Edgar Allan Poe pertenece a ese grupo de escritores que forman los pilares de la literatura mundial. Vivió apenas 40 años (1809-1849) pero dejó un legado de grandes obras que hasta hoy son indispensables para todo aquel que desee convertirse en escritor. Basta recordar que influyó en la obra de Charles Baudelaire, Fedor Dostoyevski, William Faulkner, Franz Kafka, H. P. Lovecraft, Arthur Conan Doyle, Guy de Maupassant, Thomas Mann, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, entre otros.
El estadounidense fue cuentista, maestro del relato corto, inventor del relato detectivesco, contribuyó con el nacimiento de la ciencia ficción, fue poeta, humorista, periodista, ensayista y hasta casi un personaje de sus propias obras: la tuberculosis se llevó a su esposa, sufrió penurias económicas, se enlistó en el ejército para huir del hogar, intentó suicidarse, fue alcohólico y consumidor de drogas y, finalmente, se dice que sus últimas palabras fueron: “Que Dios ayude a mi propia alma”.
En su faceta de ensayista, Edgar Allan Poe, autor de “El cuervo” y otros poemas, se da tiempo para explicar en qué consiste la poesía, el Sentimiento Poético y qué es lo que debe saber apreciar el poeta antes de atreverse a componer algunos versos.
Los extractos siguientes pertenecen a su ensayo “El principio poético”, que está incluido dentro del libro Escritos sobre poesía y poética (Ediciones Hiperión, 2001).
¿Qué es la poesía para Edgar Allan Poe?
Apenas necesito observar que un poema merece este título solo en tanto que entusiasme, elevando el alma. El valor del poema se halla en la proporción de este entusiasmo elevador. Pero todos los entusiasmos son, por necesidad fisiológica, pasajeros. Ese grado de entusiasmo que da a un poema el derecho a ser denominado tal no puede mantenerse a todo lo largo de una composición de gran extensión. Tras un lapso de media hora como máximo, decae, se apaga, sigue una repugnancia, y entonces el poema, en efecto y de hecho, ya no lo es.
[…]Por otra parte, está claro que un poema puede ser indebidamente breve. La brevedad excesiva degenera en mero epigramatismo. Un poema muy corto, aunque de vez en cuando produzca un efecto brillante o animado, nunca produce uno profundo o duradero. Tiene que darse la presión constante del sello en la cera.
[…]Un instinto inmortal, profundamente enraizado en el espíritu del hombre, es de este modo, dicho sin rodeos, un sentido de lo Bello. Esto es lo que administra para su deleite en las múltiples formas, sonidos y olores en los que existe. E igual que el lirio se refleja en el lago, o los ojos de Amarilis en el espejo, así la mera repetición oral o escrita de estas formas, sonidos, colores, olores y sentimientos, es una duplicada fuente de deleite. Pero esta mera repetición no es poesía. El que simplemente canta, por muy encendido que sea su entusiasmo o por muy vívida que sea la verdad de la descripción de las visiones, sonidos, olores, colores y sentimientos que lo acogen en comunidad con toda la humanidad, ese, digo, no ha logrado sin embargo aprobar su divino título. Sigue habiendo un algo en la distancia que ha sido incapaz de alcanzar. Seguimos teniendo una sed insaciable para aplacar la cual no nos ha mostrado las fuentes cristalinas. Esta sed pertenece a la inmortalidad del Hombre. Es al mismo tiempo una consecuencia y una consecuencia de su perenne existencia. Es el deseo de la polilla por la estrella. No es ninguna mera apreciación de la Belleza que hay ante nosotros, sino un desaforado esfuerzo por alcanzar la Belleza que hay por encima. Inspirados por una extática presencia de las glorias de más allá de la tumba, luchamos, mediante multiformes combinaciones entre las cosas y pensamientos del Tiempo, por alcanzar una parte de ese Encanto cuyos mismos elementos, tal vez, pertenecen solamente a la eternidad. Y así, cuando por medio de la Poesía –o de la Música, el más fascinante de los modos poéticos– nos encontramos desechos en lágrimas, lloramos, no como supone el Abate Gravina[1], por exceso de placer, sino por una cierta tristeza petulante e impaciente ante nuestra incapacidad a captar ahora, totalmente, aquí en la tierra, de una vez para siempre esas divinas y embelesadas alegrías, de las cuales a través del poema o a través de la música no alcanzamos sino breves e indeterminadas vislumbres.
La lucha por aprehender el Encanto celestial –esa lucha librada por almas adecuadamente constituidas– ha dado al mundo todo lo que a él (al mundo) se ha permitido al mismo tiempo entender y sentir como poético.
El Sentimiento Poético, desde luego, puede desarrollarse de diversos modos: en la pintura, en la escultura, en la arquitectura, en la danza, muy especialmente en la música y muy particularmente, y en un amplio campo, en la composición del jardín paisajístico.
[…]Es en la música quizá donde el alma alcanza casi más el gran fin por el cual lucha cuando la inspira el Sentimiento Poético: la creación de la Belleza celestial. En realidad puede ser que aquí este fin sublime se alcance de hecho, de vez en cuando. Muchas veces se nos hace sentir, con un tembloroso deleite, que en un arpa terrenal se tañen notas que no pueden ser desconocidas a los ángeles. Y de este modo puede haber pocas dudas acerca de que en la unión de poesía y música en su sentido popular encontraremos el campo más amplio para el desarrollo poético.
[…]Para recapitular, pues: yo definiría, en pocas palabras, la poseía de las palabras como La creación rítmica de belleza. Su único árbitro es el Gusto. Con el Intelecto o con la Conciencia tiene solo relaciones colaterales. De no ser incidentalmente, no guarda ninguna ni con el Deber ni con la Verdad.
Unas pocas palabras de explicación, no obstante. Ese placer, que es al mismo tiempo el más puro, el más elevador y el más intenso, es un placer derivado, sostengo, de la contemplación de lo Bello. Solo en la contemplación de la Belleza encontramos posible alcanzar la placentera elevación o entusiasmo del alma que reconocemos como Sentimiento Poético y que se distingue tan fácilmente de la Verdad, que es la satisfacción de la Razón, o de la Pasión, que es el entusiasmo del corazón. Por lo tanto, hago de la Belleza –utilizando la palabra para abarcar lo sublime– el dominio del poema, sencillamente porque es una regla evidente del arte que los efectos se hagan surgir lo más directamente posible de sus causas; nadie ha sido todavía tan débil como para negar que la especial elevación en cuestión es en el poema donde es al menos más fácilmente alcanzable. De ninguna manera se deduce, sin embargo, que las incitaciones de la Pasión o los preceptos del Deber, o incluso las lecciones de la Verdad, no puedan ser introducidos en un poema y con ventaja, pues casualmente pueden servir de diversas maneras a los objetivos generales de la obra, pero el verdadero artista se las arreglará siempre para moderarlos en adecuado sometimiento a esa Belleza que es la atmósfera y la esencia real del poema.
[…]Llegaremos, sin embargo, más inmediatamente a un concepto claro de
lo que es la verdadera Poesía mediante la mera referencia a unos cuantos de los
sencillos elementos que inducen en el propio poeta el verdadero efecto poético.
Reconoce la ambrosía que nutre su alma en los brillantes orbes que lucen en el
cielo, en las volutas de la flor, en el macizo de matas bajas, en el mecerse de
los campos de trigo, en la distancia azul de las montañas, en la agrupación de
las nubes, en el titilar de los arroyuelos semiescondidos, en el centelleo de
los ríos plateados, en el reposo de los lagos apartados, en las profundidades,
que reflejan las estrellas, de los valles solitarios. Lo percibe en el canto de
los pájaros, en el arpa de Eolo, en el suspiro del aire de la noche, en la
atribulada voz del bosque, en la espuma que se queja a la costa, en el fresco
aliento de las arboledas, en la esencia de la violeta, en el voluptuoso perfume
del jacinto, en el olor sugerente que le llega, a la hora del crepúsculo, de
islas lejanas, no descubiertas, sobre océanos oscuros, ilimitados e inexplorados.
Lo posee en todos los nobles pensamientos, en todos los motivos supraterrenos,
en todos los impulsos santos, en todas las acciones caballerosas, generosas y
de autosacrificio. Lo siente en la belleza de la mujer, en la gracia de su
paso, en el brillo de sus ojos, en la melodía de su voz, en su suave risa, en
su mirada, en la armonía del susurro de sus vestidos. Lo siente profundamente
en sus encantadores empeños, en sus ardientes entusiasmos, en sus amables
caridades, en su manso y devoto guante, pero sobre todo –ah, sobre todo con
mucho– lo adora en la fe, en la pureza, en la fuerza, de la majestad totalmente
divina… de su amor.
[1] Gian Vicenzo Gravina fue escritor y jurisconsulto, fundador de la Academia de la Arcadia y de la Academia de los Quirinos.
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