Por Abelardo Sánchez-León*
Nos calmamos pensando que los últimos dos o tres veranos de Julio Ramón en Lima fueron lo mejorcito de su vida. Estábamos molestos porque justo le daban el Premio Juan Rulfo en un momento en que su salud le impedía asistir. Y gozarlo, claro. Y cobrarlo. Pero nos calmamos pensando que su departamento en Barranco mirando al mar era un justo premio a toda una vida dedicada a la literatura y extrañando, por supuesto, al mar. Había logrado establecer una rutina que le daba una enorme satisfacción y la lucía en su cara, en una cara donde la enfermedad surgía, de a pocos, agazapada. Una rutina sencilla. Durante esos últimos años tuvo tiempo para la amistad, pasear, mirar a las muchachas, y enamorarse. Era un muchacho travieso en el buen y exacto sentido de la palabra.
Nos calmábamos pensando que su vida, en los tramos finales, era casi un empate: ni victorioso ni derrotado, yacía en un hospital en el instante mismo en que cogía lo que la vida le ofrecía. El final de su vida se parecía a uno de sus cuentos, pero los dos o tres veranos últimos fueron, así pensábamos, lo mejorcito. A su rutina le añadió unos paseos en bicicleta con amigos, que hasta llegaron a llamar “los regios”. Ya me imagino a Julio Ramón de regio, aunque pinta nunca le faltó y su capacidad seductora no disminuyó ni un ápice. Julio Ramón fue un narrador dotado de ángel y seducción, que se leía entre todas las edades porque, llana y sencillamente, gustaba. Julio Ramón gustaba a la gente.
Eso pensábamos. Y nos calmábamos. Dos de nosotros se jugaron entonces unas fichas en su nombre, porque Julio Ramón estaba en esos últimos años jugando a la vida, a que vivía y a que moría. Jugaba a escribir todos los días. Y de noche se daba una ronda por alguno de los casinos que la posmodernidad ha instalado en la capital. Jugaban a la bacanería sencilla, a la de mentira.
Esos dos o tres veranos últimos podrían revertir toda una vida que no fue necesariamente desagradable. No. Fue dura y dolorosa, eso sí, porque Julio Ramón llevó con una valentía inigualable una enfermedad de cuya gravedad o de cuyos estragos pocos conocían, porque desde 1972, año en que lo conocí, vivió sin quejarse con la mitad de su estómago. Era flaco y no le gustaba ser visto en toda su delgadez. Buscaba playas solitarias, donde pudiera tener ese contacto con el mar sin ser visto ni interrumpido. La soledad le gustaba, conversar con pocos amigos a la vez, ver fútbol por la televisión y ponerse temprano la pijama.
La vida parisina como que se fue quedando paulatinamente atrás, sin que nosotros nos fuéramos percatando. Al principio fue para pasar los veranos en Lima. Luego, hasta que se fuera el sol, y el sol se quedaba hasta mayo o junio, felizmente. Después, para estar acá casi todo el año y, por último, cerca de un nuevo verano, en noviembre, tuvo que ingresar al hospital. Eso pensábamos. Justo cuando hace solcito. Nos amargamos. Pero sentíamos que durante esos dos o tres veranos absorbió desde su terraza las diversas horas del sol.
Julio Ramón juntó con una naturalidad impresionante amigos de todas las generaciones. De la suya, por supuesto, de la nuestra, y la de los más jóvenes. Se sentía sumamente cómodo con cada una de ellas y, además, nos juntaba. Julio Ramón era el aglutinador. Y cuando ya éramos muchos, callaba, nos miraba, sonreía. Eso lo lucía en la cara. Eso pensábamos hasta el domingo 4 de diciembre, cuando empezó a correr la noticia. Julio Ramón se liberaba de un intenso dolor físico. Eso pensamos. Pero no nos quitó la tristeza.
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* El texto fue publicado en la edición 92 (noviembre-diciembre, 1994) de la revista Quehacer del Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo (Desco).
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