El siguiente texto es un fragmento del libro De la angustia al éxtasis, publicado por la Colección de psicología, psiquiatría y psicoanálisis del Fondo de Cultura Económica (FCE ) en 1992.
El extracto fue traducido por Juan José Utrilla para ser publicado en la revista La Gaceta del FCE, edición octubre de 1994.
La mitomanía y la fabulación
Autor: Pierre Janet*
En estas condiciones, ¿qué papel desempeña la mentira verdadera en las perturbaciones mentales? Intentemos precisar la naturaleza psicológica del síntoma de la mitomanía estudiando un caso típico.
Hace algunos años, me vi indirectamente relacionado con un proceso muy singular: un abogado me escribió pidiéndome que atestiguara en defensa de una de sus clientes, acusada de estafa grave en matrimonio, que apelaba a mi testimonio porque en otro tiempo la había tratado y atendido en La Salpêtrière. En efecto, dos años antes la había tenido en observación y hasta había publicado algunas partes, con el nombre de Qe. He aquí la aventura que esta vez la había llevado ante la justicia.
Durante un periodo de depresión con indecisión, abulia e interrogaciones obsesivas que le volvían frecuentemente, Qe., joven mujer de 32 años, erraba tristemente por el jardín público de una pequeña ciudad de provincia. Su mirada fue atraída por el aspecto extraño de un oficial, sin embargo guapo, que miraba a las mujeres y, con aire de suficiencia, trataba de llamarles la atención. Inmediatamente, se le ocurrió a ella un pensamiento malicioso que constituía una diversión a su tristeza. Averiguó el nombre y la dirección de ese personaje, y le escribió, con infinita habilidad, como ella sabía hacerlo, una extensa carta. “Una amiga -decía- que se paseaba con ella por el jardín había quedado prendada por la apostura del brillante oficial, por sus ojos, espejos de una bella alma, y desde aquel momento ella languidecía, enferma de amor”. El oficial respondió a la dirección indicada, pidiendo con simpatía algunos informes sobre la pobre enamorada. Nueva carta de Qe. que describía con elocuencia los encantos maravillosos de aquella joven viuda extranjera, que por desgracia poseía una inconmensurable fortuna, lo que la volvía tímida. El oficial respondió, al punto, que ni esos encantos ni esa fortuna lo espantaban, y que él sentía que era una alma gemela. Se intercambió así un centenar de cartas durante más de un año y Qe. llegó a formar una novela extravagante para excitar al oficial, sin dejar de explicar la dificultad enorme de encontrarse con la bella. Durante esta correspondencia, Qe. se restablecía bastante bien de su depresión, se sentía activa, gozaba de su imaginación inagotable y de su éxito y se divertía en grande. Sin embargo, al final, sintiéndose curada y empezando a cansarse de aquella correspondencia cada vez más complicada, siguiendo el ejemplo de un personaje de las comedias de Labiche, se le ocurrió disgustar al oficial pidiéndole dinero so pretexto de arreglar la casa en que se efectuaría el encuentro. El oficial, decididamente muy ingenuo, envió una sortija y cierta suma de dinero, que puso en situación embarazosa a Qe. pues decididamente no era ninguna cleptómana. Se limitó a guardar el dinero, y dejó de responder. A continuación, la familia de la víctima presentó queja de esta estafa al matrimonio.
Yo pude comunicar al abogado un resumen de mi observación precedente, pues había podido seguir en esta enferma dos crisis similares que, cierto, no habían tenido consecuencias tan graves, y este testimonio determinó su liberación. En ciertas circunstancias, siempre las mismas, algún tiempo después del comienzo de una depresión con astenia e interrogaciones obsesivas, Qe. imaginaba el plan de un engaño extravagante y durante meses no se ocupaba más que de aquella comedia que llevaba hasta sus últimos límites. Poco tiempo después de su matrimonio, anunció a su marido la enfermedad y la muerte de una vieja tía que nunca había existido. Había ordenado a otra persona el mandarle cartas de participación, se había vestido y había vestido a su marido con ropas de duelo. Otra vez, en La Salpêtrière, había logrado presentar a los médicos y a varios de sus amigos a un individuo que ni siquiera era su amante y a quien ella había prometido todo porque consintiera en ser presentado como su marido, y contarnos una novela que ella le había dictado. Sería demasiado extenso reproducir aquí todas las historias extraordinarias que llenaron varias crisis.
Siempre, esas mentiras y esas comedias complicadas producían en la enferma un gran alivio de sus perturbaciones mentales y parecían llevar a su fin la crisis de depresión. En ese momento, Qe. trataba de cesar lo antes posible sus mentiras y se metía en toda clase de dificultades, de las que le costaba gran trabajo salir. Se sentía avergonzada, desesperada de lo que acaba de hacer: “Sufro tanto por esas locuras cuando me doy cuenta, sé cuánto mal me causo a mí misma y a los que quiero. Pero no puede impedirlo y tengo miedo de recomenzar, si me arrastra el vacío, y cuando ha comenzado, no se detiene mi espíritu de intriga”. Como los dipsómanos que solo quieren beber agua en el intervalo entre sus crisis, Qe. se vuelve de una sinceridad absoluta, y tiene horror de la más pequeña mentira, hasta llegar la próxima recaída. Podría presentar varias observaciones análogas que ofrecerían poco interés. El hecho esencial sobre el que insisto es que se trata de verdaderas mentiras: esos enfermos saben perfectamente que su historia es falsa, y ellos mismos afirman la negación. Combinan la historia en su imaginación, Qe. escribe borradores de sus cartas, los cambia y los corrige; toman precauciones para no ser sorprendidos en flagrante delito, pues saben bien que están haciendo un mal. Se comportan exactamente como los cleptómanos que están perfectamente conscientes de haber cometido un robo y que temen ser descubiertos. Así, creo poder aplicar aquí la interpretación que he propuesto para la cleptomanía. Al hacer aceptar a los otros algunas mentiras se convierte en una victoria; es imponerles una creencia, una conducta que nunca habrían tenido sin nuestros discursos, es dominarlos, “hacerles pasar por el aro”. Como lo he mostrado en el análisis de las manías autoritarias y de las cleptomanías, son acciones emocionantes, que en ciertos casos combaten y curan las depresiones. Una observación típica de cleptomanía nos mostró que una enferma que había tenido dos crisis prolongadas de depresión melancólica, había suspendido una tercera desde el comienzo, robando en una gran tienda. Para que la victoria sea completa, para que tenga su efecto curativo, es necesario que la acción sea una verdadera mentira y un verdadero robo, que presente dificultades y peligros, y que la enferma se dé cuenta de todo esto.
Tal vez se podrían aproximar a la mitomanía las conductas un poco diferentes que acabo de describir, por ejemplo, las manías de las bromas pesadas, de los berrinches, de las “escenas”. En realidad, esas conductas son ataques mentirosos, rupturas mentirosas, combates simulados: también aquí hay una utilización de la mentira para levantar o para tranquilizar al individuo que se siente debilitado y que quiere verificar la obediencia de los demás o el amor que sienten hacia él. En otra parte he mostrado que el empleo y el hábito perpetuo de una conducta mentirosa da un aspecto particular a toda la conducta social de esas personas.
Pero no me parece posible ir más lejos y hay que distinguir la mitomanía de las otras perturbaciones mentales que solo le son comparables de manera muy superficial, y que es justo designar con otro nombre, el de fabulaciones, por ejemplo.
No insisto en esos ejemplos de este hecho, pues tendremos ocasión de ver un gran número en el próximo capítulo; me limito a recordar en pocas palabras una observación, la de Ob. ya señalada en las Medicaciones. Esta joven de 24 años, poco inteligente, casi débil, sonámbula en la adolescencia, había presentado hacia la edad de 14 años periodos de amnesia localizada, análogos a hechos de memoria alternante pero que fueron mal observados; se sintió muy perturbada por el segundo matrimonio de su padre, después de que murió su madre, y luego por la partida de su padre y de su hermano a la guerra. Se mostró cada vez más perezosa y triste e hizo una tentativa de suicidio arrojándose al río. La salvaron, pero a partir de ese momento presentó una conducta cada vez más extraña que, quienes la conocían solo podían describir con estas palabras: “No parece dormir, y sin embargo, por momentos, sueña en voz alta”.
Esta muchacha parece haber conservado su inteligencia y no presenta confusión mental, se orienta bien en el espacio y en el tiempo, reconoce los objetos y las personas, ha conservado sus recuerdos exactos y por lo general responde correctamente. Pero en mitad de la conversación, con una sonrisa satisfecha, narra historias absurdas. “Está muy satisfecha porque pronto va a irse de la casa, está comprometida con un riquísimo personaje que vendrá a buscarla en un espléndido vehículo”. Cuenta con grandes detalles sus encuentros con este individuo, las conversaciones, los compromisos, etcétera, o bien anuncia su próxima partida, pero esta vez para ir al frente a unirse a los ejércitos; su presencia es necesaria, pues es Juana de Arco que ha vuelto a la tierra, y los ángeles han venido a darle lecciones de táctica militar. Por lo demás, va a escribir, al punto, una carta a los generales para indicarles lo que deben hacer, garabatea algunos renglones insignificantes sobre un papel y firma Juana de Arco o Enriqueta de Francia. O bien parte hacia los Dardanelos, donde la han llamado para ser dama de compañía de una princesa. Estos son simples discursos, relatos, programas de acción, pero salvo algunos garabatos, no ejecuta nada y se limita a discurrir. Con toda convicción afirma la verdad de lo que dice, aplazando la partida o la llegada del novio para más tarde. Le gusta que la escuchen y parece complacerse en el asombro de sus auditores.
Esta joven es muy sugestionable e hipnotizable; durante un estado sonambúlico, tiene el recuerdo de sus relatos más claros y más precisos que durante la vigilia. Ella llega a reflexionar un poco y a reconocer la falsedad de sus historias, cuando se la deja descansar, cuando se dirige su atención. Comprende que sentía deseos de partir, que tenía recuerdos confusos de sus estudios en la escuela y de las novelas que había leído, que mezclaba todo esto y que no lograba poner atención en la exactitud de lo que decía. “Yo sentía cierto placer en contarlo, en creerlo verdadero… estaba convencida de que era cierto y no comprendía por qué se burlaban de mí”. De primera impresión, las historias que cuenta Ob. parecen muy análogas a las de la enferma precedente; hasta tienen en común un rasgo bastante importante, y es que Ob. se conforta narrando historias de la misma manera, pero en un grado más débil que la enferma mitómana. Sin embargo hay una gran diferencia, y es que los relatos de Qe. eran mentiras, y las bellas historias de Ob. no son mentiras. Son delusiones en las que ella se engaña a sí misma. En sus crisis que yo presencié, cree ingenua y tontamente lo que se le ocurre y lo cree sin ninguna reflexión. Por otra parte, no llegaré a decir que tales son sueños o delirios oníricos, pues ni en sus relatos ni en la conducta que los acompaña muestra ninguna confusión, ninguna perturbación del nivel intelectual. Se queda en el estadio asertivo con creencias inmediatas simplemente justificadas por el deseo de partir que acompaña a todas esas imaginaciones. Los relatos son repetidos, exagerados porque la enferma se complace en ellos, simplemente porque la afirmación de su partida en una situación brillante le procura una ligera excitación. Encontramos el mismo hecho, en un nivel aun inferior. A propósito del lenguaje inconsistente, del lenguaje por encima de la afirmación, he tenido ocasión de describir a dos imbéciles del servicio de Nageotte, en La Salpêtrière, que se sienten felices al contar infinitamente pequeñas historias absurdas, llenas de contradicciones y de imposibilidades que no podrían siquiera afirmar, que cambiaban con el menor pretexto, simplemente encontrando placer en la palabra misma. Esta cháchara aún está por debajo de la fabulación. La distinción de esos síntomas patológicos precisa una distinción de los estadios psicológicos.
Lo que dificulta el diagnóstico de la mitomanía y de las fabulaciones, y en general la distinción entre la mentira y la delusión, es que entre esos términos extremos hay innumerables intermedios, toda clase de semidelusiones y de semimentiras difíciles de caracterizar. Recordemos un poco, por encima de la delusión propiamente dicha que es determinada por los acontecimientos o por la palabra de otros: la delusión por sugestión de sí mismo, y la delusión por persuasión de sí mismo. En esos actos, como en las sugestiones propiamente dichas que se hacen a un individuo ligeramente deprimido hay un comienzo de reflexión, luego una fatiga de la reflexión, y un retorno a la afirmación inmediata.
Habría que estudiar por encima “la dirección de intención” que, como veremos, desempeña un papel tan importante en las creencias religiosas. La afirmación toca una organización de palabras y de sentimientos, expresa una creencia del conjunto únicamente a causa de los sentimientos experimentados, sin tener en cuenta la falsedad de las palabras.
Deberíamos dejar un lugar a la mentira asimismo, de la que he recogido muchas observaciones divertidas. He descrito a jóvenes que se envían a sí mismas cartas de amor y ramos de flores y que sin embargo se sienten orgullosas y felices cuando las reciben. Hay un desdoblamiento singular en el individuo que trata de engañarse a sí mismo, como si tratara de engañar a otro. Obedece a la ley de Baldwin: el hombre siempre se conduce hacia sí mismo como se conduce hacia los demás. Pero ello muestra, no obstante, que su personalidad tiene poca unidad y que no reflexiona sobre el absurdo de esta conducta. Por una parte es una mentira, al menos al comienzo, puesto que sabe bien que se escribe a sí mismo. Pero este detalle desagradable en parte es olvidado, y la mentira se transforma casi en delusión.
Vemos en ese caso una de las circunstancias que más complican la observación de los enfermos: el cambio que se produce en su espíritu en el curso del tiempo, y las rápidas oscilaciones de su tensión psicológica. Hay enfermos cuyo espíritu mejora bajo la menor in fluencia, después de una noche de reposo, después de un buen alimento, después de una conversación agradable con un amigo y que, momentáneamente capaces de reflexión, no comprenden ya las delusiones que tan fácilmente les hacían víctima pocas horas antes.
Así, al lado de la mentira a sí mismo está la acusación a sí mismo de mentira. No hay que olvidar que muchos síntomas sicasténicos presentan una apariencia análoga a la de las mentiras y exigen en las personas presentes una conducta análoga a la que se tendría para con un mentiroso. Ya he insistido mucho sobre este punto:
Tiene el aire de amar y no ama de la manera ordinaria, tiene el aire de odiar y no odia en realidad. Exige obediencia y no manda nada que justifique el empleo de mando; a cada instante defiende lo falso para saber lo verdadero y cuando nos declara que es un enfermo incurable hay que saber que no cree una palabra de ello y que espera una contradicción.
Esta apariencia de mentira es tan clara que los propios enfermos caen en la trampa y varios repiten: “Me parece que simulo, me parece que represento una comedia”. Añádanse las oscilaciones del espíritu y los restablecimientos momentáneos a un nivel más elevado y no nos asombrará que los neurópatas de toda especie expliquen su enfermedad precedente diciendo que mintieron: “Ahora sé que me tenía engañada -decía una muchacha después de la curación de una coaxalgia evidentemente histérica-; ¿por qué dije siempre que no podía actuar de otra manera? Qué quiere usted, mentí, ciertamente es una desgracia”. Y bien, no, no es seguro y si yo sostuve que la palabra de mitomanía no se puede aplicar a esas delusiones, con mayor razón creo que esa palabra, salvo en casos muy particulares que hay que diagnosticar bien, no puede aplicarse a accidentes histéricos en los que intervienen toda clase de fenómenos complejos, astenias, estrechamientos de la conciencia, sugestiones, delusiones, etcétera.
Ahora podemos comprender mejor la interesante comunicación de Arnaud. Tiene toda la razón cuando nos hace observar la enorme dificultad que encontramos cuando se intenta apreciar el grado de sinceridad o de mentira de ciertos enfermos. Los sujetos que él estudia son precisamente aquellos que presentan más dificultades. Son enfermos que siempre tienen una reflexión muy débil y que hasta en sus mejores momentos tienen dudas y vacilaciones interminables. Además, son muy inestables, a veces pierden casi completamente ese poder de creencia reflexiva, otras lo recuperan en parte. Así, presentan en sus afirmaciones todas esas formas intermedias entre la afirmación inmediata y la afirmación reflexiva, entre la delusión y la mentira, casi completas. Una de las enfermas de las que hablaba Arnaud nos ofrece, justamente, un buen ejemplo de la dirección de intención cuando dice: “pero yo tenía que demostrarle a usted mi indignidad”. Si no nos damos cuenta del nivel de su espíritu, en el nivel en que nos hablan y en el momento del que nos hablan, nos expondremos a hacer juicios muy inexactos sobre su sinceridad. Por el hecho de que en algunos momentos reconocen la falsedad de sus ideas no hay que llegar a la conclusión de que mentían al afirmarlas en otros. Arnaud lo reconoce muy bien cuando indica algunas de las influencias que han determinado en ellos las delusiones:
Basta que tengan la idea de un crimen para que se crean capaces de cometerlo, y de allí a simular que lo han cometido no hay más que un paso… El pensamiento de la acción está tan perturbado en esos enfermos como la acción misma; se establece cierta confusión en su espíritu entre el pensamiento obsesivo de un acto y el acto mismo, lo posible les parece tan verdadero como lo real, y, en definitiva, llegan a acusarse con toda convicción de crímenes que sin embargo saben bien que no han cometido.
De manera general estoy dispuesto a creer que, salvo en casos excepcionales y en momentos particulares, no se trata entre ellos de mentira, y ni siquiera de mentira parcial. Ya no nos atrevemos a decir de esos enfermos que son criminales cuando cometen tonterías; su enfermedad los coloca en una situación falsa en que nuestros habituales términos de sinceridad y de mentira se vuelven tan inexplicables como las palabras virtud y crimen. Esta dificultad que encontramos para determinar la forma de creencia presentada por un enfermo que parece delirar no suprime la importancia del problema, no solo desde el punto de vista del diagnóstico, sino también desde el punto de vista del pronóstico de la afección. Un mentiroso y hasta un mitómano siguen siendo individuos capaces de realizar operaciones del estadio reflexivo, pueden haber perdido los grados superiores, pueden ser además asténicos que ejecuten esas operaciones sin ninguna fuerza, pero permanecen en el estadio reflexivo; por momento solo están expuestos a dudas, a obsesiones, a impulsos, a toda la serie de los síndromes sicasténicos, pero nada más. Un individuo que presenta con frecuencia delusiones completas está muy por debajo del mentiroso, ya no está más que en el estadio asertivo y aunque no haya llegado aún a los grados inferiores, está más cerca de la decadencia profunda. El temor de las demencias terminales a las que se llama de manera tan vaga demencia precoz es más legítimo. De hecho, los mitómanos propiamente dichos como Qe. no llegaban a esta demencia, mientras que enfermos como Ob. llegan a ella muy a menudo. Por ello es bueno en ese caso, como en todos los demás, conservar todo lo posible la precisión de los términos empleados en psiquiatría, no aplicar la palabra mitomanía a tontas y a locas y establecer en lo posible el diagnóstico de la mentira y de la delusión, la distinción de las dos formas esenciales de la creencia.
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