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Un peruano creó al personaje “Harry Potter” antes que la inglesa J. K. Rowling

En el cuento “Father’s Day” (1944) de Héctor Velarde, Harry Potter recorre la capital e incluso visita la plaza San Martín.

Antes de ser la estrella de la serie de libros de J. K. Rowling o aparecer en las películas taquilleras, Harry Potter ya había estado en Perú, incluso había conocido el Callao, centro de Lima, el cementerio, Hotel Bolívar, la Plaza Mayor y hasta el recién incendiado edificio Giacoletti. Aunque no se trataba del pequeño niño de lentes redondos y cicatriz en la frente, Harry Potter ya existía y fue la creación del peruano Héctor Velarde, conocido arquitecto y escritor de vena humorística.

En el relato “Father’s Day”, Velarde narra cómo Harry Potter, un pastor que llega de Inglaterra para visitar la tumba de su tío decide aprovechar su rápida visita para conocer un poco de la capital, pero se lleva más de una sorpresa.

Aunque no se precisa la época (quizás el decenio de 1940), la descripción no dista mucho de la década de 1990 y quizás hasta la actualidad.

Héctor Ángel Velarde y Bergmann (1898-1989) ejerció también el periodismo, fue un columnista muy leído y dejó obras arquitectónicas conocidas como la iglesia de Las Nazarenas, el Hotel Maury, el Club Regatas, entre otros. Asimismo, dejó reconocidas obras como La perra en el satélite (1958), El hombre que perdió el tacto: y otras cosas por el estilo (1947), El mundo del Supermarket (1964), entre otros escritos literarios, además de obras relacionados a la arquitectura.

Compartimos con ustedes el relato “Father’s Day”, que apareció en el libro Lima en picada (1944) y la Antología Humorística, editado por Populibros peruanos, colección que lideró el novelista Manuel Scorza.

 

 

Father’s Day

Ayer me fui a recibir a Harry Potter, sobrino del viejo Potter, ese inglés tan rico que se murió en el Mercado Central de Lima en un ataque de náuseas. ¿Se acuerdan, del que hablaron los periódicos, que renunció el Municipio? ¿No se acuerdan?

Bueno, no importa, yo lo conocí mucho. Era un deber ir por su sobrino Harry al Callao y darle un paseo por Lima.

Harry no me conocía sino de nombre. Me encontré con un pastor protestante, seriote, simpático, de anteojos, que no hablaba sino inglés. Tú sabes que yo apenas habló inglés. Todo fue a fuerza de un diccionario Liliput inglés-español, español-inglés que llevé en el bolsillo del chaleco.

Descubrí que Harry era muy metódico. Me dijo: –Tengo mucho interés en conocer su bella ciudad, mi barco sale mañana temprano para Valparaíso, son las dos de la tarde, aquí tiene Ud. Mi lista.

Leí: “Primero, ir al banco. Segundo, comprar fruta. Tercero, entrar al Gran Hotel Bolívar donde se aloja una amiga mía, Miss Coolingham. Cuarto, cortarme el pelo. Quinto, visitar el cementerio de la capital donde está mi tío. Sexto, ver un poco la metrópoli. Séptimo, ingresar a un templo para agradecerle a Dios la buena travesía que he hecho desde Liverpool. Octavo, comer en algún restaurant modesto. Noveno, regresar a bordo”.

–Muy bien –le dije a Potter, y lo introduje en mi Chevrolet. Como una bala me lo traje a Lima evitando que se fijara mucho en el camino.

–¿Y eso? –me preguntó al pasar.

–Son pequeños muros incaicos –le contesté. Se trataba de las tapias de los potreros.

De golpe me puse frente al National City Bank. Potter no pudo terminar la palabra “beautiful” al contemplar el edificio porque un zambo suertero le metió un “huacho” por las narices.

–¡El 13, señor!

Potter tomó el “huacho”, hizo con él una bola y lo arrojó a la calle.

Mientras el suertero buscaba la bolita haciendo alusiones poco cultas sobre la familia de Potter, Potter no podía ingresar al banco porque no lo dejaba ingresar una mujer desgreñada con un bebé narcotizado en los brazos.

–Señor, señorcito, este numerito…

Potter se quedó mirando algún rato el “huacho” que le ofrecía la mujer y luego entró al banco como un bólido.

Cuando Potter examinaba y firmaba concienzudamente un montón de giros y cheques, Potter principió a sentir jaloncitos en el saco, volteó la cara y se encontró con una cholita escuálida, casi desnuda, que le dijo con voz lastimosísima:

–Cómpreme, pues, señorcito, le vendo este “huachito”, deme un centavito, mi mamacita…

Potter tuvo un gesto de impaciencia cuando vio que entre sus giros y cheques la cholita le había soltado una serie de “huachitos”.

¿What’s is this? –me preguntó alarmado.

Yo saqué un Liliput. Busqué la palabra suerte. “Chance”, le dije.

–Ah –exclamó–, good luck. Le hizo un cariño a la cholita, le devolvió cuidadosamente sus “huachos” y le regaló una estampita que sacó de su Biblia.

Cuando Potter salió del banco el zambo suertero, la mujer desgreñada con el bebé narcotizado, la cholita y un hombre medio cojo se aventaron contra él gritándole:

–¡Aquí está, señor! ¡Veinte mil soles! ¡So, gringo! ¡Para hoy! ¡No me desprecie patroncito! ¡Deme un realito!

Casi corriendo nos fuimos al auto. Potter me enseñó su lista. Le expliqué que mejor era ir de una vez al cementerio y tomarnos por Maravillas.

Antes de llegar a la puerta del cementerio una turba de chicos andrajosos con trapos en la mano y cargando escaleras pretendió a toda carrera apoderarse del Chevrolet. Subidos en los estribos, colgados de las manijas, arriesgando sus vidas, exclamaban metiendo sus cabezas por las ventanillas:

–¿Se la limpio, señor? ¡Yo se la limpié ayer! ¡Yo se la limpio! ¡Yo soy el que Ud. Conoce! ¡Oiga doctor! ¡Yo fui primero! ¡Le saco el tapón! ¡Deme las flores! ¡Yo, señor!…

Potter saludando con cierta superioridad benévola me miró sonriente y señalándome la puerta del cementerio me preguntó:

¿Circus?

Potter se imaginaba que ahí se había organizado una función popular de circo y que a él lo habían tomado por el payaso…

Cuando salió del auto, una nube de polvo envolvió a Potter que se debatía entre escaleras, trapos, bancos y coronitas. Tuve que intervenir enérgicamente pero no pude evitar que los muchachos lo siguieran de lejos hasta el nicho de su tío. Mientras Potter rezaba, los muchachos le llamaban la atención tímidamente  con unos “psst” discretos, mostrándole trapitos para la lápida y escalerita para que trepara.

Al regresar vimos que otros muchachos frotaban frenéticamente el Chevrolet y pretendían, por todos los medios, abrir las puertas del auto para que nos instaláramos.

–¡Yo se lo limpié, señor! ¡Y soy el del trapo verde! ¡A mí, señor, a mí!…

Uno de ellos, en un exceso de amabilidad, le cerró la puerta a Potter chancándole un dedo.

Potter, después de verse detenidamente el dedo, me dijo:

The nail.

Saqué el Liliput. Quería decir: “la uña”.

Para poder arrancar, tiré una peseta a gran distancia.

Se produjo un violento conglomerado de muchachos y de tierra y nos alejamos apresuradamente.

A la altura de Santa Ana me di cuenta que me habían robado el tapón.

Pasamos a la Plaza de Armas.

Ahí se acercó un mudo con gorra, colorado y gordo. Lanzó silbidos, emitió una serie de sonidos guturales y le hizo a Potter gestos  alusivos sobre la reciente construcción de los portales.

Potter le dijo seriamente:

–Sorry, i am english…

Vimos la lista y le propuse a Potter que fuéramos a una peluquería que estaba cerca. Potter me explicó que el peluquero de a bordo se había quedado en Panamá con una bailarina malaya.

Mientras cruzábamos por le portal, unos chicos sucios persiguieron a Potter gritándole:

–Cinco bolitas por un real! ¡Papel de armenia! ¡Un globo, señor! ¡ Llévese este pericote de cuerda para su hijito!…

Potter murmuraba:

–How interesting, how interesting…

No bien entramos a la peluquería, el peluquero japonés anunció como en fonda:

–¡Afeitada, cortada, lavada, peinada y lustrada!

–Solo pelo –le dije yo.

Sentaron a Potter envuelto en una sábana, le dieron una revista argentina, le frotó los zapatos un negrito descamisado que entre silbido y silbido le ofrecía un “huacho” y lo raparon como a un sacerdote budista.

–¿Y ahora? –le pregunté.

Potter sacó la lista: “Church”, me dijo.

Lo acompañé a la iglesia de Santo Domingo.

Ahí había algo inusitado; una ceremonia seguramente. A Potter se le fue encima una cantidad de mendigos de todas las razas, edades y sexos, se tropezó con un hombre sin piernas que estaba en el suelo, y dos niñas adornadas con listones que se encontraban en la puerta le sacudieron unas latitas de conserva llenas de centavos, dos niñas más le pusieron en la solapa unas rosetitas amarillas…

¿And this? –interrogó Potter.

–Es el Día del Padre, father’s day –le dije por contestarle algo.

Cuando Potter estaba en plena oración, dos cholitas con los pies desnudos, una muy viva y la otra ciega, le dieron golpecitos en la espalda tendiéndole las manos. Potter se cambió de banca. Se sentó junto a una vieja arropada en forma inverosímil. La vieja olía. Potter se cambió a otra banca debajo de la cual salió un perrito que se había dormido.

Cuando salimos, Potter se rascaba entre todos los mendigos, alarmado, con la expresión que ha creído contraer una enfermedad extraña.

Tomé mi Liliput, busqué “pulga”, y le dije: “Fleas, fleas, fleas”

Oh –exclamó Potter, thank you very much.

–¿Qué otra cosa? –le pregunté.

Sacó su lista. “Fruit”, me dijo, y lo llevé donde Giacoletti.

Al carro tuvimos que dejarlo junto al Metro donde fue recibido con júbilo.

–¡Se lo limpio, señor! ¡Yo se lo limpié esta mañana! ¡Yo, ingeniero! ¡Yo soy el de anoche!…

Potter admiraba la insistencia de estos niños.

Frente al Giacoletti se le acercó a Potter un hombre grandazo de pelo blanco y zapatillas blancas, le hizo un saludo ceremonioso y le ofreció un “huacho”. Al mismo tiempo dos indiecitas le jalaban el pantalón pidiéndole un mediecito. Tomé a Potter del brazo y lo conduje al interior del establecimiento donde se atracaba de pie una cantidad de gente. Cuando escogíamos la fruta y Potter se saboreaba una empanadita de picadillo, se le enredó entre las piernas un zambito en camiseta y con caracha que le pidió un pastelito.

Potter sacó el pañuelo y se sonó.

–Mejor vámonos –le dije– le falta a Ud., según su lista, visitar a Miss Coolingham en el Bolívar.

No –me respondió Potter–. Drimer.

“Qué temprano comen estos gringos”, pensé yo, y lo llevé donde Raimondi.

Ahí, recostados en los quicios de la puerta y sentados en el sardinel de la calle se encontraban algunos pobres con sus hijitos que se abalanzaron sobre Potter. Unos con “huachitos”, otros con cacerolitas abolladas, otros mostrando defectos de nacimiento…

Potter sintió que las pulgas de la iglesia emprendían una nueva ofensiva y entró, rascándose y pelado a la japonesa, al restaurant que estaba de bote en bote.

Nos acomodamos como pudimos y pedimos sopa. Mientras Potter tomaba su sopa, una mulatita silenciosa le arrimó un “huachito” junto al plato. Potter permaneció inalterable. La mulatita le acercó más y más el “huachito” con la esperanza de que Potter se lo comiera.

“Qué correctos son estos ingleses, pensaba yo, el “huachito” se lo meten hasta en la sopa, y ellos, nada…”

Después de un roastbeef con peras al jugo nos retiramos seguidos por la mulatita silenciosa y acosados por los pobres de afuera que se habían multiplicado en número y actividad. Yo me sentía algo avergonzado pero Potter sonreía si se tratara de una costumbre original en un día de fiesta popular.

En la lista de Potter no faltaba sino visitar a Miss Coolingham. Nos fuimos al Bolívar. Junto a la farmacia, un hombre sin cuello y con tongo le pidió a Potter si le podía regalar un par de zapatos viejos. Potter subió y yo me quedé en el hall del hotel hablándole en inglés a una señora de Piura.

Al poco rato bajó Potter y me dijo:

–Miss Coolingham tiene cinco “huachitos” y desea que le manden el periódico de la tarde…

Cumplimos con Miss Coolingham y salimos por la puerta del costado. Era de noche. Nos esperaban tres mujeres cubiertas con mantos negros, misteriosas, desagradables, con aires de tragedia aprendida, que se acercaron como sombras, sacaron sus manos ávidas e indefinidas por entre muchos trapos y le murmuraron a Potter al oído:

–Tengo catorce hijitos con hambre… Mi marido murió anoche en el hospital y no tengo cómo enterrarlo… Yo tengo una hijita, grandecita, muy agraciada…

Potter y yo apuramos el paso. Tomamos rápidamente el Chevrolet y salimos como buscapique rumbo al Callao.

Durante el trayecto Potter me dijo:

–Qué interesante día, este Día del Padre, qué bonita costumbre tiene ustedes, eso de abrir en esta fecha todos los asilos, hospitales, orfelinatos y escuelas correccionales del país para que los pobrecitos anden sueltos y hagan lo que les dé la gana; es una idea verdaderamente generosa…

–Sí, pues –murmuré yo.

Al llegar al Terminal Marítimo, una docena de palomillas vinieron corriendo a darnos un encuentro magnífico.

–¡Se lo limpio, señor! ¡Yo! ¡A mí!

Potter sacó del bolsillo un puñado de monedas y las arrojó por el aire con además triunfante y exclamando:

¡Father’s day! ¡Father’s day! ¡Goodbye!

Antes de subir a su buque y de despedirse de mí, Potter me preguntó confidencialmente:

What’s “huachito”?

–Bonos de Dios –le contesté.

Entonces me abrazó y me dijo:

–Feliz la tierra de Ud. Donde hay tantos accionistas del cielo…

Y Potter, rapado a la japonesa y con pulgas, se hundió en el vientre de su buque.

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