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César Vallejo: “[Quiero] transportar al poema la estética de Picasso, sin lógica, ni coherencia, ni razón”

Esta es una de las dos entrevistas conocidas que le hicieron al poeta César Vallejo. El manuscrito fue encontrado en la biblioteca de una abadía y data de 1938 o finales de 1937

César Vallejo. Dibujo de Gaston Garreaud / Jaime Campodónico / Editor

 

En 1990, Jaime Campodónico / Editor publicó Vallejo al café, un libro que contenía dos entrevistas (que se conocían hasta entonces) al poeta peruano César Vallejo. En esta publicación, según Alejandro Romualdo, las entrevistas “son fuentes de primera agua que nos sirven no solamente para ‘reconstruir’ su imagen física o metafísica, advertir sus ironías -a veces en forma de boutades-, confirmar su pensamiento crítico, pesar sus reflexiones aforísticas y comprobar su angustiado amor por España, amarrado con líneas más duraderas que las políticas: sus propios versos y los trazos de Picasso, o descubrir su dominio técnico (‘conocía bien a los clásicos’)”.

En la conversación que tuvo Vallejo con Antonio Ruiz Vilaplana, Romualdo resalta que el autor de Trilce hace de la entrevista “un acto artístico de lúdica estirpe dadaísta, donde la pregunta insospechada ya está respondida con antelación, como si afirmara con su puño y letra que ‘todo está escrito’, Vallejo, atravesado de verso a verso por el azar y, a la vez, por la fatalidad, abre finalmente las puertas de la vida que sabe de ‘la política, el amor, el problema económico, el drama menudo…’, en cuyo horizonte magnético vislumbramos en este momento las nuevas luces del siglo”.

A continuación, presentamos la entrevista:

Vallejo en París

Por Antonio Ruiz Vilaplana (1938 o finales de 1937)[1]

 

Intuyó González Ruano a Vallejo como si “duros y picudos soles le [hubieran] acuchillado el rostro hasta dejarlo así: finalmente racial, como el de un caballero criollo del Virreynato, […]. Este hombre, muy moreno, con nariz de boxeador y gomina en el pelo, cuya risa tortura en cicatrices el rostro, habla con la misma precisión que escribe”. Habría que añadir que la nariz no es exactamente como dice don César, sino débilmente afilada. Jamás vi a César Vallejo con presencia desaliñada, aunque en ocasiones, abandone sobre la silla su chaqueta y desabotone la camisa. Mi relación con Vallejo data de meses, aunque bien se puede afirmar que vividos con tal intensidad, dadas las dramáticas circunstancias en la que España se encuentra, que tengo la impresión de conocerle desde mucho tiempo atrás. El cargo que ocupo en la embajada republicana de París me permite tratar con todos los intelectuales antifascistas que siguen con enorme intensidad el desarrollo de la guerra. César Vallejo es uno de ellos. El más asiduo y ansioso. Para él la Guerra de España significa algo de muy difícil catalogación. No es sólo una contienda fratricida sino la lucha de lo mejor contra lo peor del género humano. Hace días quedamos en encontrarnos en Le Dome (“Mallarmé” le llama Vallejo) y sólo puso una condición para acceder a esta entrevista. Todas las preguntas las debería él de contestar usando sus escritos. Yo, por mi parte, debería preguntar sin traer preparado ningún cuestionario. “Dejándose llevar por la emoción del momento”, me había dicho. Mi educación desde que ingresé en el año 1928 por oposición en el Secretariado Judicial es ajena a improvisaciones. Pero Vallejo tiene tal capacidad de convicción y pone tanto amor en las cosas que una negativa por mi parte hubiera sido interpretada como un acto de descortesía. Y nada más alejado de mi ánimo que ofender lo más mínimo a Vallejo. Así que acepté sus presupuestos y he de confesar que conforme transcurría la conversación, cada vez con mayor alegría, ya que me ha permitido conocer unos textos que no sé bien si alguien más alcanzará a leer.

Sintomáticamente, sin saber muy por qué, le pregunto:

–¿Qué es para usted la historia?

Vallejo busca en su voluminosa carpeta y sorbe un poco del café que ha pedido. Finalmente me lee:

–Hay gentes a quienes les interesan Roma, Atenas, Florencia, Toledo y otras ciudades antiguas, no por su pasado –que es lo estático e inmóvil–, sino por su actualidad –que es movimiento viviente e incesante–. Para estas gentes, la obra del Greco, los mantos verdes y amarillos de sus apóstoles, su casa, su cocina, su vajilla, no interesan mayormente. ¡Qué les importa la catedral primada de Toledo, con sus cinco puertas, sus siete siglos, sus frescos claustrales, su coro de plata y su encantada capilla mozárabe! ¡Qué más les da la Posada de la Sangre, donde Cervantes escribiera La ilustre fregona! La historia en texto, en leyenda, en pintura, en arquitectura, en tradición, les deja a tales transeúntes en la más completa indiferencia.

Mientras el guía les explica en el puente de Alcántara, la fecha y las circunstancias de su construcción, he aquí que uno de los turistas se vuelve como escolar desaplicado y se queda viendo a un viejo toledano, que a la sazón entra, montado en un burro, a su casa. El viejo se apea trabajosamente, en mitad de su sala de recibo. ¡Ah!… bufa el viejo y empieza a llamar a voces al guardia de la esquina para que le ayude a desensillar el burro. Esto sucede en la calle que lleva por nombre “Travesía del Horno de los Bizcochos” o en aquella otra, un poco más ardua, que se llama “Bajada al corral de don Pedro”.

Tal vez para reflexionar, Vallejo pide un nuevo café acompañado en este caso de una copa de coñac. La mirada con la que observa al garçon resume sus sentimientos. Pareciera que quisiera bañarlo en un halo de ternura sin límite y de agravios dolorosos, como si le dijera que ahora mismo en el mundo los dos realizaban el mismo papel con distintas interpretaciones. Vallejo ahora le pedía el café y el coñac, y él se lo servía, para más tarde, ser Vallejo el camarero y él a quien sirviera. Continúo leyéndome:

Estas escenas son las que interesan a ciertas gentes: la actualidad histórica de Toledo y no su pasado. Quieren sumergirse en la actualidad viajera, que a la postre, es la refundación y cristalización de la historia pasada. Ese viejo, montado en su burro, resume en un bufido al Greco, la Catedral, el Alcázar, la Mezquita, la Fábrica de Armas. Es una escena viva y transitoria del momento, que sintetiza, como una flor, los hondos fragores y las faenas difuntas de Toledo.

Lo mismo puede afirmarse de todas las ciudades antiguas, ruinas y tesoros históricos del mundo. La historia no se narra ni se mira ni se escucha ni se toca. La historia se vive y se siente vivir.

Ansioso de demostrarle que no llevaba preparado ningún cuestionario, le pregunto:

–¿Cuándo empieza todo?

–Todo empieza por el principio.

Anonadado, inquieto, intentando dejarle sin respiración:

–¿Qué ama más de las plantas?

Pero es inútil:

–Yo amo a las plantas por su raíz y no por la flor.

Por los cristales de Le Dome un aire tibio nos rodea. Casi sin querer, olvidándome por un instante de la tragedia en la que España se encuentra digo: “Es bonita la vida”. Vallejo busca entre sus papeles y con una risa fraterna me mira y lee:

Si no ha de ser bonita, / que se lo coman todo.

–¿Qué siente en este momento?

Je m’aperçois bien qu’en ce moment on mange dans mon coeur[2].

–¿Y…?

–Siento cómo crecen mis uñas. Siento cómo crecen mis barbas en sueño. Hace un frío teórico y práctico.

–¿Cuál es la diferencia entre el arte y la naturaleza?

–La naturaleza crea la eternidad de la sustancia. El arte crea la eternidad de la forma.

Otea la mesa para añadir después:

Las artes (pintura, poesía, etc.) no son sólo estas. Artes son también comer, beber, caminar: todo acto es un arte…

Me mira como buscando complicidad y con una sonrisa irónica me dice: Resbalón hacia el dadaísmo.

–¿Qué es la amargura?

–Mi amargura cae en jueves.

–¿Qué persigue ahora?

–Una nueva poética: transportar al poema la estética de Picasso, sin lógica, ni coherencia, ni razón. Como cuando Picasso pinta a un hombre y, por razones de armonía de líneas o colores, en vez de hacerle una nariz, hace en su lugar una caja o escalera o vaso o naranja.

Yo quiero –me sigue leyendo– que mi vida caiga por igual sobre todas y cada una de las cifras (44 kilos) de mi peso. Mi metro está midiendo dos metros; mi kilo pesa una tonelada. No es poeta el que hoy pasa insensible a la tragedia obrera. Paul Valéry, Maeterlinck, no son.

–¿Cuál es la diferencia entre un hombre y un animal?

–Al animal se le guía o se le empuja. Al hombre se le acompaña paralelamente.

– Qué es la revolución?

–Existen preguntas sin respuestas, que son el espíritu de la ciencia y el sentido común hecho inquietud. Existen respuestas sin preguntas, que son el espíritu del arte y la conciencia dialéctica de las cosas.

–Realmente, ¿cómo explica al ejército rojo?

Vallejo ahora mira hacia adentro. Revisa sus escritos una vez más y me lee, después de apurar el coñac que quedaba en su copa:

–Un hombre cuyo nivel de cultura –hablo de la cultura basada en la idea y la práctica de la justicia, que es la única cultura verdadera–, un hombre, digo, cuyo nivel de cultura está por debajo del esfuerzo creador que supone la invención de un fusil, no tiene derecho a usarlo.

–¿Qué ha producido la América de habla española?

–Cuanto de intelectual se ha producido en América con posteridad a la colonización española, inclusive la poesía de Gabriela Mistral, no ofrece más que un mediocre interés para Europa. Toda la producción hispanoamericana –salvo Rubén Darío, el cósmico– se diferencia poco o casi nada de la producción exclusivamente española.

La versión que hay que hacer es de obras rigurosamente indoamericanas y precolombinas. Es allí donde los europeos podrán encontrar algún interés intelectual, un interés, por cierto, mil veces más grande que el que puede ofrecer nuestro pensamiento hispanoamericano. El folklore de América, en las aztecas como en los incas, posee inesperadas luces de la revelación para la cultura europea. En artes plásticas, en medicina, en literatura, en ciencias sociales, en lingüística, en ciencias físicas y naturales, se puede verter inusitadas sugestiones, del todo distintas al espíritu europeo. En esas obras autóctonas sí tenemos personalidad y soberanía, y para traducirlas y hacerlas conocer no necesitamos de jefes morales ni patrones.

Introspectivamente observo a Vallejo y le pregunto por lo que en ocasiones él llama “literatura de puerta cerrada” y también de “pijama”.

–¿Vallejo, quiere decirme qué significan estas expresiones?

–El literato a puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y direcciones contrarias de la realidad, nada de esto sucede personalmente al escritor de puerta cerrada. Producto típico de la sociedad burguesa, su existencia es una afloración histórica de intereses e injusticias sucesivas y heredadas, hacia una célula estéril y neutra de museo. Es una momia que pesa, pero no sostiene.

Frente a esta literatura de pijama, que como el aire confinado de las piezas cerradas tiende actualmente arriba, pero para evaporarse, también, como ese aire, muy pronto se agolpa ante los pulmones naturales del hombre, la inmesidad de la vida. Y mientras se puja para sacar un nuevo símbolo poético, el equipo francés de rugby vence, bajo el cielo y con el sudor del músculo, al equipo británico en Colombes. La vida ha de desquitarse por algún lado.

–¿Qué sintió la primera vez que fue a España, allá, creo, por 1925?

–Al revés de lo ocurrido a Wilde –me lee, mientras yo picado por la curiosidad descubro que se trata de un trabajo titulado “Entre Francia y España”– la mañana en que iba a morir en París, a mí me ocurre amanecer en la ciudad, siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo; estoy en el mundo con el mundo, en mí mismo conmigo mismo; llamo e inviolablemente me contestan y se oye mi llamada; salgo a la calle y hay calle; me pongo a pensar y hay siempre pensamiento. Mas ahora no. Heme por fin libre de calles, de rieles, esquinas, telégrafos, torres, teatros, periódicos, escritores, hoteles, peine, jabón, de todo esto que, de una u otra manera, es camino; heme libre hasta de pensamiento. Sí –ah, mi querido Vicente Huidobro–, no he de transigir nunca con usted en la excesiva importancia que usted da a la inteligencia en la vida. Mis votos son siempre por la sensibilidad.

–Hace tan sólo unas semanas estuvo en España. Concretamente en Valencia. ¿Qué es ahora España?

Me mira con lluvia desde su mirada. España le sobrecoge el alma y casi me arrepiento de recordarle su tragedia en estos momentos tenues en los que ya anochecido existe en Montparnasse, curiosamente, una extraña calma. Sé bien que Vallejo en este momento ya no está en París. Con fluida dejadez me lee:

–Se ha hablado, sin duda, del “soldado desconocido”, del héroe anónimo de todas las guerras. El drama más hondo y agudo del soldado en 1914, la tragedia que concreta y resume todas las disyuntivas del destino, no es la que emanaba del dolor y del peligro del combate, sino el drama del beber, la tragedia de su inexorabilidad. En las horas críticas del peligro, ya no sabe el combatiente por qué lucha; un solo problema y una sola preocupación le obseden: cumplir con su deber, evitando, en lo posible, el dolor y la muerte. Y es así que trata de encauzar su arrojo en el sentido de alcanzar el máximo de ofensiva con el mínimo de sacrificio. Táctica enseñada o resultante de resortes educativos remotos, ello es que ésta es la norma conducta de un soldado.

El heroísmo del soldado del pueblo español brota, por el contrario, de una impulsión espontánea, apasionada, directa del ser humano. Es un acto reflejo, medular, comparable al que él mismo ejecutaría, defendiendo, en circunstancias corrientes, su vida individual.

Los primeros meses, señaladamente, de la guerra española reflejaron este acento instintivo, palpitante de prístina pureza popular, que hiciera exclamar a Malraux: “En este instante, al menos, una revolución ha sido pura para siempre”.

(Tengo la impresión de que Vallejo me lee de forma parecida a cómo debió de escribir su trabajo. Sin perder su proverbial seriedad, la tristeza se le vuelve un poco más blanda, como si quisiera acariciar a España.)

Hombres y mujeres se lanzaban por las rutas de Somosierra y de Extremadura, en un movimiento delirante, de un desorden genial de gesta antigua, al encuentro de los rebeldes. Un estado de gracia así podríamos llamarlo pocas veces dado a pueblo alguno en la historia y sí muy explicable en la naturaleza sensible, directa y como adánica del pueblo español, hizo posible que este pueblo recibiera desde el primer momento, certeramente, los objetivos reales de la insurrección fascista, que eran los de acabar en España con los pocos derechos recientemente conquistados por las clases laboriosas, para luego extender al resto del mundo el imperio de la fuerza al servicio de la reacción organizada. De ahí que, al solo anuncio de esta agresión en carne viva a sus más caros y entrañables intereses, la masa popular no espera, para contrarrestarlo, la iniciativa siempre lenta y papelista del Gobierno y ni siquiera las arengas y llamamientos de la prensa y de los partidos del pueblo; en fin, nada de lo que pudiera suscitar en ella la noción y el sentimiento del deber, sino que se echa huracanadamente a la calle, exige armas y toma la delantera en la ofensiva, arrastrando a remolque suyo los cuadros dirigentes y sectores oficiales a los que, hasta ahora, en conflictos parecidos, ha tocado tradicionalmente la iniciativa y el impulso original.

(Vallejo ha leído de golpe, como viviendo los momentos que en Madrid le hicieron exclamar: “El día de mayor exaltación humana que registrará mi vida, será el día en que he visto Madrid en armas, defendiendo las libertades del mundo”. No quiero interrumpir su lectura, pues a todas luces él quiere continuar.)

Al origen de las expediciones más populares de los griegos, ciertos factores psicológicos y políticos especiales restan frenesí multitudinario al movimiento bélico. Cabeza de este es siempre un gran hombre, legislador, tribuno o general, amén de que la decisión del pueblo de hacer la guerra es habitualmente el resultado de debates, sumarios, es verdad, pero desenvueltos dentro de ese rigor dialéctico académico, propio de una sociedad apolínea. (Lo dionisíaco estuvo siempre desterrado de la República). En cuanto a la muchedumbre romana, la elocuencia de los tribunos populares la mantuvo siempre domesticada y con llave en la antesala del Foro, cuando no la maculaba el apetito del botín en perspectiva. Pasando, finalmente, a las guerras de Francia y de Rusia, baste recordar que ellas se hicieron al impelente grito de los Marat y de los Lenin y en el clima creado de antemano por jacobinos y bolcheviques.

En la España de 1936 no se descubre al origen del empuje guerrero del pueblo hombre alguno de talla, orador, general u organizador; los trabajadores que se lanzan a la toma del cuartel de la Montaña o del de Atarazana no han celebrado antes junta alguna tribunicia en las plazuelas, ni salen de catacumbas de conspiración en que han ardido lenguas de iluminados a cuya vibración fuera tocada con la sagrada chispa el alma de las masas.

Desde estos puntos de vista, la epopeya popular española es única en la historia.

Ahora, los dos no sabemos muy bien cómo continuar. Nuestra España se ha sentado en las sillas de Le Dome y nosotros querríamos abrazarla. Sé bien que Vallejo no va a romper el silencio, porque este es silencio sonoro. Lo mejor será cambiar de tema y pedir otro coñac. Llamo al garçon y le pido. Vallejo asiente ante la oferta. Encendemos unos cigarrillos y entre las volutas le pregunto para sacarlo del ensimismamiento. ¿Y Eisenstein? Lentamente toma su libro Rusia en 1931 y me lee:

Lo que trae Eisenstein es una estética del trabajo (no una estética económica, que es una noción disparatada y absurda). El trabajo se erige así en sustancia primera, génesis y destino sentimental del arte. Los elementos temáticos, la escala de imágenes, el decoupage, la cesura de la composición. Todo en la obra de Eisenstein parte de la emoción del trabajo y concurre a ella. El trabajo, el gran recreador del mundo, el esfuerzo de los esfuerzos, el acto de los actos. No es la masa lo más importante, sino el movimiento de la masa, al acto de la masa, como no es la materia la matriz de la vida, sino el movimiento de la materia (desde Heráclito a Marx). El trabajo es el padre de la vida, el centro del arte. Las demás formas de la actividad social no son más que expresiones específicas diversificadas del acto primero de la producción económica: el trabajo. Eisenstein, que va a llevar en estos días a la pantalla la teoría del materialismo histórico, se ha ceñido en La línea general y en El acorazado Potemkin al leit-motiv del trabajo, movilizando, para realizarlo, el aparato social entero: el Estado reaccionario y revolucionario, el ejército, el clero, la burocracia, la marina, la burguesía, la nobleza, el proletariado, la fábrica, el agro, la ciudad, el tractor, el aeroplano, la riqueza, la miseria. Porque estos diversos factores sociales no son más que creación del trabajo. Sin él, la sociedad humana es imposible.

Vallejo ha bebido de golpe su coñac. Y sin saber muy bien por qué, los dos sabemos que ahora nos vamos a sumergir en la tristeza. Las noticias de España que han llegado de mañana y que le comuniqué antes de nuestra conversación, no eran muy alentadoras. Le he comunicado la muerte en la guerra de Julio Gálvez, sobrino de su gran amigo Antenor Orrego, y que con él partiera desde el puerto de El Callao en aquel lejano año de 1923. La familia de ‘Negrín’ ya ha salido de España, así como la de otros dirigentes políticos. Los dos sentimos una profunda soledad.

 

 

 

 

 

 

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[1] La entrevista fue encontrada por el investigador Julio Vélez, en forma de manuscrito, en la biblioteca de una abadía. Antonio Ruiz Vilaplana fue funcionario del Gobierno español, periodista y escritor. Dejó su país tras el estallido de la guerra civil. Esta entrevista fue publicada en calidad de primicia en 1990, en el libro Vallejo al café, editada por Jaime Campodónico / Editor.
[2] En español: “Me doy cuenta claramente que en este momento la gente está comiendo en mi corazón”.

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