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Atusparia y la revolución campesina: para no olvidar a los héroes del Callejón de Huaylas

Historieta de José Salazar Mejía narra la historia de la revolución campesina más grande en el Perú, después de la que inició Túpac Amaru.

Por Eduardo Reyme Wendell

Astusparia y la revolución campesina de 1885 (2019, Killa Editorial) es una historieta que relata la importante acción que realizara Pedro Pablo Atusparia en el Callejón de Huaylas. Con una estructura que favorece el relato, el profesor José Antonio Salazar Mejía ha hecho una pequeña clase de historia en no menos de 50 páginas, colocando como personaje central a una maestra deseosa de que sus estudiantes aprendan sobre su pasado e involucrándolos en el terreno de la investigación escolar. El trabajo grupal de historia dirigido a estudiantes de cuarto de secundaria estará compuesto entonces por tres partes, las mismas que conforman el libro de Salazar.

La importancia de esta historieta es que nos hace revisar desde el inicio las causas de la revolución campesina en Áncash como consecuencia de lo que sucedió durante la Guerra con Chile. Recordemos que entre 1840 y 1875 el Perú vendía guano de las islas al extranjero y que acabádose este se inició la explotación del salitre que abundaba en Tarapacá. La guerra vista desde la actualidad no fue otra cosa que producto de las ambiciones oligárquicas mercantilistas de empresarios que se habían preparado con hasta seis años de antelación. Es sabido que detrás de los intereses chilenos estaba Inglaterra, país que anhelaba hacerse del salitre a bajo costo, más aún después de saber que era el Perú dueño del 58 % de las salitreras que existían por aquel entonces. Y como toda guerra siempre debe encontrar un pretexto para sustentarse sobre el mismo, fue este el aumento de 10 centavos el quintal de salitre lo que hizo que Chile ocupara las salitreras en Bolivia, y el resto es historia conocida; Perú intervino como mediador y ya para el 5 de abril de 1879, Chile le declaraba la guerra con la seguridad de saberse ganador antes de iniciada la contienda.

Mientras ocurría eso en Lima, en Huaraz, los batallones Áncash N° 1 y N° 2, con 800 soldados cada uno (la mayoría campesinos) se alistaban para una guerra que no estaban seguros si era tan suya como creían. Es curioso advertir que las clases altas del Perú, con la clara intención de no perder el salitre, ordenaron que sean los indios quienes vayan a la guerra. Así, por ejemplo, en Huaraz la leva fue general respetando apenas a niños y ancianos. Otro problema por aquel entonces fue la anarquía que anticipó nuestra derrota. La renuncia de Manuel Ignacio Prado y la asunción de Nicolás de Piérola terminó por mostrar un panorama aciago por donde se le mire. Lima, ocupada por los chilenos el 15 de enero de 1881, tuvo como eco en Ricardo Palma la frustración de una clase que tildó al indio de una raza abyecta y degradada. En otras palabras, una raza ajena a la patria, enemiga del blanco y del costeño. Esa idea quizá es la que ha quedado en el imaginario colectivo de muchos en la actualidad, y de allí quizá se forja su desprecio hacia ellos, muy a pesar además de haberse relatado historias del valor del indio y del accionar de las llamadas “rabonas”, mujeres llamadas así por la oligarquía a modo de desprecio.

La llamada “Resistencia” en plena guerra vino de Andrés Avelino Cáceres, quien la inicia en Ayacucho y Junín; en Lima, la oligarquía les pagaba a los chilenos y cambiaban a Nicolás de Piérola por Francisco García Calderón, un presidente que encajaba a sus propios intereses. Áncash sufrió las consecuencias y fue el prefecto quien pidió el pago de impuestos que terminaron por empobrecer más a los indios. La negación de estos terminó siendo sinónimo de cárcel. Ya para 1882, Lima convulsionada políticamente agitó a las provincias más cercanas entre ellas Huaraz quien bajo el vicepresidente coronel Montero hizo sufrir de abusos a los más humildes. Su huida fue inmediata por la desazón que inspiraba entre los pobladores. La revuelta era inminente. El descontento era materia de todos los días y era más que inevitable la insurgencia de una rebelión desde el interior del Perú profundo. Lima, con el apoyo de los chilenos, elegía a Miguel Iglesias y Huaraz se pronunciaba en continuar la guerra pese a la traición de la capital. Cabe agregar que Cáceres ya había derrotado a los chilenos en Marcavalle y Pucará y encargaba este al coronel Recavarren a organizar en Huaraz el ejército del Norte. Su estancia abrumada por la necesidad del orden urgente solicitó el pago inmediato de tributos a los indios que muchos no tomaron a bien. No obstante, cuando los sureños estuvieron en Huaraz cobraron cupos a los huaracinos y las venganzas se apropiaron de ambos lados, y murieron en Macashca y Atipayán 7 mil chilenos y, en Pallasca, 165 indígenas. En el Callejón de Huaylas los saqueos y robos redondearon el pillaje chileno, muchos no lo recuerdan, pero en Huamachuco, un 10 de julio, muchos huaracinos murieron poniendo ese mismo pecho que la oligarquía ocultó, de ese día deberíamos recordar a Manuel Eulogio del Río Mejía, una calle en Huaraz lleva su nombre y sus restos descansan en la Cripta de los Héroes de Lima.

Las traiciones siguieron. Iglesias firmó una paz acomodada a los intereses de la oligarquía y perdíamos Tarapacá. Quizá lo más digno de ese hecho es que la resistencia, la verdadera resistencia continuó en el Callejón de Huaylas y que un tal Hidalgo Zavala y sus 200 soldados defendieron al taita Cáceres de sus enemigos. También José Puga de Cajamarca se sumó con sus 500 montoneros, pero esa historia es la reserva moral que a las clases altas de nuestro país no le conviene dar a conocer quizá porque en esa verdad se figura su real esencia, esa radiografía del espanto, sello de una clase que no ha cambiado ni cambiará con el correr de los años.

La revolución de 1885

El abuso de los llamados “mishtis” queda bien registrada en la historieta de Salazar como una de las principales causas. El abuso a nivel legal por aquel entonces llegó a niveles extraordinarios, terrenos en Huanchaq y Marián fueron quitados a la comunidad a vista y paciencia de las autoridades de turno. Muchos indígenas endeudados cedían sus tierras a modo de pago y quedaban como simples empleados de la noche a la mañana. Es importante señalar que la guerra trajo como consecuencia el alza de diezmos, pitanzas y otras regalías, una más absurda que la otra. La prohibición de extracción de sal y leña, por ejemplo, o la “contribución a la minería” y a “lo industrial” eran recursos generados por los hacendados que viéndose en la bancarrota buscaban a como dé lugar salir de su quiebra a costa de los indios. Se crearon por aquel entonces los llamados “Trabajos de la República”, faenas donde las autoridades hacían trabajar a los campesinos pobres sin paga alguna. Fueron esas medidas las que generaron los caminos, puentes, cuarteles y hasta casas de las autoridades de la época.

El factor económico no estuvo ajeno a la guerra civil entre iglesistas y caceristas, pues en 1884 el valor del papel cayó al punto que la moneda de un sol de plata valía 20 soles en billete. El problema mayor era la tenencia de la tierra. El dinero que se recolectaba sirvió como pago de la “Contribución Personal” destinado a la Corte Superior de Justicia de Áncash, cerrado por la guerra desde 1883, o sea, pedían plata para una institución que no existía desde hace años. Cáceres había vislumbrado entonces desde hace mucho que el campesinado podría derrotar a los chilenos, pero la oligarquía no quiso armarlos porque tuvieron pavor de solo pensar que su medicina podría recaer en ellos mismos. Aunque suene extraño para muchos, a las clases altas le convenía que el Perú pierda la guerra, solo así podrían sacar ellos provecho de tamaña situación. La principal causa de la revolución era la situación del indio y su estado deplorable en el que se encontraba desde 1921. Fue la esclavitud en la que vivía este la que lo empujó a dichas acciones pues, aunque parezca absurdo, nunca como en la República estuvo tan expuesto al abuso y a la vejación de parte de los hacendados, ni en la Colonia se vio tanto abuso como aquel entonces.

La negación al pago de la “Contribución Personal” por parte del campesinado estuvo a cargo de Pedro Pablo Astusparia, jefe de los varayocs, quien fue azotado y encarcelado por las fuerzas del orden. El corte de sus trenzas, símbolo de respeto de las autoridades campesinas fue la gota que derramó el vaso y la que colmó la paciencia de los campesinos huaracinos. Lo que vino después fueron masacres como la ocurrida en el puente Auqui. Atusparia no actuaría solo y daría misiones para llegada la noche hacerse con la victoria. El saldo de aquella jornada fueron 180 soldados muertos entre los que figuraría Vergara, el verdugo de Atusparia. Héroes hoy innombrables por el olvido son Ángel Baylón, Pedro Granados y el mismo Pedro Pablo Atusparia de quien existe una obra de teatro escrita por el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro.

Producto de la victoria, los caceristas liderados por Manuel Mosquera buscaron a Atusparia y se establecieron nuevos roles en el mando del movimiento. Se sumaron a ellos los hermanos Solís y Luis Montestruque. Ante el nuevo orden la población se fue adecuando. Mosquera fue nombrado nuevo prefecto y Montestruque fue nombrado secretario general del movimiento. Se sumó al equipo integrado por Atusparia y Mosquera, un tal “Uchcu Pedro” del cual se decía que era un cholo bravo como nadie. Es importante mencionar, sin ánimos de idealizar esta valerosa acción, que los intereses personales también afloraron. En el caso de Atusparia proponía luchar por los derechos de los indígenas; en el caso de “Uchcu Pedro” buscaba exterminar a todos los “mishtis”, y en el caso del abogado Mosquera buscaba que se reconozca a Cáceres como presidente. La noticia de la revolución se amplió hacia otros departamentos y así el 15 de marzo se tomó Carhuaz al mando de Pedro Celestino Cochachin, “Uchcu Pedro”. Atusparia intercedió para evitar desmanes y mandó a fusilar a los que se dedicaron al saqueo. Llama la atención que las intenciones de Atusparia no solo estaban circunscritas a un solo espacio pues junto a los campesinos fijaron en Mancos su cuartel general pensando tomar Yungay. En adelante la historieta narra que producto de este levantamiento por parte de los campesinos yungainos se fusiló a José Orobio “El Quri Blanco” quien dirigió el ataque y fue el líder del levantamiento el 29 de marzo; el 4 de abril, más de 10 mil hombres tomaron Yungay y el 6 ingresan a Caraz. Lo que sobrevino después fueron desavenencias, falta de espíritu por seguir normas que generó la destitución de Mosquera y por ende la pérdida del apoyo del ejército cacerista. Fusilado Orobio, muerto Montestruque y el cacique Tupish Huanca, Atusparia advirtió que era él el llamado a continuar con aquello que había iniciado. Hasta aquí se calcula que 5 mil campesinos murieron durante la revolución, la misma que ha sido considerada la más grande después del levantamiento de Túpac Amaru II.

Lleno de referencias a autores y libros que hablan sobre el tema, Salazar suelta en su largo recorrido textos importantes como los de Virgilio Roel, Manuel Reina Loli y su libro “Áncash y la Guerra con Chile”, “La campaña de la Resistencia” de don Augusto Alba Herrera, “Áncash” de Alvarez – Brun o la historia de Pedro Cochachin, el gran “Uchcu Pedro” de don Santiago Maguiña Chauca, lo cual hace que la historieta de Salazar dialogue positivamente con textos de vital importancia para ahondar en el tema. Ojalá, en una sociedad como la nuestra, más libros como el que han editado los amigos de la editorial Killa permitan seguir dando a conocer esas otras partes de la historia desperdigada como piezas de un rompecabezas que a muchos no les interesa armar ni mucho menos dar a conocer.

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