
En declaraciones para el diario italiano La Stampa, en junio de 2015, Umberto Eco emitió duras críticas ante el auge de las redes sociales en todo el mundo:
“Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Tres meses antes, ante el medio español ABC hizo un pronunciamiento relacionado:
“La televisión ha promovido al tonto del pueblo, con respecto al cual el espectador se siente superior. El drama de internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.
Pero esta relación con las nuevas tecnologías de información ya venía de antes. En un artículo de 2005, el autor de El nombre de la rosa expresó su descontento y crítica contra los teléfonos celulares. Le parecían excesivos:
“¿Aún se puede vivir sin celular? Dado que “vivir para el celular” implica una adhesión total al presente y un frenesí del contacto que nos priva de cualquier momento de reflexión solitaria, los que estiman la propia libertad (tanto interior como exterior) pueden valerse de muchísimos servicios que el instrumento permite, excepto el uso telefónico. A lo sumo podemos encenderlo exclusivamente para pedir un taxi o comunicar a la familia que el tren lleva tres horas de retraso, pero no para recibir llamadas (es suficiente tenerlo siempre apagado)”.
A continuación, reproducimos el mencionado artículo:
El teléfono celular
Un pequeño aparato, una gran revolución
Escribe: Umberto Eco*
El distinguido filósofo y novelista italiano, desde su columna para la revista L’Espresso, hace un comentario lleno de humor e ironía sobre lo que el teléfono celular ha traído a nuestra vida.
A principios de los años noventa, cuando todavía pocas personas poseían teléfonos celulares, que aun así ya hacían inhumanos los viajes en tren, escribí una columna, bastante irritada. Decía yo, en síntesis, que el celular debería permitirse solo a los que trasplantaban órganos, a los gasfiteros (en ambos casos, personas que por el bien social deben poder ser localizadas en cualquier lugar e inmediatamente) y a los adúlteros. Por lo demás, sobre todo en esos casos en que caballeros que habrían resultado imperceptibles en otras condiciones hablaban a voces en trenes o aeropuertos sobre acciones, perfiles metálicos e hipotecas, el celular era ante todo una marca de inferioridad social: los poderosos de verdad no tienen celular, sino veinte secretarios que filtran las comunicaciones, mientras que el que necesita el celular es el mánager intermedio para contestar en todo instante al consejero delegado, o el pequeño hombre de negocios a quien el banco tiene que comunicarle que está en números rojos.
Desde entonces, ante todo, la situación de los adúlteros ha cambiado dos veces: en una primera fase, han tenido que renunciar a este reservadísimo instrumento porque, nada más comprarlo, el cónyuge empezaba legítimamente a sospechar; en una segunda fase, la situación ha vuelto a invertirse, puesto que, dado que el celular ya lo tenían todos, dejaba de ser indicio irrefutable de relación adúltera. Ahora los amantes pueden usarlo, pero siempre que no sean relaciones con personajes en alguna medida públicos, pues en ese caso la comunicación seguramente será interceptada.
Nada ha cambiado por lo que respecta a la inferioridad social (todavía no me constan fotos de Bush con un celular en la oreja), pero es un hecho que el celular se ha convertido en un instrumento de comunicación (excesiva) entre madres e hijos, de fraude en los exámenes escritos, de fotomanía compulsiva; las jóvenes generaciones están abandonando el reloj de pulsera porque miran la hora en el celular. A eso añádase el nacimiento de los SMS, de la información periodística minuto a minuto, el hecho de que con el celular uno puede conectarse a Internet y recibir correo electrónico inalámbricamente, que en sus formas más sofisticadas funciona no solo como agenda, sino como computadora de bolsillo, y he aquí que estamos ante un fenómeno fundamental social y tecnológicamente.
¿Aún se puede vivir sin celular? Dado que “vivir para el celular” implica una adhesión total al presente y un frenesí del contacto que nos priva de cualquier momento de reflexión solitaria, los que estiman la propia libertad (tanto interior como exterior) pueden valerse de muchísimos servicios que el instrumento permite, excepto el uso telefónico. A lo sumo podemos encenderlo exclusivamente para pedir un taxi o comunicar a la familia que el tren lleva tres horas de retraso, pero no para recibir llamadas (es suficiente tenerlo siempre apagado).
Cuando alguien critica esta costumbre mía, respondo con un argumento de autoridad: mi padre, hace más de cuarenta años (y, por lo tanto, antes de los celulares), sufrió un infarto. Pudieron comunicármelo solo muchas horas más tarde. Bien, esas horas de retraso no modificaron nada. La situación no habría cambiado aunque yo hubiera sido informado a los diez minutos. Esto quiere decir que la comunicación instantánea que el celular permite tiene poco que ver con los grandes temas de la vida y de la muerte; no le sirve a quien lleva a cabo una investigación sobre Aristóteles y ni siquiera a quien se estruja el cerebro con la existencia de Dios.
El celular, pues, ¿tiene algún interés para un filósofo (como no sea para poder llevar en el bolsillo una bibliografía de tres mil títulos sobre Malebranche)? Pues sí. Hay ciertas innovaciones tecnológicas que han cambiado la vida humana, tanto que se han convertido en argumento para la filosofía: baste pensar en la invención de la escritura (desde Platón a Derrida) o en la introducción de los telares mecánicos (véase Marx).
Curiosamente, ha habido poca filosofía sobre otros cambios tecnológicos que nos parecen muy importantes, por ejemplo, el automóvil o el avión (aunque se ha reflexionado sobre el cambio de la idea de velocidad), pero es que el carro o el avión (si no somos taxistas, camioneros o pilotos) los usamos solo en ciertos momentos, mientras que la escritura y la mecanización de la mayoría de las actividades cotidianas han modificado radicalmente todos los instantes de nuestra vida.
A una filosofía del celular le dedica un libro Maurizio Ferraris (editado por Bompiani). No sé si ya ha llegado a las librerías, y yo, como autor, soy contrario a las reseñas anticipadas: a uno le entra la curiosidad, va a pedirlo a la librería, le dicen que todavía no lo tienen, piensa que el librero es un inepto y los días siguientes lee otras reseñas y se deja llevar por otras curiosidades.
Así pues, mientras leo las galeras de este libro, me reservo volver a hablar de él en otro momento. Entre otras cosas, porque, aunque el título deje sospechar una diversión guasona (¿Dónde estás? Ontología del celular), Ferraris hace una serie de reflexiones muy serias a partir de ese objeto y nos hace entrar en un juego filosófico bastante intrigante.
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