Hay una cosa más divertida que saber alemán: no saber alemán. Nosotros, los que hablamos esa lengua muerta que es el español en Europa, siempre encontramos una manera de entendernos con los franceses o los italianos. O con los rumanos, que tienen un asombroso parecido con todos nuestros tíos, y que hablan una cosa extraordinariamente humana: un español sin preposiciones. Si se admite, en gracia de discusión, que el portugués, el francés y el italiano son desfiguraciones del español, se pueden sacar algunas conclusiones muy útiles en un tren europeo: el portugués es un español hablado con la nariz, el francés, un español hablado hacia adentro, y el italiano, un español hablado con las manos.
Creo que es absolutamente imposible que el idioma italiano tenga tantos matices como los que pueden expresar con las manos los italianos. Por eso es un idioma engañosamente fácil para nosotros, pero en realidad extremadamente difícil. Al poco tiempo de estar en Italia, uno está convencido de que entiende el italiano. Pero no hay más que oír la radio, o sentarse en un tranvía al lado de un mutilado de guerra, para darse cuenta de que lo que se entiende es el idioma de las gesticulaciones.
¿Dónde empieza el problema?
Si uno se encuentra en un tren con un francés o un italiano, es probable que no se pueda conversar de muchas cosas, pero es muy seguro que no hay problema insoluble con ellos. En última instancia, se consigue el acuerdo por señas. Por ese camino, en cambio, ya hay dificultades incluso con los rumanos, porque los rumanos mueven la cabeza de arriba abajo para decir que no. Y de la izquierda a la derecha para que sí. Viajando de Trieste a Viena, necesité media hora para darme cuenta de esto, cuando ya empezaba a creer que el amable y cordialísimo rumano que viajaba conmigo era un hombre con el cual no lograría ponerme de acuerdo jamás.
El problema verdadero empieza cuando los guardias de aduana de Tarvisio imparten las últimas órdenes en un italiano inflexible, ya bastante depurado de gesticulaciones, y el tren penetra a la hermosa campiña de Austria, donde lo único que se entiende es el paisaje.
Dos y dos no son cuatro
Ese es el enredo con los alemanes y con los austriacos: que gesticulan muy poco. Y algo peor: los gestos, las señas manuales, son enteramente distintos de los latinos. Incluso en algo tan elemental y aparentemente ecuménico como los números dígitos. Nosotros empezamos a contar con el índice: uno. Seguidos con el cordial, el anular y el meñique: cuatro. Para decir cinco, sacamos el pulgar, que ha estado estratégicamente plegado en la palma de la mano. Los alemanes -y parece que con ellos todos los pueblos eslavos- empiezan a contar con el pulgar. «Eso no tiene ninguna importancia», se piensa. Pero a las dos horas de estar en Viena, se descubre que la diferencia es más importante de lo que parece. Cuando se sube al ascensor, el ascensorista mastica una palabra; y uno, que va para el tercer piso, hace el número tres con los dedos, a la manera nuestra: índice, cordial y anular. Naturalmente, el ascensor se detiene en el cuarto piso, porque los alemanes suponen que el número del pulgar se da por descontado. Así tiene uno que llevarse dos paquetes de cigarrillos cuando va a comprar uno, o cinco manzanas cuando piensa comprar cuatro.
¿Cómo son los alemanes?
Hace un momento terminó mi primera clase de alemán. Una clase de 24 horas, en un vagón de ferrocarril, de Trieste a Viena. Como es natural, no aprendí una sola palabra alemana, pero en cambio aprendí muchas cosas interesantes sobre los germanos. Desde el momento en que se penetra al territorio austriaco, la gente tiene una manera diferente de subir al tren. Las estaciones de Austria son silenciosas. Las de Italia parecen un mercado público. Siempre parece que en el tren viaja un ministro, y todo el pueblo hubiera salido a recibirlo. Hay un terrible drama de dos minutos en cada estación italiana. La gente se despide llorando a gritos. Un chorro de voces y de cosas deformes, un poco indefiniblemente monstruosas, penetra como un terremoto en compartimiento. Hay una tremenda y enloquecedora gritería. Los niños lloran aterrorizados, con esa aterrorizada manera de llorar de los niños italianos. «Qué horror, todo el pueblo se fue de viaje», piensa uno, protegiéndose la cabeza de los enormes baúles que se amontonan por todos lados. En medio minuto, el comportamiento cambia tres veces de olor. Pero aquello es una tempestad de un minuto. Cuando el tren reanuda la marcha, a través de una multitud que recomienda cosas a grito herido (que «non dimenticare quella roban», «que abbiate cura dei bambini perché ci sono tante mochine»), la paz retorna inesperadamente en el vagón, y las gordas y cordiales señoras se secan las lágrimas en la falda. Después desenvuelven un paquete de pan con jamón y queso, y empiezan a repartirle comida a todo el mundo, sin conocer a nadie.
Toda la casa en los bolsillos
En Austria, en cambio, solo salen a las estaciones los viajeros. No llevan maletas, ordinariamente. Llevan un enorme morral, a la espalda. Un morral en el que cabe todo: desde el cepillo de dientes hasta un catre plegadizo. Curiosamente, esas austriacas llevan el morral en la misma forma en que llevan a los niñitos las indias de Boyacá.
Antes de entrar al vagón, los germanos preguntan si el puesto está desocupado. Es elemental, pero la diferencia es que los italianos hacen la pregunta después de estar sentados. Entonces tienen que cargar otra vez sus maletas, sus enormes envoltorios, y pasar a otro compartimiento. Los germanos no pierden tiempo: puede haber una sola persona, que ellos siempre le preguntan si los otros siete puestos están desocupados. Solo entonces se descargan del morral, y siguen quitándose cosas de encima. El tren recorre por lo menos un kilómetro antes de que los germanos se hayan acomodado, porque necesitan mucho tiempo para quitarse las cosas que llevan encima, para desocuparse los bolsillos. Al final de esa complicada evacuación se explica uno por qué no llevan equipaje: porque ya no les quedaba nada que llevar en la maleta. Pues se habían enganchado encima y habían metido dentro de los bolsillos todas las cosas útiles que tenían en la casa.
La piel que nos rodea
Hay otra razón para que los germanos viajen sin equipaje: los vestidos de cuero. Los italianos, que tanto se parecen a nosotros, hacen del viaje todo un acontecimiento. Es probable que no haya en el mundo una colectividad mejor vestida que los italianos en un tren. Como decimos, «se echan el escaparate encima». Y se ponen los zapatos mejores, que es de una importancia casi patriótica, pues los zapatos -y especialmente los zapatos de los hombres- son en Italia una institución nacional. Uno puede estar en desacuerdo con su concepto en relación con la belleza del zapato masculino, pero los italianos siempre están convencidos y tendrán argumentos para convencer a uno de que los zapatos italianos son los más hermosos del mundo. No los mejores, que eso no les importa: los más hermosos. Los zapatos de los italianos tienen un corte melancólicamente romántico. Solo se parecen, en la forma, a otra cosa igualmente italiana; a las góndolas de Venecia. Y es posible que un italiano no use sus mejores zapatos y sus ropas mejores para ir a una fiesta, pero es indudable que por nada del mundo dejará de usarlos para viajar en tren.
Los germanos, en cambio, usan esa cosa bárbaramente práctica que es el vestido de cuero. No es cuero sintético: es cuero legitimo crudo, en el cual parece como si todavía sintiera bramar al toro. Pantalón de cuero, camisa de cuero y zapatos de cuero. Y para protegerse de la lluvia, un terrible impermeable de cuero que está hecho seguramente con un toro completo. Los niñitos germanos, que desde los diez años tienen ya la cara que tendrán cuando sean adultos, tienen sus cortos pantaloncitos de cuero. Los adultos, que aun después de viejos tienen la misma cara que tenían cuando eran niños, tienen también sus cortos pantaloncitos de cuero. Es inevitable entonces acordarse de la túnica del Niño Dios, de la cual se dice que creció junto con su dueño.
El cuento del perro
Siempre he creído que el sueño es una cosa absolutamente privada. Es decir: si usted tiene deseos de dormir, tiene que dormirse solo. Y se duerme solo. En el compartimiento de un tren donde caben justamente ocho personas y viajan ocho, justamente, el sueño es una función colectiva muy difícil de concebir. El caso es que uno tiene que ayudar a que se duerman los demás, para dormirse uno. Pero al mismo tiempo se tiene la extraña sensación de que las otras siete personas, para poder dormirse, están tratando de ayudarlo a uno para que se duerma. Cada cual se va acomodando como puede en un momento en que cesa la conversación y solo se oye el zumbido metálico del tren por el campo en tinieblas. Luego hay un instante de fastidio, de incomodidad y también de un poco de odio por el prójimo, pero después los ocho pasajeros duermen y uno tiene la inconcebible sensación de que está durmiendo un poco con el sueño de los demás.
Antes del amanecer, después de casi veinte horas de viaje y solo de cuatro o cinco de sueño, la historia del compartimiento vuelve a empezar por el principio, como el día anterior. Pero en este viaje hubo una variación. A pocas horas de Viena subió al tren una señora fresca, radiante, con la inconfundible expresión de quien ha dormido honradamente. Llevaba un perrito faldero, limpio y un poco inverosímil, como un perrito de algodón. No sé si fue por el perrito, o por la exuberancia de su dueña, o por una broma de mi mala estrella, se me ocurrió que aquella señora era italiana. Mimaba al perro de tal manera, y de tal manera el perro se dejaba mimar, que a la primera oportunidad le dije solamente para ver si hablaba italiano:
-Sembra proprio un bambino.
El pez muere por la boca. La señora se iluminó con un extraño resplandor, soltó una jeroglífica frase alemana, me puso el perro en las piernas y se quedó dormida. Yo nunca había soñado con llegar a Viena. Pero si alguien, frente a una bola de cristal, me hubiera dicho que tarde o temprano llegaría a Viena con un perrito faldero, habría pensado sencillamente que esa persona estaba loca de amarrar. Por eso decía al principio que no hay nada más divertido que no saber alemán.
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