¿En qué momento nace el Perú? Puede ser una pregunta corta y sencilla, pero encontrar la respuesta puede llevarnos a un debate amplio desde distintas disciplinas.
Para responder a esta interrogante, el historiador Jorge Basadre plantea como necesario “buscar el nacimiento de la conciencia nacional peruana, aún no lo suficientemente madurada” y por ello resalta dos momentos claves en la historia: la aparición de Comentarios Reales, de Garcilaso de la Vega, y la primera edición del Mercurio Peruano, un periódico de finales del siglo XVIII.
“Vive el Perú naciente en los Comentarios reales y vive el Perú adolescente en el primer Mercurio Peruano”, señala Basadre en un artículo incluido en Meditaciones sobre el destino histórico del Perú (Petroperú, 2007), libro que recoge diversas reflexiones sobre el pasado, presente y futuro del país.
A continuación, el artículo del reconocido historiador tacneño:
¿Cuándo nace el Perú?
Por Jorge Basadre
Creemos casi siempre que “historia del Perú” quiere decir “historia de los hechos ocurridos en relación con el Estado llamado Perú”. Limitación de concepto, a la vez que vaguedad en la perspectiva del tiempo. Su origen hállase en el tradicional encajonamiento de la historia dentro de los sucesos, los individuos y las instituciones. La historia de las ideas y de los sentimientos puede brindar, sin embargo, sugerencias y virtualidades innumerables.
Así es como se llena de resonancia esta pregunta de aparente sencillez: ¿Cuándo nace el Perú? La respuesta puede ser voceada desde distintos ángulos. El geólogo dará noticia del momento determinado en la vida de la tierra a la cual corresponden las distintas capas del suelo peruano. Para el historiador de la cultura occidental, el Perú entra en escena cuando Francisco Pizarro arriba a Tumbes. Un estudiante de Derecho Político responderá con aquella estampa de la Plaza de Armas de Lima, en el instante en que San Martín pronuncia sus palabras: “Desde este momento…”. En cambio, cuando se trata de averiguar acerca del nacimiento de la conciencia nacional peruana la respuesta solo puede darse luego de una pesquisa. Pasado muchísimo tiempo después de la formación geológica del territorio, solo algunos siglos después del desembarco de Pizarro y algún tiempo después de la encendida escena en la Plaza de Armas, habrá que buscar el nacimiento de la conciencia nacional peruana, aún no lo suficientemente madurada.
El Perú, como nombre y como hecho social donde coexisten lo hispano y lo indígena, no aparece modesta o desapercibidamente. No proviene de que el Estado español fija linderos y demarca provincias. Es una nueva sociedad la que nace entre sangre y llanto en un abismo de la historia con un estrépito que conmueve al mundo. El Estado español llega más tarde, después de constatar el acontecimiento, con el fin de utilizar y de administrar esa realidad ya bullente. El nombre mismo “Perú” es fruto de ese impulso colectivo, lucha y connubio a la vez; surge de un bautismo anónimo, desplazando al nombre oficial de “Nueva Castilla”. Entendámoslo bien: no es “Nueva Castilla”, es el Perú.
Y por un misterioso designio, no faltan españoles que se sientan emancipados desde los primeros tiempos. En el caso del mismo Francisco Pizarro, ¿no se dice que empezó a hablar una voz nueva en los últimos años impregnada del sentido de la tierra por él conquistada? La obra de Fr. Luis de la Madalena titulada Bella Justa, tratando de justificar con argumentos jurídicos la rebelión de Gonzalo Pizarro, obra muy leída entonces y más tarde perseguida, puede citarse (mejor que la panfletaria carta de Lope de Aguirre al rey Felipe II) como documento de este prematuro separatismo. Más tarde, los memoriales de Juan Ortiz de Cervantes (1617, 1619, 1620 y 1621) revelan la tendencia de marcar la división entre españoles intrusos en América y españoles afincados en ella. “En las Indias –léese en el memorial de 1620– muchos ingenios hay que deberían estimarse en más que su plata y oro; pero la avaricia desto y desdicha dellas no dejan sacar las riquezas de los entendimientos que cría sino las de los cerros”.
Pero no es de ahí de donde va a nacer el verdadero Perú. No son los encomenderos pretendiendo concesiones jurídicas o victorias militares los que van a amasar el nuevo país. Ese nuevo país hállase expresado en una obra que, lejos de tener carácter clandestino o ignorado, va a adquirir universal renombre. En Lisboa se edita el año 1609. Se titula Comentarios reales. La escribe, como todos sabemos, el hijo de un conquistador y de una princesa inca. Podrá objetarse que el Inca Garcilaso se siente, no tanto un peruano como, sucesivamente, un descendiente del derruido imperio en la primera parte y un español en la segunda. Algo de la mitológica figura del centauro habría en su alma eximia y bifurcada. Cara al pasado de su pueblo y al pasado de su propia vida, el Inca, ciertamente, no profetiza el porvenir de la patria ni la promesa de una vida mejor para todos los peruanos. Mas este dualismo es propio de la hora auroral a la que él pertenece. Y hay en él un sello unitario. El Perú como continuidad en el tiempo está visto al enlazar los nombres de Manco y Pizarro. El Perú como totalidad en el espacio surge en las páginas donde nos asomamos a “aquella nunca jamás pisada de hombres, ni de animales, ni de aves, inaccesible cordillera de nieves”, como en las páginas donde vemos las bandadas de pájaros en el litoral “tantos y tan cerrados que no dejan penetrar la vista de la otra parte” y hasta oímos “los golpazos que dan en el agua”. La tragedia espiritual del peruano se resuelve aquí en jactancia porque se dirige “a los indios, mestizos y criollos de los reinos y provincias del grande y riquísimo imperio del Perú, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad”. Él se sabe “diferente”; mas no por aislamiento anárquico de torre de marfil sino por mandato de su estirpe y de su suelo. Psicológicamente, sobre todo y no solo por acento y por su asunto, los Comentarios reales son el cantar de gesta de la nacionalidad. No se hallarán sin embargo, después de este preludio admirable, notas coincidentes en un periodo inmediato. Describir los accidentes geográficos o narrar las anécdotas históricas del país, aunque sea en forma precisa o elocuente, sirve a la historia de la cultura; pero la idea de la conciencia nacional requiere algo más que precisión o elocuencia, una chispa mística que se refracte en obra inmortal hacia el porvenir. En ese largo periodo el peruano no se ha descubierto a sí mismo. Observemos que el mestizo Espinoza y Medrano (Lunarejo) pone en el altar de Luis de Góngora las flores de su vistoso Apologético. Cuando Peralta y Barnuevo quiere narrar en las estrofas de “Lima fundada” los anales del primer imperio, la aventura de Pizarro y el cronicón del Virreinato, lo pierden varios pecados capitales. Primero imita sin brillo el modelo clásico queriendo ser el Virgilio de un nuevo Eneas. Además, imita no solo el género y el plan de la obra, sino también el estilo. Se excede, por otra parte, en el servilismo áulico con todos los virreyes, especialmente su contemporáneo Castelfuerte. Y, por último, se muestra incomprensivo con la tradición indígena leal a la pluma que también escribiera la Historia de España vindicada. Más que en este o en otros coetáneos, una expresión definidamente nacional hállase en humildes pintores, imagineros, alfareros y alarifes. Juli, Pomata, Chucuito, Arequipa, Ayacucho, Cusco y Lima ostentan fachadas y altares, cuadros y esculturas que prolongan los acordes de los Comentarios reales.
En 1791 leemos la palabra “patria” y tiene sentido exacto. Unos hombres estudiosos la propagan. “El principal objeto de este papel periódico es hacer más conocido el país que habitamos, este país contra el cual los autores extranjeros han publicado tantos paralogismos”, dice el primer artículo del primer Mercurio Peruano. La íntima tortura, la tumultuosa presencia de contrarios atavismos que en Garcilaso vibra, no la hallaremos en el primer Mercurio Peruano. Quienes lo escriben tienen, por el contrario, un secreto sosiego, un armonioso racionalismo muy del siglo XVIII. Edad del minué y de las pelucas empolvadas, ella permite aquí la aparición del llamado “perricholismo”, criollo equivalente del “rococó”; mas nada hay frívolo en los redactores del primer Mercurio… Al Perú lo estudian en forma insistente, tan morosa, tan realista a la vez, que en el subsuelo de su prosa sedentaria está el jadear de un anhelo profundo de conocer, de amar y de progresar. Por eso pudo escribir más tarde Juan de Arona: “El Mercurio se ocupaba con pasión de su Perú”.
1609 y 1791 señalan, pues, los dos documentos que al Perú naciente definen literariamente. Parece que al empezar la época colonial, a la pregunta: “¿Quién vive?”, los Comentarios reales hubiesen respondido: “¡El Perú!”. Y al finalizar la época colonial, a la misma pregunta: “¿Quién vive?”, el primer Mercurio… hubiese contestado nuevamente “¡El Perú!”. “Así fue como empezamos”, dicen los Comentarios reales. “Todo esto somos ahora”, responde ciento ochenta y dos años después el primer Mercurio… No es una casualidad que los dos aparezcan a ambos extremos de una misma era.
Vive el Perú naciente en los Comentarios reales y vive el Perú adolescente en el primer Mercurio… He aquí definido ya al país. La línea que va de las culturas indígenas al Virreinato es, a pesar de todo, una línea simple, sin ajenas interferencias y sin interrupciones. País de rico pasado que se remonta a edades inciertas: tan rico como sus recursos naturales, pero la prosperidad económica no es aquí signo de tosquedad. En la búsqueda de su tradición no tiene nada que tomar del vecino. Son otros más bien los que vienen o van a venir a alimentarse con sus despojos. ¿Que hay en su seno problemas sociales? Indudablemente; pero, contra lo que van a creer los secuaces del positivismo, ellos no son su único bagaje. Recuérdese una vez más que esta época no ha sido exclusivamente explotación y festival. Y contra las anomalías sociales bien pronto va a venir la Emancipación, bien pronto el continente entero se va a lanzar a la aventura magnífica de una vida libre. Coloquémonos en el ángulo crucial del siglo XVIII y miremos al Perú con su doble tradición imperial. ¿Qué profetizaremos entonces para él, suponiendo que hemos adivinado desde entonces la estrofa del “Somos libres”? Le profetizaremos, sin duda, un lugar patricio y director en América emancipada.
Y sin embargo, el siglo XIX es el siglo más desgraciado de la historia peruana. El Perú de los incas y el Perú de los virreyes, cada uno en su esfera y dentro de las leyes de su mundo temporal, dieron de sí el máximo. En el siglo XIX el Perú fue menos de lo que pudo ser. Esto se llama en el lenguaje vulgar “venir a menos”. ¿Por qué? He aquí una pregunta cuya respuesta exige más espacio.
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