La bailarina loca o el amor de Manco Cápac*
Autor: Antonio Cisneros
Don Fernando Tovar nunca subió a las tablas, pero fue un hombre de teatro todos los días de su vida. Para los muchachitos que, hace más de treinta años, acudíamos a la vieja casona de la calle Portugal, era un deleite escuchar sus recuerdos de algún estreno de Pirandello en Roma o la descripción minuciosa de los juegos de luces del Teatro Colón de Buenos Aires. Tertulias de media mañana, que a menudo terminaban en un pastel de carne con puré de espinacas.
Algunas veces, poseído por sus propias palabras, entraba en trance. Y entonces veíamos transformarse a esa mole de 90 kilos en La Argentinita, Margarita Xirgu o Tórtola Valencia. Castañuelas chasqueadas entre dientes y lengua, algún gesto final de Bernarda Alba o el juego de las manos javanesas en un baile ritual. Don Fernando era ridículo y sublime.
En los años sucesivos, mal que bien, mucho he leído sobre las glorias de la Xirgu y, un poco al desgaire, pude comprobar que La Argentinita de veras existió. De Tórtola Valencia nunca supe nada. Hasta hace una semana. Hojeando una vieja revista española, me enteré que el año pasado se conmemoraba un siglo de su nacimiento, en Sevilla, el 18 de junio de 1882.
Según Gabriel d’Annunzio, solo Tórtola y Eleonora Duce eran dueñas de manos que sabían hablar. Para Ramón del Valle Inclán era el único poema viviente de su tiempo. Exótica de alma y cuerpo (ethnics hoy dirían) creó un universo alimentado, sin mencionar su infinito talento natural, por las danzas de árabes e hindúes, en cuyos territorios pasó largas temporadas de religioso aprendizaje. “Estudio todas las razas, me identifico con sus costumbres y trato de descubrir su alma”. Tórtola practicó el budismo buena parte de su vida. De paso, los amores licenciosos.
Danzante de genio, alternaba sus irrepetibles y, con frecuencia, escandalosas improvisaciones con el rigor del Düssel dorf Ensemble, los Ballets Rusos de Diághilev o el Century Theatre de Nueva York. Fue amada por Gog y por Magog. La reina Eugenia Victoria auspició algunas de sus apoteósicas giras, bandera española, entre ellas la de 1921, que duró tres años, por toda América Latina, continente con el cual tuvo mucho que ver.
El 12 de junio de 1930, ante el estupor de sus admiradores, Tórtola Valencia abandona la danza a la edad de 48 años. Fue en la ciudad de Guayaquil. Días antes, su hija adoptiva, Ángeles, había caído gravemente enferma cuando ambas se hallaban en Quito.
“Me puse a rezar de rodillas –relata Tórtola al diario Solidaridad Nacional de Madrid, ya vieja, en el 51– prometiendo echar por la borda mi carrera artística a cambio de la vida de la niña. A las tres de la mañana, el criado indio que dormía a la puerta de mi habitación, llamó y me dijo: “Va a subir el maestro enseguida”. Era el cocinero de la casa, otro indio.
Aquí la bailarina se enreda esotérica, aunque con mucha gracia, sobre una historia de fogatas y conejos: algún ritual que, sospecho, tiene toda la traza de un buen pase andino de cuy. Y Angeles fue curada. Tórtola, fiel a su pacto, dejó al mundo sin su danza para siempre.
Amén de ser la reencarnación de alguna nubia egipcia, las siete almas de Vishnu, una odalisca persa y las innumerables vidas anteriores de bailarinas árabes, hebreas, rusas, gitanas o siamesas, Tórtola también tenía una profunda vocación americana.
En setiembre de 1916, zarpa en gira para América del sur y actúa en diversas ciudades del Perú, Chile y Argentina. “América fue siempre algo sagrado para mí. Debí ser americana en otra generación. Cuando me miro, me veo incaica en la frente y en la expresión de los ojos”. Y añade, al cronista de El Mercurio: “Mi cara es gitana cuando quiero, es india y es árabe”.
Su amor por estas tierras sería recompensado con largueza durante una nueva temporada en el Perú, en 1921, no tanto por la Orden del Sol que le es conferida por el carnavalesco presidente Augusto B. Leguía, sino por un encuentro tan insólito como fantasioso que, sin embargo, ella lo tuvo por real hasta su muerte, en la calle Mayor de Sarriá de Barcelona el 13 de febrero de 1955.
En Lima fue aclamada con delirio y se convirtió, al mismo tiempo, en la musa ineludible de los jóvenes intelectuales del grupo Colónida. Los mismos muchachos que unos meses antes habían propiciado con otra bailarina, la rusa Norah Ruskaya, un blasfemo espectáculo en el cementerio Presbítero Maestro. Alumbrados con antorchas, y mientras un violín rasgaba la Marcha fúnebre de Saint-Sens, esa noche Abraham Valdelomar, Federico More y José Carlos Mariátegui, entre otros palmotearon al ritmo de los improvisados pasos de la Ruskaya. Los mojigatos de la época pusieron el grito en el cielo y la cosa llegó hasta el Congreso.
Lo que aconteció con Tórtola Valencia fue, aunque menos político, más espectacular. Si creemos en sus palabras. Exótica y locuaz, no había gira en que la portentosa danzarina no atrajese la atención del público y la prensa con extrañas historias que eran publicadas sin dudas ni murmuraciones. Una vez fue condenada a muerte por un príncipe hindú, para que ningún mortal volviese a ver sus danzas. Otra vez, se libró del puñal de un santón en Egipto con algún sortilegio.
En el Perú, no faltaba más, tuvo una suerte de tanático idilio con el gran Manco Cápac (o Manko Kapatk). Así relata su quimera en El correo de Asturias:
“Estaba yo en Lima, con un grupo de jóvenes intelectuales que me propusieron bailar la danza de los Incas, propia de aquellas tribus salvajes que aún viven en los valles de los Andes. Como yo no había jamás ejecutado aquella danza, tuve el capricho de aprenderla y me dispuse a preparar una expedición. Hicléronme ver el peligro que suponía la realización de mi propósito, pero yo no cejé. ¿No hay valientes que me sigan?, grité, y un grupo de mu chachos animosos conformó conmigo la caravana.
Durante el viaje de nueve días, al cabo de los cuales tropezamos con la tribu de Manko Kapatk, una de las más feroces que pueblan esas lejanas tierras. ¿Qué sucedió? Que vino sobre nosotros la tribu, y antes de media hora éramos todos prisioneros. Pues bien, la primera víctima iba a ser yo. Manko quería abrasarme en una hoguera monstruosa. ¡Adiós danzas! ¡Adiós arte! ¡Adiós España! ¡Aquí acabó Tórtola! Pero tuve una inspiración: ¿Y si yo danzara delante de Manko Kapatk?
El día de mi sacrificio, en presencia de la tribu, ante Manko, realicé mi propósito. Me desnudé de medio cuerpo y, descalza, ejecuté una danza extraña, que yo creaba en aquellos momentos como impulso de una inspiración que iluminaba todas mis entrañas. El efecto fue sorprendente. Manko dio un grito, que fue el de mi libertad y el de mis compañeros. Rendido a mis pies, quiso retenerme luego. Le rogué que fuera a Lima a visitarme, y partimos escoltados durante dos días por la tribu.
Lo más absurdo es que se me presentó Manko en el Teatro de Lima. Pero no aquel Manko de pelo rojo, largo hasta los hombros, adornado de plumas. No aquel Manko adornado de pieles exóticas, sino un señor con el pelo recortadito, camisa de pechera y un frac con arreglo al último figurín. ¡Adiós mis ilusiones! Como yo lo hubiera querido vestido de piel roja, reprochéle su mal gusto y llaméle cursi basta que enrojeció. El pobre reyezuelo se marchó abatidísimo. Al día siguiente, montado en un brioso caballo, se lanzó a galope sobre un lago y, de un solo tajo, se abrió el vientre. Vi el círculo rojo en medio del lago, como una gigantesca amapola. ¡Pobre Manko!”.
Tórtola era mentirosa, pero perfecta.
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