Hasta el día de su muerte, el 1 de noviembre de 2016, Rodolfo Hinostroza era un documento vivo de la historia literaria peruana. No solo era uno de los mejores poetas de la Generación del 60, sino también un prolífico traductor, crítico literario, astrólogo y periodista. Esta última faceta le permitió quizás escribir diversas crónicas sobre los literatos y artistas que conoció desde que ingresó a la universidad San Marcos en 1961.
José María Arguedas, Jorge Eduardo Eielson, Juan Gonzalo Rose, César Calvo, Javier Heraud y hasta Chabuca Granda son algunos de los personajes con los que tuvo alguna conversación, anécdota, debate y hasta borracheras que no se guardó en el recuerdo sino que compartió a través de un conjunto de testimonios que publicó entre 2009 y 2010 en la revista Caretas, y que luego reunió en el libro Pararrayos de Dios (editorial Tribal), en 2012.
En el libro también se recoge un texto dedicado a Javier Heraud (1942-1963), el cual causó polémica dentro del mundillo literario local porque mostraba al poeta guerrillero como un joven inseguro que solo quería hacer la revolución para demostrar que no era el lorna del salón y que era “tan hombre como cualquiera”.
Después de la publicación de dicho artículo, la familia de Heraud envió una carta a la revista Caretas en donde se le acusó a Hinostroza de escribir “palabras tan gruesas como falsas, que distorsionan la figura personal del poeta”. La familia, con toda razón y derecho, mostró su indignación porque consideraba que el autor de obras como El río y El viaje estaba siendo ridiculizado.
Por supuesto, la polémica continuó con la respuesta de otros literatos, artículos en blogs, dimes y diretes, insultos, protestas, entre otros. Sin embargo, antes de compartir la crónica para que el lector juzgue por sí mismo, nos quedamos con las palabras de Hinostroza incluidas en la introducción de su libro Pararrayos de Dios:
“Sin ellos [los escritores que conoció] el mundo no me hubiera parecido todo lo bello, excitante, misterioso que es, y mi vida se hubiera singularmente empobrecido. A ellos les debo el no haber perdido el alma en un abismo, la esperanza en un incendio, porque ellos son la sal de la tierra, el fuego del verbo, y encarnan la extraordinaria aventura de vivir guiados por su propio talento, que es la vez un instinto felino, una feroz introspección, una brillante epifanía, una salvadora ráfaga de eternidad”.
Los dejamos con la crónica:
Javier Heraud: el burgués guerrillero
Javier fue el poeta-mártir de nuestra generación, pero nada hacía presagiar que lo fuera, pues era una chico de familia burguesa, educado en el exclusivo colegio Markham, y estudiante de la Universidad Católica cuando todavía era regentada por curas…
No éramos muy amigos, pues yo había sido educado en las antípodas con colegio Markham, o sea en el colegio Guadalupe, que tenía fama de bravo, y estudiaba Medicina en San Marcos, donde nos conocimos a principios de la década del 60. Él ya oficiaba de poeta, pues había publicado en la imprenta de Javier Sologuren un pequeño llamado El río, que había sido muy alabado por la crítica. Se le veía como le continuador de la moderna poesía española, Antonio Machado, Pedro Salinas, Jorge Guillén, y era alumno predilecto de Luis Jaime Cisneros y Washington Delgado, que enseñaban en La Católica. Mi relación con Javier no era pues muy cercana, aunque éramos de la misma edad: unos mocosos de 19 años apasionados por la poesía.
Javier era un pata casi demasiado alto, aunque desgarbado y medio agachado como si le incomodase ser tan alto, además de huesudo, pacato, snob y buena gente como lo aprendí luego. Tenía una cara larga, medio caballuna, medio lúgubre por efecto de sus grandes y oscuras ojeras, y hablaba con un acento irremediablemente pituco. Se expresaba en un inglés perfecto, que además enseñaba nada menos que en mi colegio Guadalupe, citaba a Shakespeare de memoria, a Juan Mairena de memoria, y era el engreído de los profesores de Literatura, de los críticos, de los escasos editores.
En aquel momento la universidad de San Marcos ardía, impulsada por el triunfo de la Revolución Cubana, y el comunismo ganaba terreno, pues los estudiantes de izquierda habían ganado las elecciones; en la universidad Católica luchaban por la laicidad de la enseñanza, y había un acercamiento entre los jóvenes poetas de ambas universidades, que luego serían conocidos como integrantes de la Generación del 60. Por el lado de La Católica se alineaban Javier Heraud, Lucho Hernández, Marco Martos, Antonio Cisneros, por el lado de San Marcos, César Calvo, Arturo Corcuera, Reynaldo Naranjo, Mario Razzeto, que eran los más conocidos, habían ya publicado sus primeros libros, y/o participaban en recitales en sindicatos, que más parecían mítines políticos. Yo todavía no existía como poeta, y esa era la gran diferencia.
En 1961 la revista trujillana Cuadernos Trimestrales de Poesía, que dirigía el hermano de Arturo, Marco Antonio Corcuera, convocó al Premio Poeta Joven del Perú, muy oportunamente por cierto, porque el país estaba hirviendo de jóvenes poetas que aparecían por todas partes, como champiñones después de la lluvia: en Puno, en Trujillo, en Cajamarca, en Huancayo, y hasta en la punta del cerro, porque si hay algo que siempre me va a asombrar de mis compatriotas es su fervor por la poesía, de la que no esperan nada, pero sí todo. Ese concurso fue como echarle aceite al fuego, porque la pradera ardió, los muchachos se pusieron pilas ya que por primera vez se les tomaba en cuenta para un premio, y todo el mundo apareció de pronto con su manuscrito de poemas, y hasta yo me atreví a presentar el mío, que felizmente no ganó ni una mención porque hasta ahora andaría avergonzado. Ganaron, como es sabido, Javier Heraud con su poemario El viaje y César Calvo con Poemas bajo tierra, empatando el primer puesto. Después supe que Javier había viajado a un festival de juventudes, en la Unión Soviética, como delegado del partido Social Progresista, de izquierda moderada.
Perdí de vista a Javier durante meses, y lo vine a encontrar sorpresivamente en el lugar más inesperado del mundo, o sea en Arica, Chile, cuando ambos esperábamos un avión que nos llevaría a Cuba en un vuelo especial, con 70 estudiantes más que venían, como nosotros, becados por el Gobierno Revolucionario para estudiar una carrera en la Universidad de la Habana. Habían convocado un concurso para las becas en San Marcos, y nosotros lo habíamos ganado. Pero, ¿qué es lo que habíamos en verdad ganado?
Como ya lo he dicho en alguna parte, esa historia de las becas fue solo un señuelo de Fidel Castro para embarcarnos, a nosotros y a muchachos de Argentina, de Colombia, de Guatemala, de toda América Latina, en su proyecto, anunciado en la Conferencia Tricontinental de La Habana, de exportar la revolución a toda la América Latina, utilizándonos como guerrilleros, o más bien como carne de cañón. Fue un engaño, una estafa, una trampa, que después quisieron hacer pasar por “la voluntad soberana de los estudiantes”, pero que solo fue un enorme embarque para alimentar los fines geopolíticos de Cuba. Ninguna revolución “a la cubana” triunfó en las décadas siguientes, pero decenas de guerrilleros argentinos fueron masacrados a traición, y centenares de estudiantes-guerrilleros murieron en toda América Latina porque fueron forzados o seducidos por Fidel Castro en persona. Claro, él nos fue a visitar al edificio de estudiantes en 12 y 23, cuando apenas habíamos llegado a La Habana, para gritarnos su consigna: “¡El deber de todo revolucionario es hacer la revolución!” que no tenía nada que ver con lo que veníamos a hacer en Cuba. Pero había muchos chicos entusiasmados con la propuesta, que ya se veían como héroes de la Revolución Peruana.
Es en este marco que ocurre la radicalización de Javier, porque desde que pusimos pie en Cuba el adoctrinamiento comenzó, implacable, y se nos ordenó trepar al Pico Turquino, el más alto del país, en una marcha con mochila, fusil e impedimenta que duró 17 días, para probar si éramos o no aptos para la guerrilla, cosa que no entraba en los planes de nadie. Durante todo el camino se escuchaban, esporádicamente, protestas enconadas: “¡Nos han embaucado!”, “¡Yo quiero regresar al Perú!”, “¡Nos quieren para carne de cañón!”, a las que los cubanos ni caso les hacían.
El caso de Javier es curioso y meritorio, porque él sí tenía una verdadera beca a Checoslovaquia para estudiar cine con el maestro Joris Ivens, y podía haber continuado viaje, pero se quedó en Cuba con nosotros, aunque no tenía ni las más mínimas condiciones para guerrillero. Era grandazo, sí, pero torpe y desmañado como él solo, y sospecho que tenía pie plano, porque cuando se trataba de cruzar un arroyo yo “por las piedrecitas”, el único que pisaba mal era Javier y terminaba cataplum de culo en el arroyo, ni qué decir de los resbalones, golpes y heridas, pues él ostentaba el récord de ellas, pero no quería quedarse atrás.
Sin embargo Javier disonaba en ese ambiente popular, grosero y hasta belicoso conformado por el resto de los becados, que me recordaban mucho a mis compañeros de Guadalupe, y desde un principio se lo hicieron notar. Nosotros éramos cholos egresados de los rudos colegios nacionales, y no gringos amariconados que hablaban inglés. La bronca se olía en el aire.
Yo probé que tenía las condiciones físicas trepando al Pico Turquino como una gran parte de nosotros, pero eso no me obligaba a nada, de modo que me negué de plano participar en esos proyectos guerrilleros, que me parecían aberrantes, al igual que una buena mitad de estudiantes que pensaban lo mismo que yo. Pero durante algunos días, ya de vuelta a La Habana, todos discutimos el tema, apasionadamente.
Cuando hablé con Javier, en un jardincito frente a la casa donde habitábamos, me contó que él ya había decidido enrolarse en la guerrilla, pero igual conversamos. Yo le dije, básicamente, que el Perú no era Cuba, y en nuestro enorme territorio, con el triple de su población, y con un gobierno no dictatorial, como el de Manuel Pardo, era imposible que una guerrilla de unas pocas decenas de personas tomase el poder en 6 meses, como nos lo había profetizado Castro, y continué en la misma línea de razonamiento, que Javier no objetó durante un rato. “Entonces, ¿por qué vas a la guerrilla?”, le dije mirándolo a los ojos, y él se tomó su tiempo para contestar. Se estiró en el pasto como desperezándose, se sentó y me dijo: “¿Sabes cuánto mido yo? Un metro ochenta y cinco…”. “¿Y a qué viene eso?”, repuse. “Tú no entiendes… lo que pasa es que siempre he sido el punto en el colegio, el gringo cojudo, ¡el Grandazo por las Huevas!”, dijo levantando la voz drásticamente. “Siempre todo el mundo me ha pegado porque yo no sabía defenderme, ¡siempre me han tomado de punto, desde la primaria! ¿Entiendes? Seguro a ti no te ha pasado eso…”. Y luego de un silencio continuó: “Pero ahora yo no me corro y quiero demostrarles, a ti y a todo el grupo, que soy tan hombre como cualquiera, ¿entiendes?”, me dijo mirándome a la cara, y yo lo comprendí, hondamente. Me puse de pie, le di una palmada antes de irme y jamás volví a tocarle el punto.
Después me contaron que en el entrenamiento militar Javier había echado cuerpo, que ahora caminaba erguido, que ya no se tropezaba, y era el único que podía cargar la ametralladora 50, esa que de una sola bala tumbaba una palmera. Ya nadie se metía con él y más bien se había ganado el respeto de todos, que tanto trabajo le había costado. Cuando supe que había muerto con el ancho pecho destrozado por una bala dum-dum, casi lloré por él, recordando nuestra conversación, la primera y última verdadera que tuvimos, y respeté más que nunca la desesperada hombría de su decisión.
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