Por: Miguel Pachas Almeyda*
“Y lábrase la raza en mi palabra”. César Vallejo.
La filiación indígena de César Vallejo es consustancial con el proceso evolutivo de su cosmovisión andina. Partiendo de su singular mestizaje, más ligado a los lazos de origen materno, esta cosmovisión fue el leitmotiv de su existencia, que no dejó de lado a pesar de las luchas inextricables que tuvo ante las adversidades económicas, sociales y políticas, tanto en el Perú como en Europa, en pleno siglo XX.
Y esta identificación con la raza ancestral del hombre peruano, fue el sustrato desde los albores de su honda poesía. En 1911, luego de fracasar en el intento de proseguir sus estudios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en Lima, y trabajar en la hacienda Acobamba ‒ubicada en el pueblito de Ambo, departamento de Huánuco‒ como preceptor de los hijos del hacendado Domingo Sotil, escribe su primera composición poética titulada Soneto, publicada el 6 de diciembre de 1911, en la revista El Minero Ilustrado Nº 782, en Cerro de Pasco (Vallejo 2005: 89). He aquí sus primeros versos que aparecen en letras de molde, donde el poeta vislumbra el espíritu de su raza aborigen: la raza indígena.
SONETO
El día toca a su fin. De la cumbre
de un enorme risco baja el rebaño
pastor garrido, que con pesadumbre
toca en su quena un yaraví de antaño.
El sol que lento cae, con su lumbre
da un tinte de misterio y de tristeza
a un campo de solemne soledumbre.
La aura pasa suave. La noche empieza.
La choza pastoral está a la orilla
de un río de corriente silenciosa;
hila en la puerta una india candorosa.
……………………………………..
Después los labradores en cuadrilla
rendidos se recogen a la choza.
………………………………………
Da las seis el reloj de una capilla…
(Vallejo, 2005: 89)
Mientras el sistema político, económico y social oprimía al indígena peruano, Vallejo lo reivindica y lo enaltece a través de su poesía. Es una voz original que se levanta como un ciclón desde los Andes para confrontar una rimbombante poesía, de gustos exquisitos y añoranzas del pasado colonial: la poesía de José Santos Chocano. El autor de Alma América había lanzado a los cuatro vientos, singulares loas a su procedencia peninsular, afirmando con soberbia ególatra en su poema titulado Blasón, que “[su] sangre es española, incaico es el latido; / ¡Y de no ser Poeta, / quizás yo hubiese sido / un blanco aventurero / o un indio emperador!”. Si en los versos de Chocano prevalece la raza blanca y española sobre su estirpe indígena, con una “retórica” cargada de “barato americanismo de los temas y nombres”, como diría el propio Vallejo, para el joven poeta santiaguino primero están sus raíces y sus ancestros de la tierra que lo vio nacer.
Es muy importante señalar que esta filiación indígena, indeclinable y consecuente en toda su existencia, el escritor Vallejo la hace patente en la mayoría de sus obras, no solo poética, como Los heraldos negros y Poemas humanos; sino narrativa como Fabla salvaje, Escalas y Hacia el reino de los Sciris; ensayística como El tungsteno, y dramática como Colacho hermanos y La piedra cansada; además de artículos periodísticos, reportajes, y por medio de su correspondencia con importantes intelectuales como J.C. Mariátegui y Luis E. Valcárcel. En conjunto, todas estas obras ofrecen necesariamente un mensaje político-social que Vallejo encarna en defensa de los hombres del Ande.
En Los heraldos negros (1919), un promedio de quince composiciones aseveran su compromiso con la condición indígena. Además de “Aldeana”, el poema que para Antenor Orrego vislumbraba a Vallejo como un poeta auténtico y trascendental, las composiciones de la sección “Nostalgias Imperiales” marcan el punto clave de esa filiación indígena que referimos. En efecto, en el primero de los cuatro sonetos de “Nostalgias Imperiales”, encontramos este singular verso que encierra la cosmovisión andina del poeta: “Y lábrase la raza en mi palabra”. Todo indica que a estas alturas de su vida, tiene muy en claro dos aspectos fundamentales: el origen sagrado de su raza a partir de los legendarios Manco Cápac y Mama Ocllo, y un rotundo rechazo a la Conquista española empezando por la religión, pues, en tono irreverente afirma que los “melenudos trovadores incaicos en derrota” poseen “la rancia pena de esta cruz idiota” (“Nostalgias Imperiales” II).
Otra de las composiciones poéticas fundamentales que merece un análisis para nuestro estudio es el poema “Huaco”, el cual copiamos íntegramente:
HUACO
Yo soy el corequenque ciego
que mira por la lente de una llaga,
y que atado está al Globo,
como a un huaco estupendo que girara.
Yo soy el llama, a quien tan sólo alcanza
la necedad hostil a trasquilar
volutas de clarín,
volutas de clarín brillantes de asco
y bronceadas de un viejo yaraví.
Soy el pichón de cóndor desplumado
por latino arcabuz;
y a flor de humanidad floto en los Andes
como un perenne Lázaro de luz.
Yo soy la gracia incaica que se roe
en áureos coricanchas bautizados
de fosfatos de error y de cicuta.
A veces en mis piedras se encabritan
los nervios rotos de un extinto puma.
Un fermento de Sol;
¡levadura de sombre y corazón!
(Vallejo, 1991: 136)
El poeta no duda en catalogarse como un “corequenque ciego”, refiriéndose a esta ave de rapiña, propia de las alturas andinas, cuyas plumas de color blanco y negro las utilizaba el Inca como parte fundamental de su indumentaria: la mascaypacha. También se identifica con aquel auquénido, otrora símbolo del primer Escudo peruano, afirmando con orgullo: “Yo soy el llama, a quien tan sólo alcanza / la necesidad hostil a trasquilar”; recordándolo muchos años después, y con nostalgia suma: “¡Auquénidos llorosos, almas mías!” (“Telúrica y magnética”); o con el majestuoso cóndor, símbolo nacional del Perú y de otros países sudamericanos, aduciendo que es un “pichón de cóndor desplumado por latino arcabús”; o que él es, finalmente, y de manera concluyente, “la gracia incaica que se roe en áureos coricanchas”.
Haciendo un pequeño análisis, podríamos afirmar que en el verso “pichón de cóndor desplumado por latino arcabús”, el poeta nuevamente sienta una clara posición en contra de la Conquista española. A nuestro modesto entender, con el verso “pichón de cóndor” hace alusión a su condición indígena, y con la palabra “desplumado”, a la forma sistemática de cómo los conquistadores españoles se apropiaron indebidamente de las riquezas económicas y culturales de la civilización Inca, utilizando para ello armas letales como los arcabuces, con los cuales diezmaron a la raza indígena hasta cerca de la extinción. Los españoles, como bien sabemos por historia, impusieron en el Perú un sistema político, económico, social y eclesiástico, y utilizaron la religión para hacer efectiva su dominación. De ahí este verso que confirma su total desaprobación: “la rancia pena de esta cruz idiota”.
Empero, la posición del poeta no era meramente retrospectiva, desde un punto de vista solamente histórico, sino que su poesía se situaba dentro de un contexto político, económico y social, que sentaba sus bases en las reales condiciones de la masa indígena. Era la época del segundo mandato de José Pardo y Barreda, representante del Partido Civil, en cuyo gobierno los hacendados y gamonales cometían diversos abusos en contra de los indígenas. En cierta oportunidad, mientras esperaba el caballo que debía de enviarle su hermano mayor para escalar las alturas en dirección a la tierra que lo vio nacer y, tras observar el paso de un conductor de acémilas que iba rumbo a las cordilleras, se inspira y escribe el poema “Los arrieros”, del cual rescatamos los siguientes versos:
Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.
Las doce. Vamos a la cintura del día.
El sol que duele mucho.
(Vallejo, 1991: 188)
Es posible observar en esta composición poética una militante defensa de la condición indígena, cuando se refiere al sufrimiento que padecen los braceros para ganarse el sustento diario en la hacienda Menocucho. Es más, su identificación con los trabajadores de dicha hacienda era tal, que en una oportunidad, cuando junto a sus amigos de la Bohemia trujillana fue detenido por realizar algunos altercados en la vía publica, declaró ante la autoridad policial que él era nada menos que un “menocucho” (Espejo 1965: 59); o cuando hizo gala de su ascendencia andina ante Pablo Neruda el día que se conocieron por vez primera en París, en 1927 (Neruda 1974: 94) y, por último, un año después, en una misiva dirigida a su amigo Pablo Abril, al ver que el gobierno peruano no le remitía el efectivo de su pasaje para regresar al Perú, airadamente reclamaba: “Sólo este pobre indígena se queda al margen del festín” (Vallejo 2002: 285).
Si bien en Trilce apenas hace algunas alusiones a su tierra y a su gente, y gusta pasear por las ruinas de Chan Chan en la ciudad de Trujillo, es en obras como Escalas, Fabla Salvaje y Hacia el reino de los Sciris, que vuelve a tocar la temática indígena. Hacia el reino de los Sciris fue motivado a su paso por las costas de Ecuador cuando viajaba en dirección a París, en 1923, del cual remitió un fragmento a su amigo José Eulogio Garrido, publicado el 1 de enero de 1924 en el diario La Industria de Trujillo. (Fernández y Gianuzzi 2009: 56-60). En la Ciudad Luz permanecerá no solamente latente su filiación indígena, sino que emprende por medio de sus artículos periodísticos, un análisis crítico sobre las perspectivas que mantiene Europa con América Latina en general, y con el Perú en particular.
Así, el 10 de diciembre de 1923, luego de asistir a un evento cultural en el teatro Caméléon, dirigida por el escritor francés Alejandro Mercereau; reunión que tuvo como objetivo difundir las culturas extranjeras en Francia, en la que Juan Francisco Elguera habló sobre la influencia de la civilización incaica en el Perú y Pablo Abril declamó versos de Chocano, Yerovi y del propio Vallejo; alegó en un artículo titulado “Cooperación”, publicado el 26 de febrero de 1924 en el diario trujillano El Norte, que en realidad los países europeos y más aún Francia, demostraban ante América Latina no solo una indiferencia total sino, además, “un insultante sentido de explotación” (Puccinelli 1987: 15-16).
En enero de 1927 asistió, por invitación del escritor boliviano Alcides Arguedas, al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. Esta reunión, que tenía por finalidad difundir la producción intelectual y artística de América Latina, contaba con la presencia de la poeta chilena Gabriela Mistral. Ante la propuesta de M. Loucher, presidente del Instituto, de difundir las obras de los intelectuales y artistas hispanoamericanos, Vallejo propuso en su artículo titulado “Una gran reunión latinoamericana” (Mundial, N° 353, 18 de marzo de 1927) que, en vista de que el Perú y América Latina no contaban con representantes de la talla de grandes hombres de letras en el mundo, verbigracia, Shakespeare, Cervantes y Dostoievski ‒rescatando, sin embargo, a Darío, Palma, Montalvo, Bolívar y Sarmiento‒, era mejor difundir el folklor de América, refiriéndose a las culturas incas y aztecas, y agregó: “Porque no debemos olvidar que, a lo largo del proceso hispano-americanizante de nuestro pensamiento, palpita y vive y corre, de manera intermitente pero indestructible, el hilo de sangre indígena, como cifra dominante de nuestro porvenir” (Puccinelli 1987:192).
A estas alturas, y de acuerdo con su posición marxista, afirmó en su artículo “El espíritu universitario” (Variedades, N° 1023, 8 de octubre de 1927) que los europeos fueron los responsables de la destrucción de los aspectos culturales, religiosos, filosóficos y artísticos de América Latina, dejando en estos países una especie de “vacío” existencial en sus habitantes. Es más, concibió la idea de que la democracia europea había fracasado en América y que, además de haber destruido las costumbres indígenas, su palpitante historia, sus ricas tradiciones, estructuras raciales y sus fortalezas para construir un mañana mejor, solamente había entregado a América Latina “una farsa de organización y libertad” (Puccinelli 1987:236).
Era la época, según Antonio Cornejo Polar, en el que el indigenismo había originado un movimiento de lucha en contra de la oligarquía, y muchos intelectuales, artistas e incluso políticos, querían defender al indígena peruano. Sin embargo, muchos habían fracasado en el intento porque, según Vallejo, no poseían algo fundamental: la sensibilidad indígena. En su artículo “Los escollos de siempre” (Variedades, N° 1025, 22 de octubre de 1927), aseguraba que cualquier doctrina, postulado político u obra artística fracasaban no por ausencia de buena voluntad, sino porque carecía de una “auténtica sensibilidad aborigen”. Y, finalmente, enfatiza: “La indigenización es un acto de sensibilidad indígena y no de voluntad indigenista. La obra indígena es un acto inocente y fatal del creador político o artístico, y no es acto malicioso, querido y convencional de cualquier vecino. Quiera que no quiera se es o no se es indigenista y no están aquí para nada, los llamamientos, las proclamas y las admoniciones en pro o en contra de estas formas de labor” (Puccinelli 1987:244).
En 1931, radicado en Madrid, España, luego de ser expulsado de Francia por sus ideas políticas y, poco antes de publicar los artículos “Una crónica incaica” y “La danza del situa” en La Voz de Madrid (22 de mayo y 17 de junio de 1931, respectivamente), saca a la luz El Tungsteno, su primera novela de carácter marxista en defensa de los indígenas. Por medio de esta obra, que sustrae sus experiencias como trabajador de las minas de Quiruvilca, en el año de 1910, denuncia la explotación que sufren los indígenas por parte de la grandes trasnacionales mineras representadas por el imperialismo norteamericano, y la complicidad de las autoridades locales y del gobierno de turno. Al respecto, Xavier Abril, aseguró en su artículo “Novela: César Vallejo. El Tungsteno”, publicado en El Sol, Madrid, 31 de marzo de 1931, que esta obra era “una acusación, un documento sangriento contra la burguesía peruana” (Vallejo 1999: 444).
En el mes de octubre realiza su tercer y último viaje a la URSS, y allí se reencuentra nuevamente con las musas, y escribe “Telúrica y magnética”, uno de los poemas más importantes que consolida a estas alturas su consabida militancia indigenista. Prueba de ello es este memorable verso, que no es más que una reveladora enunciación: “¡Indio después del hombre y antes de él!”, y aquellos que dedica a su lejana tierra, patentizando admirablemente su auténtica peruanidad: “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!”.
Nótese que a pesar que el poeta ha elegido España como el lugar más apropiado para vivir después de su expulsión de Francia, en sus más caros recuerdos sobreviven su lejana tierra y el indígena peruano. A partir del indio y del mundo andino, Vallejo universaliza al Perú, más no de la Lima señorial. Deja en claro que el Perú es para él, en génesis y esencia, aquellos “Andes oxidentales de la Eternidad”, verso de su famoso poema “Los arrieros”. De allí su adhesión a la “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe…”; a la raza indígena, su raza; afirmando, finalmente, que por sobre todas las cosas él es un indio antes y después del hombre como especie; en otras palabras, antes del génesis y la extinción del Homo, es decir, inextinguible por los siglos de los siglos.
“¡Indio después del hombre y antes de él!”, es el “verso-clave de todo Vallejo”, sentenciaba Roberto Paoli, el “Papa del vallejismo”, y tenía mucha razón (Vallejo 1991:550). Empero, creemos, no solo como antítesis del indio “ejemplar de hombre que fue y cual tornará a ser”, como afirmaba el reconocido vallejólogo italiano, sino como identidad valedera que sitúa a Vallejo como un indio generacional e intemporal; ejemplo de peruano auténtico, un hombre orgulloso de su raza, que levantó su voz desde Europa para continuar con el proceso de reivindicación de los indígenas en el aspecto político, económico y social.
Y esta era también la posición de Mariátegui y de Luis E. Valcárcel, dos de los grandes defensores de los indígenas en el Perú, después del maestro y guía de las nuevas generaciones, Manuel González Prada. Mariátegui en su obra 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), había asegurado que los problemas del indígena no tendría solución alguna sino se partía de los aspectos económico-social. “La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”, sentenciaba el Amauta (Mariátegui 1970:35). En esta misma obra, Mariátegui rescataba la posición indigenista del autor de Trilce, al afirmar que “Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente expresado” (Mariátegui 1970:308).
En 1933, el escritor Vallejo publica en la revista Germinal de París, un extenso reportaje titulado “¿Qué pasa en América del sur? En el país de los Incas”. Artículo fundamental, sin duda, en el que analiza dentro una perspectiva marxista, la cruda realidad del Perú, cuyo sistema político y económico mantenía en la opresión y explotación a la masa indígena, que venía desde la Conquista española y se preservaba por herencia en la etapa republicana. Señala que el Perú de sus querencias se divide en tres partes irreconciliables entre sí, situación que imposibilitaba el destino común de su país. Allí la costa donde predominan los blancos y mestizos, que tienen el español como lengua y el cristianismo como religión, además de costumbres europeas. En la sierra, en las altas y frígidas cordilleras, los indígenas, quienes forman esa población mayoritaria que sobrevive a un “catolicismo bárbaro e híbrido”, con el quechua y el aimara como legua originaria, además de un “español degenerado”. Y en la selva, los peruanos que viven en un deplorable estado de salvajismo (Larrea 1974:15).
Este es el Perú, dueño de una “nacionalidad fallida”, afirma Vallejo, y asevera que los conquistadores españoles son los únicos responsables de esta cruda realidad que sobrevive en el Perú hasta épocas actuales. A pesar de su mestizaje indio-español, el poeta si bien no acusa a los invasores españoles de ser los responsables de los crímenes cometidos en contra de los indígenas, como sostiene el crítico literario peruano Marco Aurelio Denegri (referida en una entrevista con el autor el 12-11-14, programa “Función de la palabra”, canal 7 TV), sin embargo, los responsabiliza por ser los destructores de una cultura ancestral, de su lengua y religión, menoscabando algo tan elemental y sagrado para cualquier país en el mundo: la nacionalidad; único referente de identidad que brinda a sus habitantes legitimidad política y social.
Denuncia que entre los peruanos todavía prevalezcan las cuestiones raciales, trayendo consigo las estratificaciones sociales que se dan como producto de “la lucha de clases”. En otras palabras, asegura Vallejo, “cuanto más de color son las gentes más relegadas se ven en los quehaceres inferiores”. Cuestiona que sean los blancos, representando a la gran burguesía, los que ejerzan “las funciones directrices de la vida económica”; los mestizos, la pequeña burguesía, los cargos de segundo plano en importancia; y los indígenas, el proletariado, las actividades relacionadas generalmente con las actividades domésticas. Esto trae consigo la imposibilidad de una relación plausible entre los diferentes estratos sociales, en donde el blanco desprecia al indígena y alardea ante el mestizo de tener sangre española y de no estar “contaminado” con la sangre indígena. Por su lado el mestizo no solo es indiferente sino hasta cruel con el indígena y posee un subterráneo rencor por el blanco. El indígena, por su parte, odia más al mestizo que al blanco. Esta realidad, según el poeta, hace del Perú un país “semi colonial”, pues, a pesar que ya no existe la administración española, sin embargo, la clase dominante está conformada por blancos y mestizos y los indígenas continúan siendo las “masas sometidas a la servidumbre” (Larrea 1974:19).
Vallejo contextualiza este análisis político de la realidad peruana de los años treinta, desde la época en que se encontraba en el poder Luis Miguel Sánchez Cerro, asesinado en el 30 de abril de 1933, hasta el gobierno del general Oscar R, Benavides. En su opinión, la sublevación de Sánchez Cerro en contra de Leguía, al que todos calificaban como un acto revolucionario y que representaba “la expresión directa de y auténtica del alma indígena, ávida de renacimiento y de salvación”, no representaba más que la sucesión de un “clásico régimen de castas” en la etapa republicana. Crítica ácidamente a los blancos y mestizos que se encontraban en el poder, quienes no rendían cuenta de sus acciones económicas y políticas a nadie, como lo hacían los españoles, sin embargo, contaban con el apoyo del imperialismo inglés y norteamericano en su “política de explotación inhumana” y para compartir las ganancias económicas (Larrea 1974:19).
Finalmente, luego de explicar la forma como se elige y gobierna un presidente; el modo como es utilizado el indígena por los gamonales y hacendados en épocas electorales, así como los privilegios que poseen estos poderosos personajes en la escena económica, política y social en el Perú, concluye que la condición del indígena, “eje social indiscutible del Perú”, permanece igual desde la época de la colonización española y se ha agravado más aún en la etapa republicana. Sin embargo, cree que desde los Andes se gesta un proceso de rebelión en contra del sistema impuesto y que los indígenas bajarán a la costa a exigir sus derechos inalienables ante el gobierno de turno (Larrea 1974:16).
En 1934, amparado en los argumentos de su novela El tungsteno y en el reportaje “Qué pasa en América del sur? en el país de los Incas”, según Ricardo Silva Santisteban, escribe Colacho hermanos, una obra teatral que nos habla de la cruda realidad de los indígenas en plena crisis política que venía desde la caída de Augusto B. Leguía y el tránsito de dos gobiernos militares y dictatoriales como los de Sánchez Cerro y Oscar R. Benavides.
En 1935, el poeta vuelve a analizar la problemática del indio en su artículo titulado “Los incas redivivos”. Rechaza que se trate a los indígenas como un “extranjero en su propia tierra”, aislado completamente del engranaje social de su país. Denuncia que todo cuanto se ha hecho a su favor no es más que una “retórica mesiánica” que nada tiene que ver con una reflexión consciente y menos con un análisis científico. Asegura que una “pasión mística” ha invadido a los defensores del indígena, y una incredulidad indescriptible a los “enemigos de la raza”, pues, los primeros son capaces de divinizar a los Incas, mientras que los otros lo censuran y aborrecen.
Objetivamente, sostiene que el indígena peruano no pasa por una “crisis de descomposición psico-fisiológica”, ni tampoco por un momento de “euforia racial creatriz”, y que, por tanto, no es procedente pensar que el indio “será el creador del provenir humano”, como afirman algunos, por haber formado parte de la civilización Inca, y tampoco es un ser sin posibilidades del “menor ascenso humano”, como afirman otros, a pesar de la opresión con que se le mantiene injustamente. Finalmente, cree que los problemas del indio, que se hallan ligado a los problemas mundiales, solo serán resueltos si se ingresa a procesos de revisiones radicales y a una real “distribución e industrialización de las materias primas”, que se producen en grandes cantidades en el Perú (Larrea 1974:43-44).
Esta es la salida política, económica y social que le brinda a la problemática del indígena peruano; aquel hombre de su raza que vive aislado en las altas cordilleras, olvidado por los gobiernos de turno. Aquel hombre que sufre las duras condiciones climáticas en las punas, tan solo por el hecho de “haber sido vencido en una lucha desigual” con los españoles en la época de la mal llamada conquista, y que muchos creían y creen todavía que vive feliz en las altas y frías cumbres de la sierra, opinión generalizada de muchos intelectuales y para el común de los costeños. En este sentido, Vallejo se encarga de desmitificar esta idea, acaso también la propuesta de algunos estudiosos vallejianos que han referido una fortísima y pétrea relación entre el hombre del Ande con las cordilleras y todos sus entornos. Al respecto, el poeta sentencia: “Flagrante necedad la de creer que el indio y el páramo andino ‛se acuerdan admirablemente’. ¡No! Ello equivaldría a sostener que el preso, aniquilado y embrutecido por veinte años de encierro, y la lóbrega y estrecha mazmorra, se acuerdan también admirablemente” (Larrea 1974:44).
En 1936, escribe el artículo “El hombre y Dios en la escultura incaica”, traducido al francés por su esposa Georgette Vallejo, publicado en el semanario parisino Beaux-Arts, el 11 de setiembre de 1936. A estas alturas de su vida, mientras sus preocupaciones se centran en la guerra civil que corroe a España, y, amparado en los estudios realizados por su amigo e historiador peruano Luis E. Valcárcel, se interesa en conocer más a fondo la naturaleza religiosa de las culturas preincaicas y la civilización Inca. En este sentido, sostiene que desde un principio predominó en la escultura incaica la presencia de Dios, en realidad politeísta, sobre la figura humana (Larrea 1974:48).
Por este año cultivaba una gran amistad (de manera epistolar desde 1935 y, personalmente, en París, en 1937) con Luis E. Valcárcel, reconocido historiador y director del Museo Nacional de Lima. La importancia que tenía para él la temática indígena lo habría obligado a tomar contacto con Valcárcel, un incansable luchador y defensor de los derechos de los indígenas peruanos. En carta del 7 de diciembre de 1935, le manifiesta que se encuentra sumamente interesado “por los trances, presentes y pasados, de [su] raza” y que se suma a los esfuerzos que realiza en beneficio de la masa indígena “la carne viva de los Andes uno de los principales trampolines de un Perú que vendrá”. (Pachas 2014:87). En otra misiva del 15 de marzo de 1936, luego de agradecerle por el envío de un material relacionado con la historia del Perú, subraya la importancia de la lucha que sostiene a pesar de “las tinieblas y concupiscencia criollas para llevar a cabo la empresa nacionalista”. Le asegura que conoce muy de cerca esta triste realidad opositora que existe en su país para reivindicar al indígena peruano y lo insta a continuar adelante. Finalmente, agrega, que el interés que tiene sobre esta situación proviene de “una convicción tanto más entrañablemente humana”, y se apoya en postulados científicos “que solo unos pocos reaccionarios recalcitrantes o interesados, continúan negando o discutiendo” (Pachas 2014: 89).
De acuerdo con el tenor de una última carta cruzada con Valcárcel, fechada con el 2 de febrero de 1938, se mostró no solo entusiasta con la posibilidad de editar una revista, que se publicaría en Lima, sino que propuso la posibilidad de traer a América, como gran difusor de nuestra cultura ancestral, a Tristan Tzara, escritor y poeta rumano, con quien le unía “un mismo punto de vista de las ideas universales”. Por esta época Valcárcel dictaba conferencias sobre la historia del Perú en Uruguay, y Vallejo planteaba que Tzara iniciase algunas disertaciones en la Universidad de Montevideo, luego viajaría a Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Colombia y, finalmente, Cuba (Pachas 2014: 92).
El interés de Vallejo por la condición indígena no se detuvo sino hasta el día de su muerte. En las postrimerías de su existencia, según Georgette Vallejo, a finales de 1937, luego de escribir España, aparta de mí este cáliz, poemario dedicado a los heroicos milicianos que se batían a favor de la República española, aquella tierra de sus ancestros que lo había amparado en los momentos cruciales de su mayor consecuencia política y de problemas materiales, dio paso a sus ideales y sentimiento oceánico para escribir su última obra teatral, La piedra cansada, encumbrando a su raza a partir del génesis de la civilización Inca, de cuyo legado histórico y cultural sentíase orgulloso desde su estancia en el Perú de sus querencias, hasta en la lejana Europa a donde fue en busca de su consagración universal. Y en los aires no solo peruano, madrileño o parisino, sino del mundo entero, quedarán retumbando dos de sus versos más importantes a favor de la raza indígena: “¡Indio después del hombre y antes de él!” y su adhesión al verdadero Perú que señalaba su maestro, Manuel González Prada: “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe…”.
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* Miguel Pachas Almeyda es docente e investigador de la vida y obra de César Vallejo. Ha publicado libros como Georgette Vallejo al fin de la batalla (Juan Gutemberg Editores, 2008), César Vallejo y su América Hispana (Ediciones del Rabdomante, 2014), ¡Yo que tan solo he nacido! (una biografía de César Vallejo) (Juan Gutemberg Editores, 2018), y, además, ha escrito el guion para la película “El poeta”, que trata sobre la vida de César Vallejo en el Perú.
Para leer más artículos del investigador, visita su página de Facebook: https://www.facebook.com/miguel.pachasalmeyda
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BIBLIOGRAFÍA
Espejo, Juan.
1965 César Vallejo. Itinerario del hombre, 1892-1923. Lima. Juan Mejía Baca.
Mariátegui, José Carlos.
1970 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima: Empresa Editora
Amauta S. A.
Neruda, Pablo.
1974 Confieso que he vivido. Buenos Aires: Editorial Lozada, S.A.
Larrea Juan.
1974. Aula Vallejo 11-12-13. Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba.
Pachas, Miguel.
2014 César Vallejo y su América Hispana. Ediciones del Rabdomante, de David
Blanco Bonilla. Lima, Juan Gutemberg, Editores Impresores.
Vallejo, César.
1987 Desde Europa: crónicas y artículos (1923-1938) Edición de Jorge Puccinelli.
Lima: Fuente de Cultura Peruana.
1991 Obra poética. (Obras completas, tomo I). Edición de Ricardo González Vigil.
Lima: Banco de Crédito del Perú.
1999 Narrativa completa. Edición Ricardo Silva-Santisteban y Cecilia Moreano, Lima:
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2002 Correspondencia completa. Edición de Jesús Cabel. Lima: Pontificia Universidad
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2005 Los heraldos negros. Tomo I. Edición de Ricardo González Vigil. Industria
Gráfica Libertad SAC.
2009 César Vallejo: textos rescatados. Edición de Carlos Fernández y Valentino
Gianuzzi. Lima: Universidad Ricardo Palma.
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