarse apelando al absurdo”.

El romanticismo inició la controversia acerca de las formas tradicionales y convencionales del lenguaje al bregar en principio contra la falsificación de la experiencia por la forma y esa lucha prosiguió al punto de que la historia literaria a lo largo de los siglos XIX y XX ha sido, en cierta forma, la historia de la renovación del lenguaje mismo. Pero al avanzar el siglo XX, coincidiendo con las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, se intensificó en todas las artes la protesta contra los medios convencionales de expresarse, la ruptura con la tradición estética, la resistencia contra las tentaciones de las formas ya hechas y de los clichés quizás convenientes pero gastados y no valiosos. Ha sido un tremendo esfuerzo por la expresión directa, la pura y virginal inspiración enfrentándose a la coagulación, la consolidación, la externalización, la institucionalización de lo vivido.

Vallejo, sin desmedro de su originalidad, toma parte en ese épico combate. Pero lo hace a solas, con el aporte de su dolor inmenso, con el de su genio y el de su sentido humano. Su obra en conjunto, como expresara Antenor Orrego proféticamente en el prólogo de Trilce, “retrae hacia su origen la esencia del ser”. Su voz suele dar la impresión del abismo. Coloca a los hombres frente a su propio drama y las nuevas generaciones encuentran allí un desasosiego, unas contradicciones, un malestar síquico que son como los de ellos y los del mundo y de la época en que viven. Con Vallejo se inicia en América un nuevo proceso cultural, un proceso de alcance y sentido universales. Y ha surgido para la valoración de su vida y de su obra el empeño no solo en el campo literario y en el terreno social sino en una tercera dimensión de índole metafísica y mística.

 

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* Publicado en Peruanos del siglo 20, editorial Rikchay Perú. 1981.

 

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